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Lyndsey Stonebridge. Profesora de Humanidades y Derechos Humanos en la Universidad de Birmingham. Experta en derechos humanos y refugiados, migraciones y efectos de la violencia en los siglos XX y XXI. Escribe regularmente para The New Statesman, Prospect Magazine y New Humanist.

Hannah Arendt (Linden-Limmer, 1906 – Nueva York, 1975). Filósofa y ensayista política alemana, de raza judía. Considerada una de las pensadoras más influyentes del siglo XX. Doctora en Filosofía por la Universidad de Heidelberg. Fue alumna de Martin Heidegger y Karl Jaspers. Huyó del nazismo, primero a París y luego a Nueva York, donde se nacionalizó estadounidense. Sus obras más importantes son Los orígenes del totalitarismo, La condición humanaEichmann en JerusalénSobre la violencia y La crisis de la república.


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M e consta que no es una forma muy educada de comenzar la reseña de un libro decir que la obra me ha caído mal. Una primera razón podría achacarse a lo extremadamente largo del título, que cambia ligeramente respecto del original inglés: We Are Free to Change the World. Hannah Arendt’s Lessons in Love and Disobedience. Según Cela en La rosa, lo más conveniente es que un título tenga dos palabras. Pocas más. Tampoco ha ayudado demasiado la portada —el factor más externo y superficial de la crítica de una obra— pero es que no resulta nada atractiva a pesar de que se ha avanzado tanto en diseño dentro del mundo editorial. Pero estos dos son motivos accidentales. Lo que realmente me ha ido apartando de la lectura ha sido la exposición de la autora: la de Stonebridge, no la de Arendt.

Además, no queda claro cómo clasificar el volumen. ¿Es un estudio del pensamiento de la filósofa alemana?, ¿es una aplicación práctica de sus líneas principales de pensamiento al mundo de hoy con especial atención al Trump de 2016 y a la primavera árabe? ¿Se trata de una biografía? ¿De una biografía intelectual? Nunca queda claro. Quizá por eso el primer capítulo se titula ¿Por dónde empezamos?, como si quisiera subrayar su propia inseguridad sobre lo que pretende pretender. Arranca su relato en 1962, mientras Arendt elabora los artículos que darían lugar a Eichmann en Jerusalén, y repite algunas de las ideas de ese libro sobre lo desconcertante que le resultó la personalidad estereotipada de aquel asesino de masas. De pronto se salta a 1933, el año del exilio de Arendt desde Alemania, y luego a su infancia, y de vuelta a la vida universitaria, y otra vez a Jerusalén, y… Los vaivenes son constantes, aquí y en el resto del libro. Pero en vez de conducir al lector a una reflexión poética o literaria sobre la existencia de la teórica política alemana, crean en él —en mí— desconcierto.

También me desconciertan los a priori de Stonebridge. Igual que le sucedió a Arendt con Eichmann, el lector se va encontrando ante lugares que se convierten en comunes porque la autora no encuentra ocasión ni para justificar por qué se refiere a ellos (¿qué relación tienen con Arendt o con su pensamiento?), ni por qué se refiere a estos en concreto y no a otros ejemplos posibles que abarquen un espectro más amplio del ámbito público, que sean menos previsibles y unilaterales. Así, la primera frase del libro nombra a Trump y relaciona su triunfo en las elecciones de 2016 con un repunte en las ventas de Los orígenes del totalitarismo, una de las obras magnas de Arendt, como si ‘el pueblo’ —viendo que volvían los populismos de la derecha, que nada deben de tener en común con ese ‘pueblo’— encontrara su última tabla de salvación en esta pensadora.

No es la única coincidencia con los lugares comunes contemporáneos. En la página 18 se refiere a la «hecatombe climática», sin más preámbulo, como una verdad asumida e indiscutible. En la página 21 contrasta el ¿totalitarismo? de Estados Unidos (Trump) con la política de la pluralidad que dice que reinan en lugares como Palestina, Líbano y otros puntos de Oriente Próximo a los que se volverá a referir extensamente en otros momentos de la obra (cf. p. 229 ss.). Inmediatamente después (p. 22), reduce la historia de la filosofía a un «canon europeo de hombres blancos», de «intelectuales europeos varones» (p. 38), incluyendo entre ellos al africano (y probablemente no blanco) Aurelio Agustín. Las referencias críticas a Trump y a lo que parecen representar quienes le apoyan se van repitiendo a lo largo del texto. Es llamativo que se haga poniéndolas en paralelo a esos totalitarismos que arrasaron Europa en la primera mitad del siglo XX. Más llamativo todavía resulta que en cambio no vea peligro de totalitarismo ni le merezca comentario alguno la expansión y dominancia de la cultura de la cancelación, de los estudios culturales y de género, del wokismo, tal y como se vienen experimentando en la academia, en la opinión pública y en la política occidental desde hace no demasiados años. Por eso decía más arriba que con frecuencia el libro parece unilateral: no quiere probar algo sino apoyar una postura previamente aceptada, ellos y nosotros.

