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¿Y si dejáramos gobernar a la derecha radical?

¿Y si dejáramos gobernar a la derecha radical?

Foto: Canva

Ramón González Férriz. Periodista. Escribe sobre cultura y política en El Confidencial. Sus dos últimos libros, que abordan la polarización y el auge del extremismo, son La ruptura. El fracaso de una (re)generación y Los años peligrosos. Por qué la política se ha vuelto radical, ambos publicados en la editorial Debate.


Avance

A mediados de los noventa se produjo un auge de la derecha radical en muchos países europeos. En algunos de ellos se crearon cordones sanitarios para impedir que esta alcanzara el poder; en otros, la derecha radical pasó a formar parte de coaliciones gubernamentales, o apoyó a distintos gobiernos en los parlamentos. Ya entonces se discutió profusamente sobre qué actitud tomar: ¿Se podía excluir del diálogo y el poder a partidos votados por un gran número de ciudadanos? ¿Era legítimo aislarlos políticamente en nombre de la democracia? Las opciones fueron distintas y el autor va dando cuenta pormenorizada en su artículo de las respuestas que, a principios de este siglo, siguieron a esta primera oleada de extremismo en países como Austria, Francia, Dinamarca y Grecia, posteriormente.

A partir del año 2016, después de que llegaran a Europa tres millones de refugiados procedentes de Oriente Próximo y el norte de África, y tras el primer triunfo electoral de Donald Trump en Estados Unidos y del Brexit en Reino Unido, Europa vivió un auge de la derecha radical más fuerte que el anterior. Formaciones como Alternativa por Alemania, Agrupación Nacional en Francia, la Liga y Hermanos de Italia, Vox en España y muchas otras salieron reforzadas. El debate sobre qué hacer y cómo lidiar con estos partidos se intensificó: ya no se trataba solo de cordones sanitarios, sino que se habló de la organización de frentes populares, intervención de redes sociales y medios de comunicación —cuyas noticias falsas supuestamente alimentan a la derecha radical— y, en casos extremos, de prohibiciones. En Alemania, durante un breve periodo, incluso se llegó a poner sobre la mesa la posibilidad de ilegalizar un partido como AfD. En todo caso, ni la discusión sobre los cordones sanitarios ha cesado, ni su puesta en marcha parece haber servido de mucho, dado que estos partidos continúan creciendo. Como escribe González Férriz, «ninguna de esas propuestas o acciones ha tenido demasiado éxito a la hora de frenar a la derecha radical. O eran políticamente inviables o requerían que algunos partidos conservadores renunciaran de manera voluntaria al poder. O, simplemente, no han servido para convencer a los votantes». La abrumadora victoria de Trump en las recientes elecciones así lo corrobora. Este hecho apunta algo que también menciona el autor y es que, en ocasiones, sucede lo contrario: dichas estrategias han servido para impulsar o afianzar más a los extremistas.

En conclusión, como no se sabe bien cuál es la clave que permitirá devolver esa ideología a los márgenes o qué le hará perder la capacidad que tiene para marcar la agenda de las democracias occidentales, González Férriz propone un experimento «moralmente desagradable y políticamente arriesgado»: tratar a estos partidos como a los demás, combatirlos como a cualquier adversario político, obligándoles así al desgaste que supone disponer de poder ejecutivo. Es decir, poner en práctica lo que enuncia el título: «¿Y si dejáramos gobernar a la derecha radical?».

El problema es que no son partidos como los demás. Han manifestado una capacidad de transformación constante, hasta el punto de funcionar «como laboratorios de ideas dispuestos a probar, equivocarse y corregir, lo que los hace particularmente imprevisibles». El ejemplo es la cumbre de Coblenza de 2017, donde cada una de las formaciones allí reunidas realizó ajustes, pivotaciones, cuando no dio giros radicales a sus idearios haciendo de la ductilidad uno de sus sellos. El autor da cuenta de estos movimientos y concluye: «Con la salvedad de la agenda antiinmigración y el nacionalismo, todo puede cambiar en función de la coyuntura y las rivalidades personales».

