Valeria Luiselli. Escritora y ensayista mexicana. Es autora de las novelas Los ingrávidos (2011), La historia de mis dientes (2013) y Desierto sonoro (2019), y de los libros de ensayo Papeles falsos (2010) y Los niños perdidos (2016). Ha colaborado, entre otros, en medios como The New York Times, Granta, The Guardian y El País. Sus obras, traducidas a más de veinte lenguas, han sido galardonadas dos veces con el Los Angeles Times Book Prize y con el American Book Award, y en dos ocasiones fueron finalistas del National Book Critics Circle Award. Es profesora en Bard College y profesora visitante en Harvard University.
Avance
«Están envenenando la sangre de nuestro país», es una de las declaraciones que dio el actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, refiriéndose a los inmigrantes que entran al país. Su rechazo por los inmigrantes no es nada nuevo. Cuenta con un largo repertorio de declaraciones en las que lo hace evidente: «Los demócratas dicen: “Por favor, no los llames animales. Son humanos”. Yo digo: “No, no son humanos, son animales”». Sobre una comunidad de haitianos asentada en Springfield, dijo: «En Springfield, se están comiendo a los perros. La gente que llega se come a los gatos. Se están comiendo a las mascotas de las personas que viven ahí».
La lista de declaraciones en las que Trump revela su odio contra los inmigrantes podría seguir, pero lo importante, en este caso, no son sus palabras, sino lo que ellas reflejan del país que lo ha elegido como presidente. Y también, el futuro que se puede augurar para los inmigrantes en Estados Unidos, al menos durante los próximos cuatro años. De hecho, una de las propuestas principales durante su campaña presidencial fue emprender una deportación masiva de inmigrantes ilegales para la cual quiere emplear a las fuerzas militares.
En este contexto, el ensayo de Valeria Luiselli, Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas), tiene una relevancia especial. El libro parte de la experiencia de Luiselli como traductora en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York. Ello le permitió conocer de primera mano las historias de menores de edad que cruzaban la frontera solos, y comprender las dimensiones hemisféricas de la llamada «crisis migratoria».
No es que este libro haya dejado de tener relevancia desde que se publicó hace ya casi diez años, pero a la luz de la victoria de un presidente que abiertamente llama a los inmigrantes «animales», se vuelve, quizás, aún más urgente su lectura y el intento por comprender la realidad de la que huyen estos niños, y a la que llegan.
Artículo
¿Por qué viniste a Estados Unidos?» es lo primero que Valeria Luiselli debía preguntar a los menores que llegaban a la Corte Federal de Inmigración de Nueva York. Es la misma pregunta que ella misma, como mexicana, se hacía, y tampoco sabía responder.
Luiselli llevaba algunos años viviendo en Nueva York junto a su esposo y su hija, como non-resident aliens, es decir, «extranjeros sin residencia permanente». Ella, al igual que los niños a los que entrevistaría, son conocidos como «aliens» en el país. Este término, que se utiliza para nombrar a un ser de otro planeta, con frecuencia concebido como desagradable y peligroso, también se emplea para llamar a cualquier individuo no estadounidense, ya sea residente o no.
Sin embargo, Luiselli llegó al país en una situación muy distinta a la de los niños que entrevistó: con una visa de estudiante para hacer un doctorado en Literatura Comparada en la Universidad de Columbia. Años después, cuando su vida ya parecía acomodarse a esa ciudad, decidió, junto a su familia, optar por un permiso de residencia permanente, o Green Card. Sabía todo lo que ello implicaba: abogados, costo económico, largos meses de incertidumbre y espera, y no poder salir del país mientras esperaban una respuesta a sus solicitudes.
Los Green Card de su hija y su esposo llegaron unos meses después, pero no había rastro del suyo. Luiselli estuvo en contacto con su abogada para averiguar qué había pasado con su permiso de residencia, cuánto tardaría en llegar, qué podía hacer. Hasta que un día, su abogada le informó que debía abandonar su caso: le habían ofrecido un trabajo en una ONG para representar a menores de edad que llegaban al país indocumentados, y para aceptarlo debía abandonar su práctica privada. El país estaba en medio de una «crisis de migración», por lo que había aumentado la demanda de abogados, especialmente de aquellos que hablaran español.
