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Avance

El liderazgo cultural ya no es patrimonio exclusivo de Occidente. Lejos de la globalización uniforme que se pronosticaba tras el final de la Guerra Fría, asistimos a un panorama cultural que cuenta cada vez con más focos de producción. Música coreana, series indias, ritmos africanos… Hollywood y el inglés ya no marcan la pauta. No en vano, algunos de los artistas e influencers que han alcanzado el éxito en los últimos años provienen de países en vías de desarrollo. Desde estos lugares ya no miran a Occidente en busca de tendencias, pues son conscientes de que ellos mismos las están creando.

Según The Economist esta transformación se debe a dos factores. Por un lado, el desarrollo económico que han experimentado esos países en los últimos años, que les permite invertir en la generación de una cultura propia lo que, a su vez, produce en ellos un aumento de confianza en sus capacidades frente a los centros clásicos de creación de cultura pop. Por otro lado, la revolución que ha traído internet, especialmente a través de las redes sociales y las plataformas de streaming, que sortean los inflexibles circuitos en los que se venía desarrollando gran parte de la producción cultural. Los nuevos medios cuentan, además, con otro ingrediente clave para esta multipolarización de la cultura: su capacidad de volver irrelevantes las fronteras espaciales. Esto ha desembocado en el alumbramiento de toda una generación de jóvenes que ya «no le tienen ningún miedo a los subtítulos».

El mundo empresarial se ha dado cuenta de este nuevo rumbo que está tomando la cultura pop. Desde plataformas de contenidos audiovisuales hasta productores musicales, pasando por marcas de lujo, todos corren a familiarizarse con mercados hasta ahora considerados periféricos. Y este fenómeno cultural tiene también una importante repercusión en el poder blando de los países. Sin necesidad de alcanzar una relevancia política internacional de primer orden, o de contar con una desarrollada fuerza militar, la imagen de estas naciones se difunde a través de la cultura pop, traspasando fronteras y generando un interés global que, de otro modo, les sería muy difícil despertar.


Artículo

El 15 de julio de 2022 una enorme multitud se reunió en el Jamsil Arena de Seúl, la capital surcoreana, para asistir al concierto de Super Junior, buque insignia de la denominada «ola coreana»[1]. El alcance global del k-pop[2] se reflejaba en la diversidad de su público. Melonie había llegado desde Ecuador. Cuando le preguntamos por su «bias», el término que los fans de cada agrupación utilizan para referirse a su integrante favorito, se abrió la camiseta para enseñarnos, tatuado en el pecho, el nombre del líder de la banda, Leeteuk. Karen, de Perú, está estudiando un máster sobre Corea del Sur. Admite que es probable que le guste más Super Junior de lo que le gusta el país en sí.

Una vez ha empezado el espectáculo, entendemos por qué Super Junior atrae entusiastas de todo el mundo. Los integrantes, en constante rotación, son jóvenes arrebatadores de rostro angelical a los que han ido reclutando en Corea del Sur, China y Estados Unidos. Todos son reyes consumados de las tablas con experiencia en teatro y danza. Entre canción y canción, abundaban las bromas y la cháchara, aliñados con mohínes y poses, dirigidos no solo a la bulliciosa muchedumbre femenina presente en el estadio, sino también a las cámaras diseminadas por todo el escenario que retransmitían en vivo para un público virtual ubicado en diferentes zonas horarias.

Gracias a la financiación gubernamental y a una habilidosa campaña de marketing, la cultura popular coreana ha irrumpido en todo el mundo arrasando como un huracán. Además de música, también hay películas, como Parásitos (primer largometraje desde hace décadas en hacerse tanto con la Palma de Oro de Cannes como con el Óscar a la mejor película), o series, como El juego del calamar, sin olvidar el aluvión de marcas de moda y cosméticos. Pero esto es solo una parte de un proceso de transformación mucho más amplio. A lo largo del siglo XX, marcar la tendencia de lo que se llevaba era una prerrogativa sobre todo occidental. Desde las flappers de los años 20 a la irrupción del hip-hop, era a las urbes como Londres, Nueva York o París a las que se tomaba como referencia en cuestiones de moda, entretenimiento y música. De hecho, como nos explica el catedrático de la Universidad del Sur de California Marty Kaplan, muchos auguraron que, en el mundo cada vez más rico y globalizado que surgió tras el fin de Guerra Fría, la preponderancia cultural occidental seguiría creciendo hasta imponer una suerte de monopolio global.

Pero Kaplan señala que lo que ha ocurrido ha sido justo lo contrario. A día de hoy, para una adolescente de Nueva York, es una opción tan corriente y factible escuchar k-pop o afrobeats (subgénero musical originario del África occidental) como hip-hop estadounidense. Un joven de Mumbai que quiera ver una serie en una plataforma de streaming tiene tantas probabilidades de decantarse por Hecho en el cielo, drama romántico indio sobre dos planificadores de bodas afincados en Nueva Delhi, como por Call My agent!, comedia francesa sobre una agencia de talentos parisina. La cultura pop se ha vuelto multipolar.