Quizá pese, en la aproximación de Stonebridge, que la autora de la que escribe «no rendía lo que muchos consideraban la debida reverencia a las normas establecidas del discurso académico» (p. 37). Éste, para Stonebridge, tiene «un tufo misógino» (p. 38) que por supuesto no trata de demostrar con datos. Observamos con cierto estupor cómo la misma Stonebridge decide desembarazarse del discurso académico y mezcla en su texto la vida de Arendt con su propia vivencia al seguir las huellas de la pensadora alemana, que a la vez le sirve como excusa para ofrecernos sus propias valoraciones sobre diversos temas que piensa que son de interés. Así nos vamos enterando de cómo pasó el coronavirus, de su visita a Könisberg o a Marburgo —ciudades significativas en la vida de su ¿biografiada?—, de sus estancias en Atenas o en Beirut, de comentarios que intercambia con su marido, de los paralelismos que trata de establecer entre esas vivencias y la vida y obra de Arendt. Pero no estoy seguro de que logre su propósito. Al menos no lo consigue conmigo.

Un punto a su favor es que Hannah Arendt es una pensadora interesante, y que muchas de sus ideas parecen realmente fructíferas. Aunque esto supone otro reto: ser capaz de exponerlas de modo que se haga luz sobre la riqueza de esas ideas, que no resulten tan obvias que parezcan nuevos lugares comunes que, en realidad, podría haber afirmado cualquiera con dos dedos de frente, lo que iría en detrimento de la supuesta genialidad que esta filósofa del siglo XX al parecer tenía. En ese sentido, la exposición del estudio de Arendt sobre el amor en San Agustín (p. 121–127), tan determinante en el resto de su obra, podría haber dado para mucho más si Stonebridge hubiera tenido más claro que es lo que pretendía al escribir el libro. O la influencia de Heidegger, o de Kant, o de Marx. O la crítica de Arendt al comunismo, ¿al socialismo?, ¿al Muro?

Así, la defensa que hace Arendt del valor de la pluralidad, del pensamiento, de la libertad o de la novedad que supone el nacimiento de cada persona humana, merece mucho aplauso. De hecho, son afirmaciones que aparecen constantemente a lo largo de sus obras, desde Los orígenes del totalitarismo a La condición humana pasando por Sobre la revolución y tantos de sus escritos breves. ¿No hubiera ganado el libro enormemente con una exposición más argumentada de estas ideas, de la influencia en ellas de otros autores (de nuevo, Agustín, Heidegger, el Antiguo Testamento, Jesús), de la relación de la autora con el judaísmo y la tradición teológica (a fin de cuentas, califica a Arendt como «filósofa–teóloga» —p. 101—), de su influencia en la filosofía política posterior? Quizá hubiera ganado: nunca lo sabremos.

Echo también de menos, ahora desde una perspectiva biográfica, un análisis a fondo de las amistades y enemistades de Arendt: Heidegger, apenas apuntado; Jaspers, que desaparece demasiado pronto en el texto a pesar de su inmensa influencia; Mary McCarthy, Scholem o Hans Jonas, etc. Son aquí figuras completamente secundarias, sombras escondidas, precisamente cuando se lleva a cabo el análisis de una autora que promovió ante todo la pluralidad y el diálogo. Además, el material está al alcance de la mano: se han publicado epistolarios extensos e intensos de Arendt con todas estas figuras destacadas.

Pero sobre todo el libro me ha caído mal porque no me agrada que me dirijan con descaro hacia lo que debería pensar. Y eso Stonebridge lo hace de forma perseverante cada vez que transporta las propuestas de Arendt al mundo contemporáneo con inmenso didactismo (¿podría decir maternalismo?). Que proponga un paralelo entre la llegada de Hitler y la política migratoria de Trump (cf. p. 93); que insista en las «ideologías patriarcales» (p. 124) y en lo misóginos que son los grandes pensadores (p. 127) bastándole con esa afirmación como todo argumentario; que encuentre que la verdadera reflexión de Arendt sobre el amor se debió en realidad a su encuentro en los años cincuenta con un autor «negro americano queer» (p. 134); que relacione de pronto a Elon Musk con el comercio de esclavos de Rhodes (p. 143); que no haga ningún esfuerzo por entender la posición de Arendt ante la segregación racial a pesar de dedicarle un espacio desproporcionado (p. 148–159), y que aproveche ese desvío para situar de nuevo a Trump como segregacionista (p. 153), aunque eso no explique que haya recibido numerosos votos entre la población negra en las recientes elecciones de 2024; su rechazo a todo diálogo con personas conservadoras (cf. p. 156); que casualmente empareje a las bondades de Arendt a Bernie Sanders (p. 247) o a «un joven senador llamado Joe Biden» (p. 297); que se refiera a «los legados culturales del fascismo estadounidense desde la elección de Donald Trump» y a su «ejército de matones misóginos» (p. 250 s.); y un largo etcétera, me provoca rechazo, interrumpe mi lectura y —lamentablemente— me hace bostezar pues me recuerda más a argumentos ad hominem en una red social que a una exposición interesante capaz de dar lugar a una discusión significativa.

Lo mejor de este libro es el pensamiento de Arendt, decidirse a vivir junto a ella «el peligro de pensar» (cf. p. 284). Puede lograrse esa experiencia en algunos momentos más expositivos de la lectura. Sin embargo, sería claramente más enriquecedor acudir directamente a las mismas fuentes. Hay pocas experiencias más gratificantes que la lectura serena de Los orígenes del totalitarismo, La condición humana o Eichmann en Jerusalén.


Foto de cabecera: Hannah Arendt. El archivo se puede encontrar en Wikimedia Commons.

Doctor en Filosofía. Universidad Francisco de Vitoria. Madrid.