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Luc Ferry (Colombes, Francia 1951) es filósofo y ensayista. Ha sido ministro de Educación y miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética de Francia. Entre sus libros, destacan El hombre-Dios o el sentido de la vida, Aprender a vivir: filosofía para mentes jóvenes y La revolución transhumanista: cómo la tecnomedicina y la uberización del mundo van a transformar nuestras vidas.


Avance

Toda una tradición filosófica o religiosa —el estoicismo, el cristianismo, el budismo…— ha predicado, durante siglos, la resignación frente a las adversidades de la vida. Luc Ferry, al explicar su propia filosofía, que llama espiritualismo laico, muestra un contundente rechazo hacia esas filosofías de la resignación. Incluye en ellas a Spinoza, cuya sabiduría califica de «inhumana, engañosa e ilusoria». Para Ferry, la verdadera sabiduría consiste en la valentía de negarse a aceptar la realidad y rebelarse contra ella cuando es injusta o cruel.

Actualmente, los avances científicos y médicos ofrecen nuevas posibilidades para esa rebelión contra las desgracias de la vida. Concretamente, y ese es un aspecto central del libro, en la lucha contra el envejecimiento. Tras repasar el contenido de esas sabidurías antiguas y exponer su propia filosofía, Ferry hace una contundente defensa de lo que él llama transhumanismo, y que distingue de lo que considera las fantasías propias de la ciencia-ficción del posthumanismo. Si este piensa en la inmortalidad, el transhumanismo solo habla de prolongar en buenas condiciones la vida humana. Frente a las reticencias que ese proyecto despierta en muchos ámbitos, Ferry se pregunta quién no preferiría ser un humano mejorado antes que un humano muerto. No solo eso; la longevidad más allá de lo conocido hasta ahora nos permitiría —sostiene— seguir luchando por la perfectibilidad, por saber más y ser mejores con el paso del tiempo.

Luc Ferry. «La vida feliz». Funambulista, 2024

En cuanto al espiritualismo laico, consiste en una divinización de lo humano, en ver lo sagrado con rostro humano o en un humanismo no metafísico. A esa base se añade lo que él ha llamado la revolución del amor, una consideración del prójimo en sentido amplio (destacadamente, las generaciones futuras) como objeto de nuestra atención; un altruismo que actúa como si fuese por amor, como si amásemos a los que no conocemos. En conjunto, «una sabiduría trágica, es decir, una sabiduría consciente de sus límites y de su propio fracaso», que no aspira a vivir sin inquietud ni emociones; y en la que «el ideal de la autonomía de un sujeto que recupera, en la medida de lo posible, lo que se le escapa y le determina sin que él sea consciente, sigue siendo una idea reguladora indispensable». El espiritualismo laico se distancia de las sabidurías clásicas, pero también de los filósofos de la sospecha (Schopenhauer, Nietzsche, Marx, Freud…) y del individualismo narcisista de nuestra época.

Lo sagrado no está ausente de la filosofía propuesta por Luc Ferry. Solo que, para él, lo sagrado no es solo lo religioso; es aquello por lo que podemos sacrificarnos y dar la vida, el lugar donde son posibles el sacrificio (aquello por lo que podríamos morir) y el sacrilegio (aquello por lo que podríamos matar). Tampoco está ausente la trascendencia; pero se trata de una «trascendencia en la inmanencia»: es en nuestro interior, en nuestros pensamientos y sensibilidad, donde se revelan los valores, sin argumentos de autoridad o referencias a Dios o la naturaleza. Porque los valores, comunes o universales, superiores y exteriores a nosotros, siguen contando en el espiritualismo laico del autor.


Artículo

E ste libro, cuyo título apenas da pistas sobre su contenido, presenta varias facetas. La primera, por orden de aparición en el texto, es el anuncio de una nueva filosofía, la del propio autor, que él llama espiritualismo laico. Sobre esa filosofía, que detallará más adelante, da ya una primera explicación. Se trata de «pensar las revoluciones que caracterizan nuestra época para extraer no solamente una moral, sino una nueva espiritualidad, una espiritualidad laica», basada en la divinización de lo humano o lo sagrado con rostro humano. Más que en Kant o en la Ilustración, ese espiritualismo laico está arraigado en la «maravillosa visión del mundo que fue el romanticismo republicano en Francia». Es una filosofía que va más allá de la ética; que, de algún modo, deja atrás la religión y que propugna una armonía amistosa con los allegados y con el prójimo. Volverá el autor y volveremos sobre ello más adelante.