Muchos piensan que para impedir que estos partidos sigan expandiéndose hay que lograr que Europa recupere la senda de crecimiento, igualdad y esperanza que perdió tras la crisis financiera. «Es un argumento válido», concede el autor. Sin embargo, más que causas económicas, este es un fenómeno esencialmente cultural apoyado en valores que, según afirman sus defensores, habrían estado solapados por la vieja y corrupta democracia liberal.

Por todo ello, quizá no sea descabellado pensar que solo el ejercicio del gobierno les hará perder su aura de rebeldía. Eso los confrontará con sus contradicciones, favorecerá las escisiones y acabará por demostrar la volatilidad de sus ideas y su incapacidad para la gestión haciendo bueno eso de que «cuanto más arriba llegan esos partidos, más rápido estallan». Hay riesgos serios y el destrozo puede ser notable, «pero tal vez, solo tal vez —sugiere el autor—, sea lo mejor para, a corto plazo, obligarlos a moderarse; a medio plazo, frenar su auge; y a largo plazo, que recuperen la irrelevancia de la que no deberíamos haberles dejado salir».


Artículo

Sven Schulze es el alcalde socialdemócrata de Chemnitz, una ciudad de 250.000 habitantes situada en Sajonia, en el extremo oriental de Alemania. Se trata de una región con una población cada vez más vieja y reducida, que depende de la inmigración para cubrir muchos trabajos en los servicios y la industria, y cuya renta media es, aproximadamente, el 80 por ciento de la de Alemania occidental. El cometido del alcalde no resulta nada fácil; no solo porque se trata de una zona relativamente problemática dentro de la prosperidad general del país, sino porque, además, un tercio del consistorio está conformado por miembros de Alternativa por Alemania (AfD) y otros partidos radicales. Schulze entiende la existencia del Brandmauer, el «cortafuegos» con el que el resto de los partidos alemanes quieren aislar a la derecha radical e impedir que ocupe posiciones de poder. Pero también es consciente de los límites de esa estrategia. «La gente dice que tenemos que proteger la democracia. Pero no podemos excluir a AfD de todo. En eso consiste mi trabajo: tengo que aceptarlo».[1]

Poco después de que Schulze admitiera esto, el pasado septiembre tuvieron lugar elecciones regionales en Sajonia y en otro land de la antigua Alemania del Este, Turingia. En ambos casos, AfD rondó el 30 por ciento de los votos. En ambos casos, el resto de los partidos se comprometieron a respetar el cordón sanitario y no entregarle el Gobierno regional. Lo cual requerirá coaliciones amplias. Una de las posibles, en el momento de escribir esto, implicaría que gobernaran juntos la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y la Alianza Sahra Wagenknecht. Este nuevo partido, formado sobre todo por excomunistas, combina la apuesta por una fuerte redistribución económica con la defensa de una relación de amistad preferente con Rusia y el rechazo a la inmigración, las políticas verdes, las vacunas y la globalización.

De modo que AfD no gobernará. Pero, ¿servirá eso para frenar su crecimiento y limitar su influencia cada vez mayor en actitudes sociales relacionadas con cuestiones importantes, singularmente la inmigración o el pasado nazi del país? ¿Sería más útil, como recomendaba el alcalde de Chemnitz, al menos escuchar su voz e incluirla en los procesos deliberativos? ¿O, aunque en Alemania resulte ahora mismo impensable, concederle la opción de gobernar? Sajonia y Turingia son lugares relativamente pequeños, cuyos Gobiernos regionales tienen un poder limitado. Pero constituyen un buen ejemplo de los dilemas a los que se enfrentan las democracias occidentales a la hora de tratar con partidos de derecha radical que ya están normalizados y se han convertido en mainstream.