Es una tendencia que se refleja en aspectos tan poco glamurosos como los datos económicos. La Organización Mundial del Comercio, así como la OCDE, compuesta en su mayoría por países ricos, elaboran informes y estimaciones en torno a la actividad económica procedente de los servicios audiovisuales, entre los que se incluyen el cine, la radio y la televisión. Según los datos que barajan, en 2020 un 25% de todas las importaciones a países miembros de la OCDE procedían de Estados Unidos, lo que constituye casi un 40%menos que la década anterior. Por su parte, las importaciones culturales procedentes del resto del mundo que han entrado en el país norteamericano prácticamente se han multiplicado por seis.

Adiós a Hollywood

Para observar algo más de cerca lo que está ocurriendo en la industria musical, The Economist ha analizado las reproducciones registradas en 70 países entre 2017 y 2021, recopiladas por Spotify, la plataforma de streaming musical más grande del mundo. Las canciones en inglés, en su mayoría producidas por artistas norteamericanos o de Europa occidental, siguen dominando el mercado. De las cincuenta canciones más reproducidas en Spotify durante el periodo antes mencionado, cuarenta y siete estaban compuestas en la lengua de Shakespeare. Sin embargo, es un reinado en decadencia. En países con una potente industria musical local, como la India, Indonesia y Corea del Sur, el porcentaje de canciones en inglés dentro del top 100 ha descendido desde el 52% al 31% en un periodo de cinco años (véase gráfica 1). En España y Latinoamérica, las cifras se han desplomado desde el 25% al 14%, sobre todo debido a la aclamación popular que han ido ganando sus artistas locales, muchos de los cuales cantan en español.

Esta diversidad también salta a la vista en la elección de contenidos audiovisuales por parte del público general. La empresa checa FlixPatrolregistra los programas y películas de Netflix más vistos cada semana en casi 90 países diferentes. Según sus estimaciones, los productos norteamericanos siguen dominando en países ricos angloparlantes como Estados Unidos, Australia o Reino Unido, donde constituyen entre el 80% y el 85% de los programas y películas más populares (véase gráfica 2). Sin embargo, en Argentina, Brasil y Colombia únicamente la mitad de los programas más vistos provenían de sus vecinos del norte. En Japón y Corea del Sur el porcentaje era aún menor, con menos del 35%.

Dos factores han sido los principales detonantes de la multipolarización de la cultura pop. El primero sería el desarrollo económico de países hasta hace poco considerados pobres. El aumento en el poder adquisitivo permite a estos nuevos consumidores gastar mucho más, entre otras cosas, en lo que los músicos y cineastas locales pueden ofrecerles. Cuanto más dinero, más artistas. Este círculo virtuoso permite a los sectores culturales regionales vencer complejos y ganar confianza. Scott McDonald preside el British Council, organismo gubernamental dedicado a la promoción de Gran Bretaña en el extranjero. McDonald recuerda el viaje que realizó a China justo antes de la pandemia como el momento en el que, en lugar de preguntarle por las tendencias más recientes en Occidente como había sido lo habitual hasta entonces, sus anfitriones habían comenzado a tomar la iniciativa y a mostrarle los establecimientos, restaurantes y celebridades de moda en el país. «Cada persona con la que me crucé, me estaba diciendo lo mismo: “Ya no nos importa lo que esté ocurriendo en el resto del mundo, porque ahora lo que de verdad se lleva está aquí”», dice McDonald.

El segundo factor es el auge de internet, que ha posibilitado la aparición de incontables vías alternativas de distribución de contenido. En los canales tradicionales de televisión y radio, los ejecutivos eligen minuciosamente los contenidos que se emitirán en las limitadas franjas horarias de las que disponen cada día. Las plataformas de streaming online no se ven afectadas por semejantes restricciones y pueden dar cabida a mucho más contenido. Las transmisiones de televisión y radio suelen operar dentro de las fronteras nacionales del canal. Netflix, Spotify y similares son empresas multinacionales, lo que facilita que las producciones locales ganen adeptos, sin importar las fronteras naturales ni artificiales.

Las más democráticas de todas son las plataformas de redes sociales, como Instagram, TikTok o YouTube, que han permitido a aspirantes a estrella de cualquier rincón del mundo distribuir sus canciones u obras de arte sin ningún coste. Los sistemas de recomendación que criban a diario millones de cuentas ofrecen alternativas automáticas a las agencias de cazatalentos musicales y televisivos.

La conclusión sería que, ahí fuera, hay una oferta cultural y de entretenimiento mucho más amplia que antes, y que las fronteras han dejado de tener tanto peso. Por ejemplo, la cuenta más popular de TikTok es la del italo-senegalés Khaby Lame. Sus vídeos de humor amable, habitualmente mudos, en los que bromea con las tendencias de las redes sociales, desprenden un atractivo universal que le ha hecho ganar más de 150 millones de seguidores[3]. Resulta difícil imaginarse a Lame, que comenzó a grabar sus sketches cuando perdió su empleo en una fábrica, logrando semejante éxito en un mundo en el que solo existieran los medios tradicionales. T-Series, compañía discográfica y productora cinematográfica india, tiene 226 millones de subscriptores en YouTube, el mayor número de cualquier cuenta en esta plataforma[4]. Fueron los cientos de millones de usuarios de internet en la India los que la lanzaron a la fama, pero a día de hoy, un tercio de su público procede de otros países. El cantante nigeriano Burna Boy se convirtió en el primer artista africano en agotar todas las entradas para su concierto en el Madison Square Garden de Nueva York en 2022.

