Nueva Revista

Un falso antagonismo

Foto: © Shutterstock / Master_Shifu

Foto: © Shutterstock / Master_Shifu

Elisa de la Nuez.  Abogada del Estado en excedencia, secretaria general de la Fundación Hay Derecho y socia de Derecho Público en el despacho GC legal. Colaboradora de El Mundo y la cadena SER sobre temas relacionados con la transparencia, la lucha contra la corrupción y otras materias relacionadas con el Derecho Público.


Avance

Los pulsos entre los poderes ejecutivo y judicial, relativamente frecuentes en el reciente debate público, pueden llevar a la conclusión errónea de que principio mayoritario y Estado de derecho son nociones antagónicas. Lo cual es «una falacia interesada», argumenta la autora, ya que se trata de conceptos «íntimamente unidos». El art 1.1 de la Constitución deja claro que España es «un Estado social y democrático de Derecho», lo que significa que cuenta con contrapesos (checks and balances), con la clásica separación del ejecutivo, el legislativo y el judicial en primer término, que ponen límites al poder y por tanto al principio mayoritario que lo sustenta.

Pero es cierto que la tendencia del poder a extralimitarse es un peligro constante que acecha a cualquier sociedad que aspire al autogobierno, del que ya alertaron Montesquieu o Tocqueville. Los padres de la Constitución de Estados Unidos advirtieron que una vez trasladado el poder de un único sujeto particular (el rey absoluto) a un sujeto colectivo (la nación soberana), este último podía resultar tan tiránico como el de un monarca del Antiguo Régimen. Y Benjamin Constant ponía el ejemplo del gobierno de la Convención durante el Terror (1793-1794), cuyo poder fue tan despótico como el de Luis XVI. Para evitar estas graves desviaciones es preciso establecer límites, unas rayas rojas que el gobernante elegido no debe traspasar. El primero es el respeto a los derechos fundamentales de los demás ciudadanos reconocidos constitucionalmente. Existen, para garantizarlo, los tribunales de justicia nacionales e incluso internacionales, además de las instituciones contra mayoritarias como los defensores del pueblo o los tribunales constitucionales. El segundo límite es la primacía de la ley: en una democracia representativa todos están sometidos por igual al principio de legalidad, incluidos los gobernantes elegidos en las urnas. En el Antiguo Régimen, el monarca gozaba de poder absoluto al estar por encima de la ley. En democracia son las normas, emanadas del Parlamento como expresión de la voluntad popular, las que una vez en vigor obligan a todos sin excepción. De esta forma ningún poder, ni el de la mayoría parlamentaria, ni el del Gobierno, ni el de los jueces, puede actuar con arbitrariedad. En democracia, «el poder debe controlar al poder».

Pero en el debate público los gobernantes cuestionan, a veces, el papel de los jueces con el falaz argumento de que «no son democráticos al no ser elegidos por los ciudadanos». Recuerda la autora que el carácter no partidista e imparcial de los profesionales de la justicia es una exigencia esencial para garantizar que la ley democráticamente aprobada se aplique a todos por igual. En los estados autocráticos los magistrados son elegidos por «los que se presentan como la encarnación del pueblo» y en los regímenes iliberales es frecuente que el gobernante coloque a personas leales en los tribunales a fin de sortear la ley. Críticas similares se vierten sobre otros mecanismos de control, como el Tribunal Constitucional, como se ha visto recientemente en España: «Se ha llegado a afirmar que tiene que reproducir las mayorías parlamentarias», lo que «destruye la credibilidad de la institución como contrapeso efectivo, como estamos viendo en la actualidad». Cabe mencionar también a otras instituciones independientes y apartidistas, por definición, sometidas a esa tensión, como el Defensor del Pueblo, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas o la Fiscalía General del Estado, «parte integrante del poder judicial y que se encuentra también en el foco del debate público».

Otro contrapeso esencial del poder político en una democracia son los medios de comunicación, que deben ser veraces, transparentes y responsables. Actualmente, e invocando el principio mayoritario, determinados políticos parecen considerar «que no deben tolerarse los medios críticos con el poder de la mayoría».


Artículo

A

unque en el debate público se suelen contraponer como conceptos que pueden llegar a ser antagónicos, lo cierto es que en una democracia liberal el Estado de Derecho y el gobierno de la mayoría democráticamente elegida son conceptos que están íntimamente unidos. Como dice el art. 1.1 de nuestra Constitución de 1978, «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho» y la democracia que se constituye es una democracia liberal típica con contrapesos (los famosos checks and balances) empezando por la clásica separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) pero añadiendo órganos como un Tribunal Constitucional o un Defensor del Pueblo cuya función es claramente la de establecer y garantizar la existencia de límites al poder, y, por tanto, al principio mayoritario que lo sustenta.