Viejos dilemas

Sin embargo, esos dilemas no son del todo nuevos. Emergieron ya en la Europa de los años noventa. En 1995, en su libro ¿Una gran ilusión?, Tony Judt explicaba con perplejidad que el Frente Nacional francés afirmaba verosímilmente que «los viejos tabús» de la política europea estaban tocando a su fin, que en Países Bajos «grupos nacionalistas extremistas» eran ya parte de la política mayoritaria, que los «neofascistas» italianos formaban parte del Gobierno de Silvio Berlusconi y que en Austria la derecha radical tenía un 22 por ciento de los votos. Las respuestas a este auge del extremismo fueron diversas. Entre los años 2000 y 2007, el Partido de la Libertad de Jorg Haider formó parte de la coalición de Gobierno de Austria junto con la derecha tradicional, lo que generó una gran conmoción. En 2002, Jean-Marie Le Pen llegó a la segunda ronda de las elecciones presidenciales franceses, pero el resto de los partidos pidió el voto para su rival, el conservador Jacques Chirac, que venció con más del 80 por ciento de los votos. En Dinamarca, el Partido del Pueblo Danés apoyó a la coalición de Gobierno entre los años 2001 y 2011. En 2015, los Verdaderos Finlandeses formaron parte de una coalición de Gobierno. Ese mismo año, en Grecia, el partido de izquierda radical Syriza formó una coalición de Gobierno con los nacionalistas, conservadores y euroescépticos de ANEL.

A partir de 2016, después de que llegaran a Europa tres millones de refugiados procedentes de Oriente Próximo y el norte de África, y tras el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos y del Brexit en Reino Unido, Europa ha vivido un auge de la derecha radical más fuerte y peligroso que el anterior. Y las respuestas para contrarrestarlo han ido más allá de plantear si era imprescindible imponer cordones sanitarios. Obviamente, muchos han hablado de la necesidad de solucionar las causas estructurales vinculadas al crecimiento, el desempleo o las brechas entre la ciudad y el campo. Pero también se ha hablado con insistencia de combatir las noticias falsas en los medios digitales, de regular las redes sociales, de construir una izquierda más feminista y antirracista o, alternativamente, una más centrada en las cuestiones materiales; de crear frentes populares o, incluso, entre la derecha tradicional, de que los viejos partidos conservadores adopten buena parte de la agenda radical para frenar a las formaciones extremistas. En Alemania, durante un breve periodo, algunos partidos mayoritarios incluso se abrieron a discutir la ilegalización de AfD y los servicios de inteligencia del país la declararon una «organización extremista». En todo caso, mientras tanto, la discusión sobre los cordones sanitarios no ha cesado.

Con todo, ninguna de esas propuestas o acciones ha tenido demasiado éxito a la hora de frenar a la derecha radical. O eran políticamente inviables o requerían que algunos partidos conservadores renunciaran de manera voluntaria al poder. O, simplemente, no han servido para convencer a los votantes. Con la excepción de Alemania, además, los cordones sanitarios han desaparecido por completo o se están debilitando: en Francia, por ejemplo, el Gobierno de Emmanuel Macron tendrá que apoyarse en Agrupación Nacional para sacar adelante parte de su agenda legislativa. Y es probable que en Alemania, al menos a escala local, el criterio del alcalde Schulze se vaya abriendo paso.

Porque hoy, en el Parlamento Europeo hay tres grupos de derecha radical que suman el 26 por ciento de los escaños, y esta dispondrá de comisarios en la nueva Comisión Europea. La coalición liderada por Giorgia Meloni, formada por los Hermanos de Italia y la Liga, además de Forza Italia, gobierna Italia. En Países Bajos y Finlandia también gobierna una coalición con partidos de derecha radical. Además de aumentar su poder regional, AfD es el segundo partido con mayor intención de voto en las elecciones federales del próximo año. En Austria, el partido de derecha radical fue el más votado en las elecciones de septiembre pasado y es verosímil que Marine Le Pen sea la sucesora de Macron en la presidencia francesa. No hay ninguna encuesta que señale la posibilidad de que el PP gobierne España sin alguna clase de apoyo de Vox. Fuera de Europa, obviamente, Donald Trump es el nuevo presidente de Estados Unidos.