Antes, en un primer bloque del libro, Ferry procede a un repaso (también en el sentido de regañina) de las sabidurías clásicas –estoicismo, espinosismo, budismo– que, con el denominador común de aceptar el orden natural de las cosas, proponen la resignación y la aceptación de la realidad. Él –y esta es una premisa para la conclusión del libro– se opone frontalmente a ese pensamiento: «Creo que la verdadera sabiduría reside a menudo en la valentía de negarse a aceptar la realidad en lugar de aceptarla sin más, en nuestra capacidad de rebelarnos para transformarla cuando es injusta o cruel». En otras palabras, le parece «delirante» la idea de poder ser felices cuando una enfermedad, un accidente o un suicidio nos arrebata a uno de nuestros hijos. En esas sabidurías, en fin, no tiene cabida el proyecto de luchar contra la vejez y retrasar la muerte, que es lo que defiende, y de lo que finalmente trata, el libro.

En dicho repaso, tiene un lugar de honor Spinoza. Ferry aboga por «un trabajo de deconstrucción serio de las ilusiones de la metafísica dogmática, de la que el espinosismo es el modelo consumado». Se muestra en contra del «determinismo absoluto» que constituye la base de las sabidurías clásicas y del rechazo de las pasiones tristes, y es el elemento fundamental del espinosismo. «La esencia última de la filosofía de Spinoza consiste, de hecho, en invitar al ser humano a considerarse como algo que no es», escribe, antes de atacar «la sabiduría inhumana, engañosa e ilusoria de Spinoza». El espinosismo y el estoicismo son filosofías «para el buen tiempo», añade Ferry; nos dicen cómo amar al mundo cuando es amable, pero no cuándo no lo es. Él, por su parte, suscribe lo que dice André Comte-Sponville, que «solo una sabiduría trágica, es decir, una sabiduría consciente de sus límites y de su propio fracaso, puede ser adecuada para nosotros»; así como que no aspira a vivir sin inquietud ni emociones.

Espiritualismo laico

El segundo bloque del libro se dedica a explicar con más detalle el espiritualismo laico que propugna el autor. Este surge de la síntesis del humanismo de la Ilustración y del humanismo relacionado con lo que Luc Ferry ha llamado «la revolución del amor». Y marca distancias con las sabidurías clásicas ya referidas, con las grandes religiones, el primer humanismo, los deconstructores o filósofos de la sospecha (Schopenhauer, Nietzsche, Marx, Freud, Heidegger), o el individualismo narcisista de la época actual. «A diferencia de lo que no dejan de repetir hoy en día nuestros pesimistas, la ruptura con el universo de las tradiciones, lejos de sumirnos en una era de vacío y abandono, está dando lugar a nuevos valores y horizontes de sentido que, a su vez, están haciendo posible un proyecto filosófico y político sin precedentes», escribe Ferry.

En cuanto a su espiritualismo laico, enlaza con su proyecto juvenil de fundar un «humanismo no metafísico», una crítica de la metafísica que no derivara en un irracionalismo. Se trataba de reformular los valores del primer humanismo incluyendo lo que la deconstrucción de las ilusiones de la metafísica había aportado de razonable (pese a «sus errores a menudo desastrosos»). Es decir, pensaba y sigue pensando que existe un uso legítimo posible de las ideas de la metafísica después de su deconstrucción.

Dentro de la teoría del espiritualismo laico, sostiene que «el ideal de la autonomía de un sujeto que recupera, en la medida de lo posible, lo que se le escapa y le determina sin que él sea consciente, sigue siendo una idea reguladora indispensable en nuestras vidas». Defiende un nuevo rostro no metafísico, no dogmático y no ilusorio de la trascendencia. En cuanto a la moral y la política, el modelo de Ferry conserva del primer humanismo el ideal de perfectibilidad, de historicidad y de libertad que la autorreflexión corrige y refuerza. Añade a ello la lucha contra la indiferencia, la preocupación por la alteridad, que se distancia del carácter nacional (la «locura nacionalista») de los derechos del hombre de las primeras generaciones, y es inseparable de la preocupación por las generaciones futuras.

La espiritualidad, claro, es básica en el proyecto del autor. Para él, lo sagrado no es solo lo religioso; es ante todo aquello por lo que podemos sacrificarnos y dar nuestra vida, el lugar donde son posibles el sacrificio y el sacrilegio, aquello por lo que podríamos morir o matar. No hay una sola forma de trascendencia; hay también una «trascendencia en la inmanencia»: dentro de nosotros, en nuestros pensamientos o en nuestra sensibilidad, se revelan los valores, dejando al margen argumentos de autoridad o referencia a una heteronomía (Dios, la naturaleza…). Para Ferry, el humanismo no metafísico que compone el núcleo del espiritualismo laico debe aceptar renunciar a buscar en los genes o en la divinidad o en la naturaleza la explicación última de nuestra relación con los valores comunes o universales. En todo caso, los valores continúan apareciendo contra viento y marea como superiores y exteriores a nosotros. La trascendencia en la inmanencia constituye la base de la lógica general del espiritualismo laico; y la noción de horizonte (algo inaprensible, que se aleja) aparece como símbolo del misterio del ser.

