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Pauli y el unicornio

Imagen generada con ayuda de Adobe Firefly

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Juan José Gómez Cadenas (Cartagena, 1960) es físico y escritor. Se doctoró en física de partículas por la universidad de Valencia, hizo el postdoctorado en Stanford y ha sido profesor visitante en Harvard y Ginebra, entre otras universidades. Fue catedrático de Física Atómica y Nuclear en Valencia y profesor de Investigación del CSIC. Trabajó en el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN), es profesor de investigación en el Donostia International Physics Center (DIPC) y dirige el experimento NEXT en el Laboratorio Subterráneo de Canfranc (LSC). Ha publicado cinco novelas, un libro de relatos y dos libros de ensayo científico. Escribe de forma asidua en las revistas Jotdown y Mercurio.

Avance

Juan José Gómez Cadenas, uno de nuestros científicos y divulgadores más destacados, traza una línea invisible que une a los neandertales con los neutrinos, que «nacen» del intento desesperado de Wolfgang Pauli, hace casi un siglo, por mantener vivo el viejo axioma de la conservación de la energía. El autor sabe bien lo que es intentar atrapar este fantasma, bautizado primero como «neutrón» y más tarde convertido en «el pequeño neutrón» o «neutrino», una partícula subatómica esquiva incluso para la ciencia moderna, el unicornio del que habla el título. A Gómez Cadenas, también novelista, le sirve para formularse preguntas filosóficas sobre cómo habría sido la vida inteligente en nuestro planeta de haber sobrevivido los neandertales. 

Artículo

El cuatro de diciembre de 1930, Wolfang Pauli escribe una famosa carta a los participantes en el congreso de Tübingen, en Alemania, dirigiéndose a ellos con la célebre frase: «Liebe und Radioaktive Damen und Herren».1 La radioactividad, recién descubierta por los esposos Curie, es todavía considerada una propiedad mágica (y benigna) de la naturaleza; nada más apropiado, por tanto, que saludar como «radioactivos» a las damas y caballeros que atienden al congreso. 

Lo cual debería darnos que pensar. Las desintegraciones radioactivas de los elementos inestables en la cadena del Uranio y el Torio no han cambiado su naturaleza, siguen su inmutable cascada de transformaciones en las que se van transmutando los unos en los otros, tal como soñaron los alquimistas. Con una diferencia. La imaginaria piedra filosofal convertía el plomo en oro. Las desintegraciones radioactivas pueden convertir el oro (o, para ser preciso algunos isótopos radioactivos del oro) en plomo, pero no al contrario.  

Pero si las leyes de la física son inmutables, las ideas, ideales y creencias de las sociedades humanas no lo son. Hoy en día, llamar a alguien radioactivo tiene una connotación obviamente negativa. Pauli habría comenzado su famosa carta de otra manera.  

Y sin embargo, todavía es frecuente oír que alguien se ha conducido «como un neandertal», para describir un comportamiento brusco, obtuso, poco reflexivo. La implicación evidente es que los miembros de esa especie eran, al menos en comparación con la nuestra, retardados, inferiores. No en vano nos gusta llamarnos a nosotros mismos sapiens.  

Cualquiera que sepa un poco de historia albergará serias dudas respecto a nuestra supuesta sabiduría. Somos y hemos sido siempre una especie violenta, agresiva, destructiva. El Antropoceno, la era de los humanos (la era del especial tipo de humanos que representa Homo sapiens) se caracteriza por extinciones masivas de especies sin parangón desde el meteorito que acabó con los dinosaurios. No contentos con exterminar a la mitad de la creación, o con jugar con el fuego del cambio climático, parecemos disfrutar aniquilándonos los unos a los otros. No existe ninguna otra especie tan cruel y despiadada como la nuestra.  

Pauli, de hecho, escribe su famosa carta en un estado de angustia existencial. Pero al sabio no le preocupa la destrucción de la que Europa acaba de salir tras la Primera Guerra Mundial, ni le quita el sueño la segunda gran conflagración del siglo XX que ya viene de camino y va a dejar ochenta millones de muertos. No. El ansia del catedrático alemán tiene que ver con la conservación de la energía. Los estudios de los últimos años muestran que los electrones que emite un núcleo radioactivo no tienen siempre la misma energía, contradiciendo, aparentemente, las leyes de la física. En efecto, cuando un núcleo radioactivo se desintegra a otro, emitiendo un electrón, la única energía disponible2 es la diferencia de masas entre el núcleo padre y el núcleo hijo3 que siempre es un poco más ligero. Esa energía debería transferirse íntegramente a la otra partícula presente en la reacción, esto es, el electrón. Pero los resultados de numerosas medidas confirman que, por el contrario, los electrones emitidos en la desintegración exhiben un continuo de energía, sin llegar nunca a la que deberían tener. Parece que la energía no se conserva y en su carta Pauli anuncia, con cierta aprensión, un «remedio desesperado» para evitar semejante blasfemia. Postula, desde la distancia (no se atreve a ir al congreso en persona y manda un asistente con la misiva), la existencia de una partícula fabulosa, que escapa a toda detección, que carece de carga y casi totalmente de masa, que no interacciona con la materia ordinaria…  Un auténtico fantasma, al que llama «neutrón» y que más tarde se convertirá en «el pequeño neutrón» o «neutrino».  

