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Emili J. Blasco. Periodista experto en geopolítica y seguridad regional de Estados Unidos y Latinoamérica. Excorresponsal en Berlín, Londres y Washington. Colaborador en ABC. Director del Center for Global Affairs & Strategic Studies en la Universidad de Navarra.


Avance

Las pruebas de que Edmundo González Urrutia fue el ganador de las elecciones presidenciales celebradas el pasado mes de julio en Venezuela son abundantes. La ulterior proclamación de Nicolás Maduro como ganador por parte del Tribunal Supremo de Justicia, sin actas oficiales de por medio y fiándolo todo a la palabra de la cúpula chavista, constituye un robo electoral que está a la vista de todos. Se trata de un autogolpe de Estado que se consumará cuando Maduro vuelva a coronarse como presidente en enero.

Ante este escenario, Emili J. Blasco se pregunta cómo debe reaccionar la comunidad internacional para frenar esta situación. El reconocimiento de Juan Guaidó como presidente «encargado» en enero de 2019, con sus ministros y embajadores propios, no funcionó. Cuesta mucho esfuerzo dar completa oficialidad a un gobierno en el exilio mientras que la gestión efectiva del país la está llevando a cabo un gobierno al que no se reconoce. Lograr que esta medida sea efectiva puede tardar mucho y exige un apoyo total de la comunidad internacional, lo que difícilmente sucede. Se incurre en prontas y abundantes contradicciones, como sucedió con España que, a pesar de reconocer Guaidó, trató al equipo de Maduro como gobierno legítimo.

El autor plantea que es mejor la posición que se abrió paso en el contexto de la Asamblea General de Naciones Unidas. Se emitió una declaración apoyada de momento por medio centenar de países, según la cual las elecciones las ganó la oposición y las perdió Maduro, quien debe dar lugar a una transición de poder. Mientras ello sucede, ¿qué relación debería mantener la comunidad internacional con la dictadura en Venezuela? El autor propone imitar la respuesta que hubo ante el régimen de apartheid en Sudáfrica, contestado con un extendido boicot. Ello implicaría, por ejemplo, vetar a Maduro y sus representantes en los encuentros internacionales.


Artículo

Nicolás Maduro perdió las elecciones presidenciales de Venezuela celebradas el pasado mes de julio y las ganó ampliamente el candidato opositor, Edmundo González Urrutia. La no publicación oficial de las actas de las mesas electorales por parte de la autoridad competente, el Centro Electoral Nacional venezolano, ofrece cierto margen para que haya países que no reconozcan a González como presidente electo ahora y como presidente a todos los efectos a partir del 10 de enero, cuando debiera producirse el traspaso de poderes. Pero esa misma no publicación obligará también a esos mismos países a no reconocer tampoco a Maduro como presidente cuando entremos en el nuevo año.

El resultado electoral —el 67% frente al 30% de Maduro, según el equipo de campaña de González Urrutia, liderado por María Corina Machado— no ofrece ningún lugar a dudas. La oposición dispone de la mayoría de las actas, como también las tiene el PSUV, el partido de Maduro, aunque este no las haya querido mostrar (a diferencia de lo ocurrido en elecciones anteriores), pues todos los partidos que asisten a la proclamación de resultados de cada mesa las obtienen allí en la noche electoral. La multitud de vídeos difundidos en redes sociales con el anuncio nocturno de resultados a las puertas de los centros electorales —anuncio hecho por representantes de los partidos, pero también por los militares que los custodiaban, ajenos en principio a la disputa política—, coinciden exactamente con las actas recopiladas por la oposición. Estas han sido también avaladas por ciudadanos que las han podido consultar en internet (vieron reflejadas en ellas la distribución de votos proclamada en sus centros) y por otros candidatos presidenciales que también concurrieron a las elecciones (no todos tenían todas las actas, pero las correspondientes a las mismas mesas coinciden).

Por otra parte, las actas, con su QR y otros trazos electrónicos, son muy difíciles de «recrear», y prueba de ello es que el equipo de Maduro no las ha podido «reproducir» para sostener con presuntas pruebas su triunfo, y eso a pesar de la insistencia de gobiernos amigos como los de Lula da Silva, Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador. Los expertos de la ONU han corroborado que las actas presentadas por la oposición «parecen difíciles de falsificar». Maduro se habría evitado gran parte de la presión internacional mostrando unas actas que, aunque falsas, confirmaran su victoria; al menos habría generado duda entre unas y otras. Pero eso no ha sido posible y esa imposibilidad valida la autenticidad de los documentos publicados por la oposición. La persecución abierta por el régimen contra los testigos de mesa opositores solo se explica por un deseo de silenciar su testimonio, considerado por tanto como verdadero. Asimismo, el régimen ha reclamado silencio a sus propios representantes en las mesas, como han desvelado algunos de ellos.

La ulterior proclamación de Maduro como vencedor por parte del Tribunal Supremo de Justicia, sin actas oficiales de por medio y fiándolo todo a la palabra de la cúpula chavista, completa un robo electoral que está a la vista de todos. No se sabe muy bien de dónde saca el preciso cómputo de votos al que se agarra (52% a su favor, frente al 43% opositor), pues no aporta las pruebas. Se trata de un autogolpe de Estado que se consumará cuando Maduro vuelva a coronarse como presidente en enero.

¿Qué debe hacer la comunidad internacional?