Es aquí donde nace este ensayo, sin que Luiselli sea consciente aún de ello. Le preguntó a la abogada si necesitaban también traductores en la corte. Claro que sí, le respondió. «Creo que gracias a la Green Card perdida, y gracias a que mi abogada abandonó mi caso, me pude involucrar en un problema mayor al mío. Mis tribulaciones de “pending alien”, tan triviales, me condujeron a un problema más urgente», escribe.
El trabajo de traductora consistía en reunirse con menores que estaban en peligro de ser deportados para hacerles las cuarenta preguntas que incluía el cuestionario utilizado en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York. Algunas de ellas eran: ¿Cuándo entraste a Estados Unidos?, ¿Cómo llegaste hasta aquí?, para los niños cuyos padres emigraron antes a Estados Unidos: ¿Mantuviste contacto con tu padre y/o madre?, ¿Te ocurrió algo durante tu viaje a los Estados Unidos que te asustara o lastimara? Era difícil hacer estas preguntas, dice la autora, sabiendo los recuerdos que podían evocar en los niños.
Las preguntas que ella había tenido que responder para optar por la Green Card tenían un tono muy distinto: ¿Tiene usted la intención de practicar la poligamia?, ¿Alguna vez ha incurrido, a sabiendas, en un crimen de bajeza moral? «A pesar de que nada debe ni puede ser tomado a la ligera cuando pides permiso para vivir en un país que no es el tuyo, pues estás siempre en una posición vulnerable, y más aún tratándose de Estados Unidos, es inevitable ignorar el tono casi enternecedor de las preocupaciones del cuestionario de la Green Card y sus visiones de las grandes amenazas del futuro: libertinaje, comunismo, flaqueza moral […]. El cuestionario de admisión para los niños indocumentados, en cambio, es frío y pragmático. Está escrito como en alta resolución y es imposible leerlo sin sentir la creciente certidumbre de que el mundo se ha vuelto un lugar mucho más jodido».
Luiselli debía anotar las respuestas de los niños y traducirlas. Este trabajo, aparentemente sencillo, no lo era en la práctica: «Las palabras que escucho en la corte salen de bocas de niños, bocas chimuelas, labios partidos, palabras hiladas en narrativas confusas y complejas». Este libro sigue el hilo de las cuarenta preguntas que abarca el cuestionario y trata de darle un orden narrativo, no solo a las experiencias de los niños que conoció Luiselli, sino también a la «crisis migratoria» en Estados Unidos.
La crisis migratoria de 2014
Entre octubre de 2013 y junio de 2014, la cifra de menores detenidos en la frontera de México alcanzó los ochenta mil. El aumento abrupto de niños que entraban indocumentados al país, sin padres ni familiares mayores que los acompañaran, hizo que se empezara a hablar de una «crisis migratoria estadounidense» en 2014.
La mayoría de los niños llega del Triángulo del Norte: Guatemala, El Salvador y Honduras. Casi todos huyen de una situación de violencia, provocada generalmente por la presencia de pandillas o «gangs». Muchos buscan reunirse con padres o madres que emigraron a Estados Unidos antes que ellos, o algún pariente con quien han podido mantener el contacto.
Llegar a la frontera de Estados Unidos implica un camino largo, costoso y peligroso, que pone en riesgo la vida de quienes lo emprenden. Muchos niños son acompañados por coyotes1 que cobran entre tres mil y siete mil dólares para transportarlos hasta la frontera. Existe un pacto hablado de que no se les puede acusar de nada si algo sale mal en el camino. Por lo general, viajan en «La Bestia», también conocido como «tren de la muerte», para cruzar México. Esta línea de tren no ofrece servicio para pasajeros, por lo tanto, los niños se deben montar encima de los carros de carga o en los descansos entre vagones. El nombre del tren hace honra a la cantidad de accidentes que ocurren cotidianamente en él. Pero ese no es, por supuesto, el único peligro en el camino. Lo que ocurre en México, afirma Luiselli con rabia y vergüenza, es casi siempre lo peor. El 80 por ciento de mujeres y niñas que cruzan son violadas. Entre abril y septiembre de 2010, se reportaron 11.333 secuestros, y se estima que entre 2006 y 2014 han desaparecido 120 mil migrantes en su paso por México.
Llegar a Estados Unidos no significa que se haya acabado el peligro. Una vez que cruzan la frontera, los coyotes dejan a los niños a su propia suerte. Muchos mueren por deshidratación, hambre y accidentes. Al contrario de lo que uno intuiría, lo más seguro para ellos es ser atrapados por la Border Patrol, pues cruzar solos el desierto es demasiado peligroso. Además, si no entran en ese momento en un procedimiento legal, lo más probable es que permanezcan como indocumentados.