En ese sentido, otra característica esencial de la democracia representativa es el sometimiento de todos por igual a la ley, de manera que también los gobernantes elegidos democráticamente lo están. No obstante, es innegable que estos principios teóricos plasmados en nuestra Constitución y en otras similares posteriores a la Segunda Guerra Mundial se están cuestionando abiertamente en muchos países. Es innegable también que, si bien este cuestionamiento puede identificarse con una deriva populista o iliberal, lo cierto es que cuenta con el apoyo decidido de una parte importante de la ciudadanía, que incluso puede ser la mayoritaria. De ahí, el debate público en torno a si el poder de las mayorías, es decir, la voluntad popular expresada en un parlamento libremente elegido también puede y debe encontrar límites, empezando por el derivado de la necesaria protección a las minorías.

La discrepancia o, si se quiere, la tensión entre Estado de Derecho y el principio mayoritario no es en absoluto un tema nuevo, pero es indudable que reaparece cada una o dos generaciones revestido de ropajes ideológicos diferentes en función de las circunstancias históricas de cada momento e incluso de avances tecnológicos tales como las redes sociales y los grupos de Telegram. Esto lleva a pensar que se trata de una tensión inevitable en la organización de cualquier sociedad humana de una cierta complejidad que aspire al autogobierno. Autores clásicos como Montesquieu, Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville, además de los padres de la Constitución americana, ya advirtieron que una vez consagrado el principio democrático y conseguida la traslación del poder de un único sujeto particular (el rey absoluto) a un sujeto colectivo (la nación soberana) había que entender que también este poder democrático podía desbordarse y resultar tan tiránico como el de un rey del Antiguo Régimen.

Decía, en ese sentido, Constant que tampoco la soberanía del pueblo (como antaño la del monarca) puede ser ilimitada. En su opinión, de entenderlo de otra forma, se estaría generando un grado de poder demasiado grande y tan peligroso como el que tenía un rey absoluto. El ejemplo perfecto era el gobierno de la Convención durante el Terror, cuyo poder fue tan despótico como el del régimen anterior. En ese contexto, el primer límite que debe existir para la soberanía popular es el respeto de los derechos fundamentales de los demás ciudadanos, por usar la terminología moderna consagrada en nuestras constituciones. Dicho de otra forma, el principio mayoritario no puede contravenir los derechos fundamentales reconocidos constitucionalmente. Se trata de una primera idea básica: la soberanía popular, aunque sea por amplia mayoría, no puede acordar suprimir los derechos fundamentales de una minoría, un grupo, un individuo.

Para garantizar este primer límite existen los tribunales de justicia nacionales e incluso internacionales, además de las instituciones contra mayoritarias ya citadas como los defensores del pueblo o los tribunales constitucionales. En ese sentido recordemos que el tribunal constitucional puede proteger los derechos fundamentales ante los ataques de cualquier poder, ejecutivo, legislativo y judicial.

El segundo límite que los autores clásicos consideraban esenciales es el de la primacía de la ley. Todos, gobernantes y ciudadanos, están sometidos por igual al principio de legalidad. Tampoco aquí hay contradicción más que aparente entre el principio mayoritario y el Estado de Derecho: las leyes democráticas emanan del Parlamento y son expresión de esta voluntad popular, pero una vez en vigor obligan a todos por igual. Pueden modificarse siguiendo los procedimientos establecidos, pero no pueden excepcionarse en casos concretos. Se trata de una conquista civilizatoria notable puesto que en el Antiguo Régimen el monarca, por definición, estaba por encima de la ley y su poder era absoluto también en ese sentido (legibus solutus).

Por otra parte, cuando las normas democráticamente aprobadas alcanzan rango constitucional, las exigencias para su modificación son muy elevadas, de manera que se suelen exigir mayorías muy reforzadas, procedimientos muy garantistas e incluso, en algún caso, la participación directa de la ciudadanía (vía referéndum) al constituir las reglas básicas de la convivencia democrática. Lo habitual es que los derechos fundamentales y sus garantías, las instituciones de contrapeso, los distintos poderes y sus relaciones o principios generales, el sometimiento a la ley, la seguridad jurídica o la interdicción de la arbitrariedad de todos los poderes públicos tengan rango constitucional.

En ese sentido, el art. 9.3 de la Constitución garantiza «el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos».