¿Cómo debe reaccionar la comunidad internacional ante esto? La experiencia del reconocimiento de Juan Guaidó como presidente «encargado» en enero de 2019, con sus ministros y embajadores propios, no funcionó bien. Las presidenciales de 2018 también fueron consideradas fraudulentas, por lo que medio centenar de países quisieron desconocer a Maduro y admitir como presidente, según el ordenamiento venezolano, al jefe de la Asamblea Nacional, entonces dominada por la oposición. Pero esos países no aplicaron a rajatabla la lógica de la situación. España, sin ir más lejos, decía reconocer a Guaidó, pero al mismo tiempo trataba al equipo de Maduro como gobierno legítimo: recibía oficialmente a su «no-ministro» de Turismo en Fitur y agasajaba a la «no-vicepresidenta», Delcy Rodríguez, a quien la UE prohibía la entrada en Europa, en su polémica escala en Barajas de enero de 2020.

Más allá de las connivencias que podían existir entre una Moncloa socialista (que además transaba con Podemos) y un Miraflores chavista, lo cierto es que cuesta mucho esfuerzo mantener la ficción de dar completa oficialidad a un gobierno en el exilio (externo o interno) mientras que la gestión efectiva del país la está llevando a cabo un gobierno al que no se reconoce. Esto puede durar un tiempo, pero exige una disciplina de la comunidad internacional que difícilmente es completa y se incurre en prontas y abundantes contradicciones. Si el paso de tratar como presidente a quien legítimamente debería serlo, frente al usurpador, no conlleva en el corto o incluso el medio plazo la caída de este —ese es justamente el propósito de la medida—, entonces esa estrategia se derrumba. Ocurrió con Guaidó y muy probablemente ocurrirá con González Urrutia, quien además tiene el inconveniente de encontrarse fuera de Venezuela. Con sus votos, la mayoría del pueblo venezolano ha hecho todo lo que estaba en su mano para un cambio político, pero la triste realidad es que el régimen tirano continuará con la opresión y González Urrutia no ejercerá de presidente.

Ante esta situación, es más correcta la posición que se abrió paso en el contexto de la Asamblea General de Naciones Unidas. Una declaración apoyada de momento por una cincuentena de países constata internacionalmente que las elecciones las ganó la oposición y las perdió Maduro, quien debe dar lugar a una transición de poder. Promovido por Estados Unidos y diversos países iberoamericanos, al texto se unieron España y varios países europeos, además de la UE como tal. Por las discutibles complicaciones diplomáticas antes aludidas, la resolución se queda a un paso de tratar como «presidente» a González Urrutia —aunque oficiosamente pueda llamársele así—, pero va más allá del «no sabemos quién ganó» de Lula, Petro y Sheinbaum (sucesora de López Obrador).

¿Qué relación se debe mantener con la dictadura?

La cuestión ahora es qué relación mantener con la dictadura, término que el Gobierno español no acaba de asumir plenamente, pero al que deberían arrastrarle las posiciones que está defendiendo. Y aquí, al margen de asuntos nominalistas, debiera darse una gran coherencia, también por parte de España: si el régimen de apartheid en Sudáfrica, por poner un ejemplo muy claro, fue contestado con un extendido boicot, no habría razones para tratar con dulzura al régimen chavista. Puede haber países que promuevan sanciones económicas, pero la ineficacia demostrada en muchos casos en conseguir el objetivo invocado al aplicarlas da margen a un gobierno como el de Pedro Sánchez a orillarlas. Pero tampoco puede el Ejecutivo español sonreír y dar la mano a las autoridades venezolanas a la primera de cambio, como el bochornoso trato ofrecido por Sánchez a Delcy Rodríguez en la cumbre UE-CELAC en julio de 2023; justamente el vetar a Maduro y sus presentantes en encuentros internacionales es parte del boicot que habría que aplicar. Esto puede provocar en esas citas la ausencia de otras naciones latinoamericanas, por solidaridad con su vecino, pero sin una pedagógica contundencia en el rechazo a un régimen criminal lo que se hace es faltar a una obligación histórica para con la región.

Esa contundencia reclamada tendrá necesariamente consecuencias para intereses económicos españoles en Venezuela. En realidad, ya lo ha tenido por el colapso del país causado por el chavismo (ha sido la mayor caída del PIB de una nación sin estar en guerra); en concreto, Repsol insiste en seguir operando allí alegando la necesidad de cobrarse lo que se le adeuda. Una cosa es el pragmatismo diplomático que en muchas situaciones debe sostenerse, atendiendo precisamente a la actividad empresarial nacional que se desarrolla en el exterior, y otra hacer dejación de una política de líneas bien definidas cuando los derechos humanos y otros valores democráticos básicos lo exigen, sobre todo cuando estamos ante crímenes de lesa humanidad, abundantemente documentados en La Haya.

Dada la experiencia, es normal que existan amplias dosis de escepticismo sobre el liderazgo dispuesto a seguir en esto por La Moncloa. Un gran servicio a la causa venezolana sería, en cualquier caso, que el Gobierno del PSOE criticara abiertamente la labor de lobby ejercida por José Luis Rodríguez Zapatero en favor de Maduro. Mientras sus gestiones no causen auténtica vergüenza entre sus correligionarios españoles —Zapatero sabe de sobra que está contribuyendo a un clamoroso golpe de Estado—, España no puede aspirar a tener credibilidad exterior en este punto.

Periodista