Una vez que los niños son encontrados por oficiales de migración, son conducidos a la «hielera», llamada así por sus siglas en inglés: Immigration and Customs Enforcement (ICE). El nombre también hace referencia al hecho de que estos centros de detención son una especie de refrigeradora enorme —cuenta Luiselli— donde entra un aire gélido y los niños no son tratados como niños, sino como portadores de enfermedades. No siempre tienen una cama para dormir ni se les da suficiente comida. La ley dicta que no deben permanecer ahí más de 72 horas, aunque con frecuencia ello no es respetado.
Luego, son entregados a la Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR), la cual los conduce a un albergue cercano que los ayuda a contactar con el adulto que vaya a hacerse cargo de ellos. Los guardianes casi siempre son también indocumentados. Presentarse con el menor en la corte es entregarse al sistema del que se han escondido por años, y ponerse en una situación de absoluta vulnerabilidad. Aun así, afirma Luiselli, «desde que se declaró la crisis, se han presentado decenas de miles de niños recién llegados en compañía de sus guardianes».
Si los niños no son mexicanos (los que sí lo son casi siempre son deportados inmediatamente), la ley americana les garantiza el derecho a un juicio formal en la corte federal de migración. Antes de la Crisis migratoria del 2014, los niños tenían 365 días para encontrar un abogado. El gobierno de Barack Obama creó el «priority juvenile docket», que redujo ese tiempo a 21 días. El resultado directo de ello es que muchos más niños son deportados antes de tener tiempo de encontrar un abogado o abogada que los defienda. Las organizaciones civiles y grupos humanitarios tuvieron que enfrentarse a la crisis y necesitaron el apoyo de abogados dispuestos a trabajar pro bono. Entre ellos, la abogada que solía trabajar con Luiselli.
Pero no todos los casos se pueden tomar. El objetivo del cuestionario que traducía Luiselli era reunir material suficiente para sopesar si el menor de edad es «defendible» o no. Las preguntas del cuestionario son diseñadas por abogados de grupos defensores de derechos de menores para evaluar si un niño tiene posibilidades de conseguir asilo político o una visa especial para migrantes menores de edad. Pueden optar por ellas si han sido víctimas de trata de personas, de abuso o abandono por parte de alguno de sus padres en su país de origen, si han sido perseguidos por su raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenencia a un grupo social particular, o si han sido víctimas de crímenes dentro de Estados Unidos.
«El problema es que las historias de los niños siempre llegan como revueltas, llenas de interferencia, casi tartamudeadas. Son historias de vida tan devastadoras y rotas, que a veces resulta imposible ponerles un orden narrativo». Además, historias que difícilmente querrán contarle a una extraña que acaban de conocer. Para la autora, era difícil trazar la línea entre la traducción y la interpretación para lograr que estas experiencias se conviertan en un relato coherente que pueda circunscribirse a las categorías legales que podían ayudar a los niños a escapar definitivamente del lugar del que venían.
Los «mejores» casos —afirma Luiselli— son las peores historias. Cuando el niño no puede ser vinculado a ninguna categoría legal que le permita optar por una visa, lo más probable es que sea deportado sin juicio previo.
La historia de Manu
«Algunos periódicos anuncian la llegada de los niños indocumentados como se anunciaría una plaga bíblica: ¡Cuidado! ¡Las langostas! Cubrirían la faz de la tierra hasta que no quede exento ni un milímetro —estos amenazantes niños y niñas de piel tostada, de ojos rasgados y cabellera obsidiana. Caerán del cielo, sobre nuestros coches, sobre nuestros techos, en nuestros jardines recién podados. Caerán sobre nuestras cabezas. Invadirán nuestras escuelas, nuestras iglesias, nuestros domingos. Traerán consigo su caos, sus enfermedades contagiosas, su mugre bajo las uñas, su oscuridad», escribe Luiselli.
Los niños arriesgan sus vidas para llegar a un país que no los quiere ahí, que hace todo lo posible para deshacerse de ellos. «Pero la gente decide, no obstante los peligros, correr el riesgo», afirma Luiselli. ¿Por qué? No solo siguen haciéndolo, sino que va en aumento la cantidad de niños que intenta cruzar la frontera, de familias que deciden que lo más conveniente para ellos es convertirse en indocumentados. No se trata de alcanzar el «sueño americano»; es que no tienen otra opción, afirma Luiselli. Basta con conocer uno de los testimonios que registró la autora para comprenderlo. Se trata de una de las primeras entrevistas que hizo, a un niño hondureño de dieciséis años.