De modo que seguimos sin tener una respuesta a la pregunta de cómo hacer que esa ideología regrese a los márgenes o, al menos, pierda la capacidad que tiene hoy para marcar la agenda de las democracias occidentales y degradar el orden liberal; una capacidad mayor que la que tenía en los años noventa y los primeros dos mil. Déjenme proponer un experimento moralmente desagradable y políticamente arriesgado. ¿Y si tratáramos a esos partidos como partidos normales? ¿Y si los combatiéramos como se hace con cualquier otro adversario político, obligándoles a asumir los difíciles dilemas que supone disponer de poder ejecutivo?

¿Y si les dejáramos gobernar?

El experimento es desagradable y arriesgado porque no se trata de partidos políticos normales. Su transformación a lo largo de la última década ha sido constante y han funcionado como laboratorios de ideas dispuestos a probar, equivocarse y corregir, lo que los hace particularmente imprevisibles. En 2017, tras interpretar la llegada masiva de refugiados como un impulso para sus propuestas contrarias a la inmigración, y tras la euforia producida por la victoria de Trump y el Brexit, los partidos de derecha radical europea se reunieron en la ciudad alemana de Coblenza para crear una especie de frente común: una «internacional nacionalista». Fue allí donde, por primera vez desde su fundación en 2013, Vox renunció a ser un partido conservador para declararse «derecha alternativa». Fue también allí donde quedó claro que Marine Le Pen había dado un giro radical, pasando de la doctrina económica tradicional de la derecha a defender políticas económicas redistributivas y la inversión pública en sanidad o vivienda, hasta ese momento asociadas a la izquierda. AfD empezó siendo un partido centrado en la economía y contrario al euro y las políticas redistributivas dentro de la Unión Europea, luego fue probando múltiples expresiones de radicalismo, incluido el antisemitismo y las teorías de la conspiración acerca de la pandemia, y solo ahora parece haberse consolidado, cuando ha combinado a los nostálgicos del Reich con el liderazgo de una mujer lesbiana que anteriormente trabajó como banquera de inversión. Durante un tiempo, Vox puso el cristianismo en el centro de su agenda, con el rechazo al matrimonio gay, el aborto y el laicismo; hoy eso ocupa un lugar marginal en su programa y solo sirve para que sus intelectuales especulen sobre la decadencia de Occidente. Algunos partidos de derecha radical del norte de Europa exhiben en sus carteles imágenes de mujeres sexualizadas y reivindican el hedonismo, para defender la tolerancia cristiana frente a la intolerancia del islam. Por no hablar de los giros ideológicos del Partido Republicano estadounidense, que en menos de una década ha pasado de ser el partido del libre comercio y el intervencionismo en el plano internacional a ser una organización proteccionista y aislacionista.

La «internacional nacionalista» tiene numerosas grietas: AfD considera que Agrupación Nacional es un partido prácticamente socialista; Le Pen, que considera a AfD un partido demasiado radical, lo expulsó de su grupo en el Parlamento Europeo. Si tradicionalmente se ha parodiado a la izquierda por su tendencia a escindirse y generar conflictos internos irresolubles debido a matices ideológicos, hoy eso puede aplicarse a esta derecha radical, hasta el punto de que, como decía, en el Parlamento Europeo se ha dividido en tres grupos parlamentarios. Y ya es evidente que su retórica antielitista es falsa: ahora sus miembros son pura élite. Si algo caracteriza a estos partidos es la ductilidad: con la salvedad de la agenda antiinmigración y el nacionalismo, todo puede cambiar en función de la coyuntura y las rivalidades personales. ¿Cómo vamos entonces a fiarnos de ellos?