J. J. Gómez Cadenas: «Nación neandertal». Espasa, 2024

Imaginemos ahora que la especie neandertal no se hubiera extinguido hace cuarenta mil años. Imaginemos que, por el contrario, la ruleta de la evolución hubiera desfavorecido a nuestros ancestros. ¿Habrían los neandertales inventado la agricultura, edificado ciudades, descubierto la rueda y la escritura? ¿Habrían construido sus propias versiones de Babilonia, Cartago y Roma? ¿Habría su historia conocido un Cristo y un Buda, un Miguel Ángel, un Newton, un Darwin, un Picasso, un Victor Hugo, un Cervantes, un Einstein? ¿Habrían inventado la pólvora, descubierto la penicilina, fabricado bombas atómicas, mandado un cohete a la luna? ¿Alguien entre ellos, similar a Rainer María Rilke, habría escrito los versos inmortales: «¿Quién si yo llorara me escucharía, entre las jerarquías de los ángeles?». 

¿Podemos imaginar la carta de un Pauli neandertal angustiándose porque la energía no se conserva?  ¿Inventando una partícula invisible para «salvar» esa ley de conservación? 

Es difícil de saber. El registro fósil es escaso y el cerebro, ese amasijo de húmeda materia gris, no deja huellas permanentes. Entre los expertos en neuropaleoantropología, existe un cierto consenso en que la mente de nuestros parientes no era igual que la nuestra. Aunque el tamaño de su cerebro nada tenía que envidiar al nuestro, la distribución de masa encefálica entre las diferentes regiones de ambos es diferente. No es irrazonable especular con que los neandertales fueron más literales, más pragmáticos, más visuales, menos lingüísticos y menos imaginativos que nosotros. Nunca formaron grupos grandes, quizás porque carecían de los mecanismos sociales para cohesionar bandas numerosas. Habitaron Europa durante cientos de miles de años, adaptándose al medio sin apenas dejar huellas de su presencia. Eran grandes cazadores, pero nunca inventaron el arco y las flechas. Excelentes artesanos de la piedra, su técnica, sin embargo, se mantuvo inmutable durante decenas y decenas de milenios. Han dejado pocas trazas de creación artística y pocas evidencias de esa «vida espiritual» que a los Homo sapiens nos lleva a creer en cosas invisibles e intangibles como Dios o los neutrinos.  

Pero no todo lo invisible tiene la misma naturaleza. Quizás la característica más extraña y espectacular de la mente de Homo sapiens es su capacidad de manejarse con diferentes categorías ontológicas de lo invisible. ¿Creían los neandertales en el más allá, en el Valhalla, en la reencarnación? No tenemos forma de saberlo, pero no parece muy probable. Es fácil imaginar a un neandertal perplejo frente a la insistencia de su pariente Homo sapiens, pretendiendo convencerle de que los difuntos disfrutan de una alegre y despreocupada existencia en la Tierra de los Muertos (después de todo, nuestro neandertal, gran observador, sabe que ningún cadáver vuelve a levantarse). Pero es todavía más asombroso que en el siglo XXI, cuando nuestro conocimiento de la biología y la física muestra claramente que somos, al igual que el resto de la creación, sofisticadas y perecederas máquinas biológicas, algunos de nosotros sigan convencidos de que existe «algo más».  

Y sin embargo, nada es tan obvio como parece. La existencia del neutrino, ese fantasma, ese unicornio, esa creación imposible de la mente calenturienta de Wolfang Pauli, fue demostrada 30 años después de postularse y desde entonces dos generaciones de físicos hemos estudiado sus propiedades y su naturaleza con exquisito detalle. Hemos observado neutrinos emitidos por el sol, por las supernovas, por el núcleo terrestre y por los reactores nucleares. Hemos medido su masa, pequeñísima, y algunos, como el que suscribe, nos empeñamos en demostrar que es su propia antipartícula. Si fuera el caso, la física de esta partícula fantasmagórica habría sido crucial en la creación del universo. El neutrino, a pesar de su naturaleza evanescente, es intensamente real. Y a pesar de ser intensamente real, existió primero como una fantasía, fruto de la razón y el deseo.  

¿Quizás ese Homo sapiens peleón, despiadado, charlatán y medio loco, capaz de talar la selva de la lluvia e incendiar la biblioteca de Alejandría es también capaz de percibir que debe existir una «solución desesperada» para salvar su alma, que intuye inmortal? ¿Es esa la gran diferencia con nuestros perdidos primos? Y si lo es, ¿nos hace más sabios, o más necios? No lo sabemos. Como Rilke, sin embargo, nos es dado contemplar el misterioso unicornio, ese animal imposible que comparte un poco de su naturaleza con los neutrinos y con nuestra ansia de eternidad:  

Esta es la bestia que nunca  
    fue. 
No lo sabían; despreocupados,  
amaban su gracia, su manera de caminar  
y su clara mirada.  

No existía. Pero su amor la creó.  
Le dieron espacio, 
Y en ese espacio, radiante y desnudo, 
Levantó su cabeza y casi no necesitó existir.  

No la alimentaron con grano alguno,  
solo con la convicción de que podría llegar a ser. 


Notas

1. «Estimadas y radiactivas damas y caballeros».

2. Usando la célebre fórmula de Einstein, E =mc2.

3. Una nota sobre género. En inglés y en alemán, se habla de «núcleo madre» y núcleo «hija». En ruso, la metáfora del género es mucho más débil, como también lo es en japonés.


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