«Le hago a Manu la pregunta treinta y cuatro, que suele ser la que abre la caja de Pandora, pero también la que le da al entrevistador el material más valioso para armar un caso a favor del menor: ¿Alguna vez tuviste problemas con bandas del crimen organizado en tu país? Manu me cuenta una historia confusa, revuelta, sobre la MS-13 [Mara Salvatrucha] y la 18 [Calle 18], y las luchas de poder eternas entre ambas bandas. Unos lo querían reclutar, los otros lo estaban cazando. Un día, cinco miembros de la 18 lo esperaron a él y su mejor amigo afuera de la escuela. Cuando los vieron ahí parados, supieron que no iban a poder hacer nada contra tantos. Así que los dos decidieron correr. Los siguieron. Corrieron dos, tres cuadras. No se acuerda cuántas cuadras. Hasta que sonó el sonido seco de un disparo. Todavía corriendo, Manu se volteó: le habían dado a su amigo. Siguieron más balazos, y él siguió corriendo, hasta que encontró una tienda abierta y se metió».
«Pregunta treinta y cinco; pregunta treinta y seis: ¿Has tenido problemas con el gobierno de tu país alguna vez?» Manu responde: «Ponle ahí en tu libreta que no hacen nada por nadie como yo, que ese es el problema». Después del enfrentamiento con la pandilla que mató a su amigo, Manu llamó a su tía en Nueva York, y decidieron que lo mejor sería que saliera de Honduras. No volvió a salir de casa hasta que llegó el coyote para llevarlo a la frontera. No fue al funeral de su amigo.
En la entrevista, Manu sacó de su bolsillo un papel doblado varias veces: era la denuncia que había levantado en Honduras, meses antes del incidente con su amigo. La policía no hizo nada en ese momento, pero ahora, ese papel se había convertido en un objeto valiosísimo para Manu: era una prueba que lo convertía en un gran candidato para que un despacho prestigioso de abogados tomara su caso. Y así fue.
«A lo largo de los meses he entrevistado a decenas de niños, y suelo recordar con claridad la mayoría de sus caras y voces. Pero se me confunden y mezclan las historias que cada uno me va contando a medida que avanzamos por las preguntas del cuestionario, quizá porque, aunque las historias de todos ellos son distintas, cada una es un fragmento de una historia compartida más amplia». La mayoría han sido abandonados por sus padres, viven rodeados de violencia sistémica, corrupción, con miedo. Todo ello, dice Luiselli, da cuenta de un mismo hecho: «Vivimos en un continente en donde está desapareciendo, o quizá desapareció ya, la noción de comunidad».
Las dimensiones hemisféricas de la crisis migratoria
La «crisis migratoria» abarca solo el hecho de la llegada de miles de niños a Estados Unidos y las posibles consecuencias que ello tendrá para el país. La solución se orienta a responder: ¿Qué hacemos con estos niños?, que es sinónimo de: ¿Cómo nos deshacemos de ellos? Nadie trata de extender la noción de una crisis hacia sus raíces más profundas, ni sugiere una responsabilidad global compartida, ni que se deba buscar una solución real para los destinos de esos niños, afirma Luiselli.
Para la autora, este fenómeno es bastante mal comprendido. Se piensa como un problema de «ellos», los bárbaros del sur, del que «nosotros», los civilizados del norte, no tenemos por qué hacernos cargo. «Pero la realidad es otra: las guerras del narco se están peleando en las calles de San Salvador, San Pedro Sul, Iguala, Tampico, Los Ángeles y Hempstead. Las causas y raíces de la situación actual tienen vínculos hemisféricos; y las consecuencias, por ende, tienen un alcance también hemisférico», sostiene la autora.