El poder democrático nunca debe ser arbitrario

En particular, interesa destacar la noción de que el poder democrático nunca puede ser arbitrario. Esta idea es esencial en una democracia liberal representativa. Si algo caracterizaba al poder absoluto era precisamente esa cualidad: podía ejercerse con total libertad, lo que suponía en la práctica una total arbitrariedad al no estar sujeto a ningún tipo de controles y de límites empezando, como hemos señalado, por el principio de legalidad. La mayoría parlamentaria tampoco, por tanto, puede utilizar de forma arbitraria su poder. Ni, por supuesto, el poder ejecutivo o el poder judicial. En democracia, en suma, el poder debe controlar al poder y nunca puede ser arbitrario.

Por otra parte, para asegurar la primacía del principio de legalidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos existen tribunales de justicia profesionales e independientes a los que les corresponde la interpretación y la aplicación de las normas a los casos concretos. Su función es precisamente que la ley democráticamente aprobada se aplique a todos por igual. No es necesario mencionar casos recientes tanto nacionales como internacionales en que esta función del poder judicial, esencial para garantizar precisamente la aplicación de la ley, es cuestionada sistemáticamente por los gobernantes que, en un momento dado, resultan perjudicados por una determinada interpretación o aplicación al caso concreto.

En suma, el argumento de que los tribunales de justicia no son democráticos porque no son elegidos por los ciudadanos es falaz: precisamente la garantía de la aplicación de la ley democrática exige jueces profesionales, imparciales y no partidistas. También de esta manera se asegura una mayor previsibilidad de las resoluciones judiciales que es esencial para reforzar el principio de seguridad jurídica, que, como hemos visto, está también garantizado constitucionalmente. En los estados autocráticos donde los jueces son elegidos por el pueblo o, para ser más exactos, por los que se presentan como la encarnación del pueblo el resultado está a la vista.

No es casualidad que cualquier autocracia o régimen iliberal se apresure a controlar y a nombrar en los tribunales de justicia a personas leales o afines con la finalidad de que quienes los han nombrado puedan sortear o incumplir la ley sin demasiados problemas. También se ocuparán de que todo el peso de la ley, muchas veces interpretada y aplicada de forma torticera, caiga sobre sus oponentes políticos. Se realizarán acusaciones e investigaciones de todo tipo, llevando en casos extremos al encarcelamiento de los adversarios políticos o de los ciudadanos incómodos después de procesos judiciales sin ninguna de las garantías formales y materiales que proporciona la existencia de jueces imparciales, profesionales y neutrales.

El art. 117.1 de nuestra Constitución, siguiendo en este punto la teoría clásica de la separación de poderes, señala que la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. Este precepto no debe interpretarse en el sentido de que los jueces tengan que ser elegidos por «el pueblo», como se pretende demagógicamente desde posturas populistas  e iliberales —y de hecho ha empezado a suceder en algunos países—, en los que el pueblo tiende a ser manipulado o sustituido por quien se autoproclama como su único representante, aunque sea en base a una victoria electoral. Aparece la sombra de nuevo del principio mayoritario como incompatible con la separación de poderes.

Por otra parte, el resto de las garantías de la separación de poderes que establece ese mismo precepto están dirigidas precisamente a evitar cualquier tipo de injerencia del poder político en cuanto a su carrera profesional, objetivo aspiracional que, como bien sabemos, no siempre se cumple. Por último, se establece que los jueces gozan en exclusiva de la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, sin que puedan ejercer otras funciones salvo las que les pueda encomendar la ley expresamente en garantía de cualquier derecho.

En cuanto al sistema de contrapesos o checks and balances, su finalidad es controlar al poder, mediante instituciones que pueden limitar o enmendar sus decisiones. De nuevo, se manifiesta esa supuesta discrepancia entre el principio mayoritario y dichas instituciones, necesariamente contra mayoritarias si tienen que cumplir su función. De hecho, la ocupación partidista de las instituciones de contrapeso o su desarticulación en la práctica —dado que formalmente se suelen mantener— es uno de los indicadores más evidentes de la deriva populista e iliberal que se justifica precisamente en esa supuesta supremacía de la voluntad popular que no admite límites o contrapesos dignos de tal nombre.

En ese sentido, los autores clásicos ya citados eran conscientes de que ese tipo de gobierno, por democrático que sea en su origen, pervierte todo el sistema y sus delicados equilibrios, pudiendo concluir en un despotismo si cabe más feroz que el tradicional, y en muchas ocasiones más difícil de identificar y de combatir. Un gobernante con poder absoluto, ya se trate de un hombre o de un gobierno o una asamblea, es un riesgo cierto para la democracia liberal y sus valores fundamentales.