Cuanto más acceso tienen los consumidores de un país a la cultura de otras naciones, más se atreven a aventurarse por nuevos territorios. «La juventud actual está acostumbrada a saltar de un post a otro de las redes sociales sin importar de dónde provengan, así que no le tienen ningún miedo a los subtítulos», explica Brian Graden, exdirector de programación del canal musical MTV, que actualmente dirige su propia productora. Tampoco dan por sentado que todos los vídeos que ven sean de un mismo estilo. Pero según Graden, buena parte de la industria del entretenimiento no era consciente de nada de todo esto hasta que El juego del calamar, producción coreana rodada en su propia lengua y con reparto casi íntegramente nacional, se convirtió en uno de los programas más vistos de Netflix en 2021.

La descentralización de lo que se lleva está obligando al sector de las artes y el entretenimiento a evolucionar, ahora que han reconocido, por fin, que muchos de los influencers más importantes del mundo proceden de países en desarrollo. Tal y como señala Jeremy Zimmer, gerente de la agencia angelina United Talent Agency (UTA): «Cada mañana te levantas y tienes que abordar el negocio no desde la mentalidad de Los Angeles o Nueva York, sino desde la de la cultura que sea, de allí donde se encuentre el público». En 2022 la UTA, cuya clientela solía consistir sobre todo en actores de Hollywood, comenzó a representar a Anitta, la primera cantante brasileña en ganar un premio en la gala de los MTV Video Music Awards.

Los vientos de cambio soplan incluso en el sector europeo del lujo, uno de los bastiones más imperturbables de la industria cultural. La empresa especializada en análisis de datos Launchmetrics examinó a las celebridades que opinaron sobre la Paris Fashion Week de 2022 y descubrió que la mitad de las diez más influyentes en cuanto a impulso publicitario procedían de mercados emergentes. Entre ellas se encontraban una actriz filipina y un futbolista brasileño. La lista incluía únicamente una presencia francesa y ninguna estadounidense.

Quizás sea esto lo que explique que Balenciaga, firma fundada en España en 1919 y cuyo catálogo actual incluye bolsos de 2.000$, decidiera en 2021 trasladar su colección a Shanghái, después de que la epidemia de Covid-19 impidiera a las influencers chinas acudir a la Paris Fashion Week. Cuando Celine, otra marca de moda de lujo, cerró la semana parisina del año siguiente, las muchedumbres arremolinadas fuera del Palais de Tokyo estaban allí no solo por los fashionistas franceses, sino también por las estrellas de k-pop invitadas a los desfiles.

Es solo rock & roll, pero me gusta

Habrá algún que otro aguafiestas que pretenda desdeñar la cultura pop por considerarla una frivolidad infantil. Sin embargo, tal y como ya señaló el periodista conservador Andrew Breitbart (si bien en un contexto muy diferente), la política bebe de aquello con lo que la cultura le riega. Así, la cultura pop se ofrece como un vehículo ideal para ejercer «poder blando», esto es, la facultad de un estado para moldear los intereses ajenos por medio de la atracción, en lugar de la coacción. Las películas y la música tienen la capacidad de dirigir la atención de la gente hacia un país, de hacerles querer visitarlo, estudiar allí, aprender su lengua o empatizar con sus ideas. El fenomenal espectáculo de Super Junior en el Jamsil Arena fue un compendio de canciones pegadizas, guaperas de rostro aniñado y un estridente coro de gritos femeninos procedente de una muchedumbre juvenil. Pero el poder blando también estaba presente. A mitad de concierto, el vocalista principal, Donghae, se apartó los auriculares para dirigirse a su público y darle las gracias en inglés, coreano, japonés y chino mandarín. El aparato que ahora pendía con aparente desenfado de su cuello lucía, visible y llamativa, la bandera surcoreana.


[1] Hallyu en coreano, esta expresión alude al aumento de popularidad global que la cultura surcoreana viene experimentando desde la década de los 90.

[2] Abreviación de Korean popular music con la que se hace referencia al género de música popular producido en Corea del Sur.

[3] A febrero de 2025 cuenta ya con más de 162 millones de seguidores.

[4] A febrero de 2025 son 287 millones los suscriptores y la cuenta ha pasado a ser la segunda más popular en esta plataforma a nivel mundial.


Este artículo de The Economist fue publicado el 6 de octubre de 2022 y puede leerse aquí. Lo reproducimos en Nueva Revista con las autorizaciones pertinentes por parte de The Economist. La traducción del inglés es de Patricia Losa Pedrero.


La fotografía que encabeza el artículo es un collage de imágenes diseñado por Freepik. Puede consultarse aquí. La reproducimos, recortada, con licencia de la plataforma.