«Los circuitos de producción, tráfico y consumo de drogas son una red global mucho más amplia y compleja, cuyo tamaño y alcance real seguramente ni imaginamos. Pero sería un avance, cuando menos, que hubiese un reconocimiento oficial por parte de nuestros gobiernos de las dimensiones hemisféricas del problema, así como del hecho de que hay una interconexión absoluta entre fenómenos como la guerra del narco, las pandillas centroamericanas, el trasiego de armas desde Estados Unidos, el consumo de drogas y la migración masiva de niños del Triángulo del Norte a Estados Unidos a través de México. Nadie, casi nadie, desde el lado de los productores hasta el de los consumidores, está dispuesto a aceptar su papel en el gran espectáculo de la devastación de la vida de estos niños. Sería un avance hablar del tema como una guerra hemisférica porque obligaría a repensar el lenguaje mismo en torno al problema y, por lo tanto, la posible dirección futura de políticas públicas para afrontarlo. Los niños que cruzan México y llegan a la frontera de Estados Unidos no son “migrantes”, no son “ilegales”, y no son meramente “menores indocumentados”: son refugiados de una guerra y, en tanto tales, tienen derecho al asilo político».
«No sé si a la larga sea más barato o más caro, pero supongo que le resulta más conveniente a los gobiernos de México y Estados Unidos invertir millones de dólares y de pesos en operativos militares, muros y drones para evitar el paso de “niños ilegales” que asumir la responsabilidad de integrar a “niños refugiados” en su sociedad».
¿Por qué viniste a los Estados Unidos?
La hija de Valeria Luiselli es un personaje recurrente a lo largo del ensayo. Es pequeña; tiene, seguramente, la misma edad que muchos de los niños que la autora entrevistó en la corte. Es imposible no comparar la vida de esta niña, también de padres migrantes, también mexicana, con la de aquellos que pasan por las oficinas de las cortes migratorias. Su madre se pregunta si habría sido capaz de sobrevivir el camino que recorrieron los niños que entrevistó. En un pasaje, Luiselli narra cómo, en un viaje por auto que emprende con su familia, se voltea con frecuencia a mirar a su hija, constatar su respiración. Nos recuerda por un momento qué es, o debería ser, el trato normal hacia un niño, y su fragilidad.
Luiselli le cuenta a su hija las historias de los niños que entrevista (lo que considera adecuado contarle), y la niña se obsesiona con ellas. Los llama los «niños perdidos». Le pregunta a su madre con insistencia: ¿Cómo terminan estas historias?, ¿qué pasa después?, esperando acaso que se reencuentren con su familia, un final feliz. Luiselli es honesta: Todavía no sé cómo termina.
La historia de Manu, por ejemplo, no termina donde la dejamos. Se mudó a Hempstead, un pueblo en Nueva York, con su tía. Ahí, se encontró con la misma realidad de la que huía: el barrio estaba lleno de pandilleros de la MS-13 y de la 18 que lo querían reclutar. Los miembros de la 18 lo atacaron y le rompieron los dientes, y los de la MS-13 lo protegieron. Una vez más, estaba en el centro de la violencia.
Responder por qué estos niños fueron a Estados Unidos no es fácil. «¿Por qué arriesgamos la vida para venir a este país? ¿Por qué y para qué migraron, si, como en una pesadilla circular, vinieron a encontrarse aquí, en sus nuevas escuelas, sus nuevos barrios, sus nuevas calles, con algunas de las mismas circunstancias de las que habían tratado de huir?», pregunta la autora. Como lectores nos preguntamos, al igual que la hija de Luiselli, ¿cómo terminan estas historias? ¿Es posible que haya un final feliz? Estas historias aún no acaban, nos dice Luiselli. Sin embargo, no es difícil imaginar que las cosas no mejorarán, al menos durante el próximo periodo presidencial.
Leer estas historias puede resultar duro y frustrante. Aun así, es importante que estas historias se escriban y se escuchen, porque, como dice la autora, «quizá, la única manera de empezar a entender estos años tan oscuros para los migrantes que cruzan las fronteras de Centroamérica, México y Estados Unidos sea registrar la mayor cantidad de historias individuales posibles. Escucharlas una y otra vez. Escribirlas una y otra vez. Para que no sean olvidadas, para que queden en los anales de nuestra historia compartida y en lo hondo de nuestra consciencia, y regresen, siempre, a perseguirnos en las noches, a llenarnos de espanto y de vergüenza. Porque no hay modo de estar al tanto de lo que ocurre en nuestra época, en nuestros países, y no hacer absolutamente nada al respecto».
Foto de cabecera: Customs & Border Protection de Estados Unidos en Arizona. CC Wikimedia Commons.
- Personas que ayudan a migrantes a cruzar fronteras y territorios de manera irregular ↩︎