Con todo, dejarles gobernar en los raros casos en los que, en la Unión Europea, sean el partido más votado, o aceptarlos en coaliciones como socios menores, tal vez sea la mejor manera de exponer no solo sus incoherencias ideológicas o su falso glamour rebelde, sino la incapacidad de gestionar de unos dirigentes mucho más acostumbrados al activismo opositor que a la aburrida burocracia, que aún no han experimentado las limitaciones que el sistema liberal impone a sus ideas antisistema. Sin duda, una vez en el poder, como ya han demostrado muchos de ellos, pueden llevar a cabo políticas destructivas que reduzcan la eficacia de los Gobiernos y dañen de modo innecesario a minorías y colectivos particularmente frágiles. Y, por supuesto, pueden normalizar ideas aborrecibles y hacer que se vuelvan mainstream.

Todo esto supone un precio elevadísimo y entendería perfectamente a quien sostenga que ninguna sociedad debería pagarlo. Pero el hecho es que, a medio plazo, son el poder y la gestión, y no los cordones sanitarios, los que acaban frenando el auge de estos movimientos, al menos en Europa occidental.

No es una regla universal. Y ha fallado en múltiples ocasiones. Aunque la pertenencia a la coalición de Gobierno fue la que hizo que en 2017 los Verdaderos Finlandeses se escindieran en dos y perdieran impulso, con el tiempo lo recuperaron y han vuelto al Gobierno. El Partido de la Libertad de Austria, el FPÖ, ha formado parte de varias coaliciones y, aun así, es el partido más votado del país. Pero sí ha funcionado en otras ocasiones. La llegada de Matteo Salvini al Ministerio de Interior italiano marcó el inicio de un declive de la Liga que parece imparable. ANEL desapareció tras su pacto con Syriza. En España, Vox no ha resistido mucho tiempo en los Gobiernos de coalición regionales: la gestión diaria ha demostrado su papel secundario frente al Partido Popular, hasta qué punto sus ámbitos de gestión eran menores —casi siempre circunscritos a lo simbólico y local— y sus resultados, mediocres. La generación que convirtió el Partido Conservador británico en una organización antieuropea y populista ha perdido el poder de una manera humillante. Por otro lado, parece que cuanta más visibilidad tienen los partidos de derecha radical, más probable es que se produzcan escisiones que los debilitan, como en el caso de Reconquista, de Éric Zemmour, en Francia, Se acabó la fiesta, de Alvise Pérez, en España o, fuera de la Unión Europea, en Reino Unido, Reform, de Nigel Farage. Cuanto más arriba llegan esos partidos más rápido estallan.

Así, se trata de una propuesta con aspectos difíciles de digerir, cuyo éxito ni siquiera está garantizado. Pero la justificada indignación moral que desde mediados de los años noventa, y en especial desde hace una década, hemos sentido muchos ante el auge del extremismo radical, y su traducción en cordones sanitarios y medidas temporales o difíciles de aplicar —como la creación del Nuevo Frente Popular en Francia— no han frenado su auge. La primera manera de impedir que estos partidos sigan expandiéndose, piensan muchos, consiste en lograr que Europa recupere la senda de crecimiento, igualdad y esperanza que perdió tras la crisis financiera. Es un argumento válido. Sin embargo, el auge de estas formas de radicalismo, aunque tiene causas económicas, es un fenómeno esencialmente cultural: el surgimiento de una serie de valores —muchas veces antielitistas; en otras ocasiones, simplemente conspirativos— que, afirman sus defensores, han estado solapados por la vieja y corrupta democracia liberal. Es posible que la mejor manera de demostrar que estos partidos son volátiles e ineficientes, que defienden propuestas ilusorias e inaplicables y que sus líderes pertenecen a la élite o aspiran a hacerlo es tratarlos como a cualquier otro y dejarles gobernar. El destrozo puede ser notable. Pero tal vez, solo tal vez, sea lo mejor para, a corto plazo, obligarles a moderarse; a medio plazo, frenar su auge; y a largo plazo, que recuperen la irrelevancia de la que no deberíamos haberles dejado salir.


[1] «Why East Germany is such a fertile ground for extremists», The Economist, 29 de agosto de 2024

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