El espiritualismo laico seculariza el cristianismo, ya no en lo que respecta a la inmortalidad del alma, sino en la perspectiva de una vida más larga. El cristianismo aportó los pilares que constituirían la base de la democracia, del humanismo moderno y de la espiritualidad laica, nos llevó del mundo aristocrático a la igualdad de derechos, aportó la idea de laicismo con el «a Dios lo que es de Dios», y el espiritualismo laico se presenta en varios aspectos esenciales como heredero de una vasta secularización del cristianismo en el plano moral y político. Para Ferry, el sentido de la vida tal vez resida en ir ampliando nuestra perspectiva con la edad y la experiencia. Al ampliar nuestros horizontes, optamos a una inteligencia mayor, a una mayor comprensión del mundo y a sentir un mayor afecto por los seres que lo habitan. De ese modo, la edad, aunque conlleve situaciones duras, también nos hace el regalo de poder abrir nuestra mente.

A favor del transhumanismo

Consecuente con ello, Luc Ferry se muestra totalmente a favor de las investigaciones científicas que luchan contra el envejecimiento y buscan aumentar la longevidad humana. En este último y esencial capítulo del libro, insiste en separar su defensa del transhumanismo (avalado por eminentes científicos) de las fantasías y delirios posthumanistas representados por Ray Kurzweil. Distingue entre prolongar la vida y la fantasía posthumanista de la inmortalidad. Dejando al margen los anatemas caricaturescos, expone Ferry algunas ideas básicas. Como la defensa de una medicina aumentativa o meliorativa, que complemente la terapéutica. ¿Por qué nos vamos a vetar a nosotros mismos lo que ya hemos hecho con un simple grano de maíz, trigo o arroz transgénico?, se pregunta. Si «el miedo es uno de los caldos de cultivo más propicios para las ideologías conservadoras», hay que ir más allá y preguntarse por lo que se pretende aumentar o mejorar en el ser humano. El objetivo del transhumanismo es que los humanos vivan más tiempo jóvenes y saludables, no fabricar un superhombre ni crear una población de ancianos seniles en sillas de ruedas. El objetivo es llegar a vivir en buenas condiciones ciento treinta, ciento cuarenta, incluso ciento cincuenta años.

También combatir la desigualdad natural, ya que «la lotería genética es ciega, amoral e injusta». Se trata de reparar las injusticias de una naturaleza totalmente indiferente a todo lo que nos atañe o afecta y mejorar la suerte de los humanos menos afortunados al nacer, dándoles la oportunidad de pasar del azar a la elección. La naturaleza no es sagrada ni un modelo moral, sostiene, yendo de nuevo contra las sabidurías clásicas y su sacralización del orden natural del cosmos. «Vivir bien no siempre significa vivir en armonía con el universo natural, sino ser capaz de liberarse de él, incluso combatirlo si es necesario». Aunque nosotros también somos seres de naturaleza, lo mejor que hemos inventado desde el Estado de bienestar para proteger a los más débiles es radicalmente antinatural. Nos toca a nosotros elegir lo que nos gusta y lo que queremos combatir o evitar dentro de la naturaleza.

Por lo mismo, tampoco el genoma humano es sagrado o intocable. «El transhumanismo se basa en una lógica típicamente democrática, que consiste en sustituir la heteronomía por la autonomía, en pasar de las fatalidades que se nos imponen desde el exterior a lo que libremente elegimos que ocurra», escribe Ferry, antes de ocuparse de la base biológica del transhumanismo. Esta consiste principalmente en combatir la desprogramación y la senescencia celulares, y en ambos casos las posibilidades que abre la medicina regenerativa son inmensas, como dice el investigador Jean-Marc Lemaitre. En cuanto a las críticas que despierta el transhumanismo, el autor del libro replica que «la voluntad obsesiva de descalificar a priori» este proyecto esconde la cantinela de siempre de que la sabiduría consiste en aceptar nuestro destino. «¿Quién no preferiría ser un humano mejorado antes que un humano muerto?», añade. Y como no hay nada peor (sobre todo para un ateo, matiza) que la muerte de un ser querido, se muestra convencido de que acabaremos aceptando la modificación del genoma en el momento en que no hacerlo suponga un peligro mortal.

Ferry concluye explicando que el espiritualismo laico propone una nueva faceta del altruismo; un altruismo que no actúa ni por interés ni por deber ni amor, sino como si fuese por amor, como si amásemos a lo que no conocemos. Así, la espiritualidad laica concilia la espiritualidad del amor y la ética del deber. De modo que «vale la pena vivir la vida y, si es posible, durante más tiempo a pesar de la irreversibilidad de la muerte, en primer lugar, para continuar la lucha por la perfectibilidad».


Foto de cabecera: «Fuente de eterna juventud», pintura al óleo sobre madera de Lucas Cranach, el Viejo, que se conserva en la Gemäldegalerie de Berlín. El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.

Periodista cultural.