Y debemos recordar que no hay más democracia que la liberal, aunque los gobiernos autocráticos e iliberales tomen prestadas las apariencias formales de las democracias en forma de tribunales de justicia, asambleas parlamentarias o instituciones de contrapeso, todas ellas siempre ocupadas por el poder político y desprovistas de cualquier capacidad real de limitar al poder. Incluso se puede mantener en estados dictatoriales o autocracias la farsa de unas elecciones supuestamente libres y de unos medios de comunicación supuestamente independientes lo que no deja de ser un tributo a la democracia liberal.

Lo cierto es que, en nuestro país, estos debates sobre las instituciones de contrapeso han cobrado cierta actualidad por distintas circunstancias. Se han centrado especialmente en el papel del Tribunal Constitucional como órgano que puede llegar a enmendar la plana al Parlamento, valga la expresión. Recordemos que se ha llegado a afirmar desde posiciones iliberales que el Tribunal Constitucional tiene que reproducir las mayorías parlamentarias lo que, en la práctica, significa privarle de cualquier tipo de papel relevante y convertirle en una especie de tercera Cámara. El problema es que esta concepción destruye la credibilidad de la institución como contrapeso efectivo, como estamos viendo en la actualidad. Lo mismo cabe decir de otras instituciones de contrapeso o sencillamente instituciones supuestamente neutrales y profesionales que, desde hace décadas, vienen siendo repartidas entre los partidos políticos. Cabe mencionar también al Defensor del Pueblo, al Consejo de Estado, al Tribunal de Cuentas o incluso a la propia Fiscalía General del Estado, que forma parte integrante del poder judicial y que se encuentra también en el foco del debate público por razones que exceden del objeto de estas reflexiones.

Libertad de prensa, contrapeso esencial

No podemos olvidarnos tampoco, como mecanismo de contrapeso en una democracia liberal, de los medios de comunicación. Tradicionalmente se ha considerado, con razón, la libertad de prensa como un control esencial del poder político. Lamentablemente, el principio mayoritario parece considerar que no deben tolerarse los medios críticos con el poder de la mayoría, insistiendo en la necesidad de corregir bulos, fake news o simplemente atajar la desinformación, si bien siempre solo la que viene de la parte del espectro político que les es adversa. Desde luego no ha de minimizarse la importancia de garantizar unos medios de comunicación transparentes y responsables, y de combatir las campañas organizadas que intentan minar la credibilidad de las instituciones. Pero, dicho eso, tampoco nuestros gobernantes son muy ejemplares en cuanto a la veracidad de sus informaciones, la transparencia y en particular los medios de comunicación públicos que aspiran a controlar, de nuevo bajo el argumento del principio mayoritario, aunque en la práctica más bien por aplicación de una lógica partidista y clientelar que parece difícil de erradicar de la cultura política de este país. El ejemplo de la renovación del Consejo de RTVE es muy expresivo. Por lo demás, una lógica similar se aplica en los medios públicos autonómicos.

Por último, no podemos dejar de referirnos a los límites al poder —o más bien a su falta— en el seno de los partidos políticos que son agentes esenciales de las democracias liberales, como recoge el art. 6 de la Constitución. La deriva iliberal y caudillista también es muy visible en el seno de unos partidos en los que van desapareciendo los contrapesos internos, si es que alguna vez existieron, y que sanciona o expulsa a sus miembros disidentes o críticos, generando a la vez un culto a la personalidad del líder que impide la existencia de voces discordantes que podrían resultar muy necesarias, así como la posibilidad de su sustitución si fuera procedente. La proliferación de hombres fuertes (raramente mujeres) se ha producido también dentro de partidos políticos de democracias muy consolidadas y no solo en autocracias o países con fuertes impulsos iliberales o populistas. De nuevo esta acumulación de poder en una sola persona, sin contrapesos en el partido dignos de tal nombre, introduce el riesgo de decisiones arbitrarias o de abusos de poder.

En definitiva, la tesis de estas reflexiones es que la discrepancia entre el principio mayoritario y el Estado de Derecho democrático es no solo falaz, sino interesada.

Cada generación debe enfrentarse con este dilema con las herramientas ideológicas, jurídicas, sociales y políticas a su disposición sabiendo siempre que la democracia liberal representativa no es la forma habitual de organizar las sociedades humanas. Y, sin embargo, es la forma más exitosa que conocemos.


Foto de cabecera: © Shutterstock / Master_Shifu

Salir de la versión móvil