Tiempo de lectura: 7 min.

Bruno Meyerhof Salama. Profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de California en Berkeley y catedrático de Derecho en Escuela de Derecho de la Fundaçao Getulio Vargas (São Paulo, Brasil).

Leonidas Zelmanovitz. Licenciado en Derecho por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Brasil, y doctor en Economía por la Universidad Rey Juan Carlos (España). Miembro de Liberty Fund.


Avance

¿Son eficaces los aranceles a las importaciones como instrumento de las políticas económicas?, ¿logran solventar los desequilibrios comerciales y potenciar la fabricación local? Los autores de este artículo analizan una cuestión que vuelve a estar de actualidad en Estados Unidos. Recuerdan que, en el pasado, ese tipo de medidas se adoptaron bajo el paraguas del patrón-oro o con un sistema fijo de tipos de cambio. Pero actualmente el mundo entero opera bajo tasas de intercambio variables, por lo que la respuesta en las importaciones es diferente. De suerte que «los aranceles no dejan de ser una forma de impuestos», afirman. Funcionan como un gravamen indirecto a las importaciones: el Gobierno obtiene ingresos adicionales sin tener que aprobar impopulares subidas de impuestos, pero los que, al final, pagan la diferencia son las empresas y los consumidores.

Además, no constituyen un instrumento eficaz para reducir el déficit presupuestario de EE.UU., pues el volumen de los ingresos generados por los aranceles es insignificante en comparación con la escala del déficit fiscal. Para solucionar este, se debería abandonar «una medida proteccionista caduca y centrarse en realizar reformas económicas que merezcan la pena», consideran los autores. Comenzando por políticas fiscales sensatas que solventen los problemas estructurales reales causantes de los desequilibrios comerciales, en lugar de imponer barreras artificiales al comercio.


Artículo

H

ace ya algún tiempo que el debate público en Estados Unidos gira en torno a la eficacia de los aranceles a las importaciones como instrumento de las políticas económicas. ¿De verdad logran solventar los desequilibrios comerciales y potenciar la fabricación local? ¿Es el proteccionismo fundamental para garantizar la prosperidad?

A lo largo de toda la historia de Estados Unidos, siempre se ha atribuido a los aranceles esta función. El primer secretario del Tesoro del país, Alexander Hamilton, fue también el primero en imponer fuertes aranceles con el objetivo de combatir las importaciones británicas, bajo el argumento de que era necesario proteger su recién nacida industria nacional para que esta pudiera desarrollarse y competir. La estrategia de Hamilton, sin embargo, también incluía ayudas al sector e inversión en infraestructura. Fueron estas las políticas que permitieron sentar las bases de la industrialización de Estados Unidos.

En el siglo XIX, se recurrió a los aranceles (en especial al arancel Morrill, de 1861) para salvaguardar la producción local frente a la competencia europea, al tiempo que se obtenían ingresos adicionales. Los gobiernos de la edad dorada estadounidense, marcados por las mayorías republicanas, adoptaron tres pilares fundamentales en sus políticas económicas: una moneda estable basada en el patrón-oro, un mercado doméstico con una regulación moderada favorable para las empresas, y los aranceles, en una función doble como fuente de recursos y medida proteccionista. A principios del siglo XX, los aranceles continuaron siendo esenciales en las políticas comerciales. La Ley arancelaria Smoot-Hawley, de 1930, aspiraba a proteger a los granjeros y fabricantes estadounidenses, pero en la actualidad se le atribuye el recrudecimiento de la Gran Depresión. Otras naciones contraatacaron con medidas similares, lo que redujo el comercio mundial y agravó la crisis económica.

Todos estos ejemplos históricos tienen una característica fundamental en común: se produjeron al amparo del patrón-oro o de un sistema fijo de tipos de cambio. Bajo dichos regímenes, es posible que en ocasiones los aranceles contribuyan a reducir los desequilibrios comerciales, pero no tanto por la devaluación de la moneda como por la realización de ciertos ajustes internos, como la presión deflacionaria o una demanda local más baja.

Dentro de un sistema fijo de tipos de cambio o con patrón-oro, las políticas monetarias se ven constreñidas, por lo que el déficit comercial se regula a través de la modificación de los precios y salarios nacionales, y no tanto por la depreciación de la moneda. Si se reducen las importaciones por medio de aranceles, la fuga de oro y de reservas de divisas se ralentiza, lo que estabiliza el suministro monetario. Sin embargo, dado que la tasa de intercambio permanece fija, es necesario reestablecer la competitividad bajando los precios y salarios nacionales, lo que suele conllevar una menor demanda local.

Los aranceles también crean un mercado protegido para la industria nacional, al encarecer los bienes de importación y fomentar la producción regional. Sin una devaluación de la moneda que beneficie a los competidores extranjeros, los fabricantes nacionales adquieren un entorno estable en el que expandirse. Además, los ingresos generados por los aranceles sirven para financiar infraestructuras y subvenciones al sector, lo que estimula aún más el desarrollo económico. Esta fue la estrategia que hizo posible la industrialización de Estados Unidos en el siglo XIX, y que adoptaron, con similares características, Alemania y Japón.

Sin embargo, la existencia de un patrón-oro o un sistema fijo de tipos de cambio bajo el que funcionar no implica que los aranceles fueran una solución perfecta. De hecho, con frecuencia lo que hicieron fue proteger sectores industriales poco eficaces, elevar los precios de consumo y provocar represalias por parte de los demás países. Los tipos de cambio fijos lograrán hacer los aranceles más tolerables, pero nunca convertirlos en una solución económica realmente positiva.

En la actualidad, el mundo entero opera bajo tasas de intercambio variables, por lo que la respuesta en las importaciones es diferente. Si un país impone aranceles, lo habitual es que su moneda se revalorice conforme el flujo de capital se va ajustando y la demanda de moneda extranjera cae. Esto encarece las exportaciones y abarata las importaciones, lo que neutraliza las supuestas medidas proteccionistas del arancel.

Los desequilibrios comerciales se resuelven sobre todo a través de las fluctuaciones monetarias, y no tanto con la modificación de la producción nacional. Los aranceles se convierten, por tanto, en una herramienta contraproducente con la que enfrentarse al déficit comercial. En lugar de potenciar la fabricación nacional, tiende a reforzar la moneda, lo que contrarresta el efecto que se esperaba conseguir sin lograr que la industria gane competitividad, puesto que las auténticas causas del desequilibrio (la tasa de ahorro nacional, la formación de capitales o la productividad de la mano de obra) se mantienen bajo las mismas condiciones que antes.

Si no hacen lo que deberían, ¿para qué sirven?

Si los aranceles no logran reducir de manera significativa los desequilibrios comerciales, ni potenciar la fabricación local, entonces, ¿para qué sirven? La respuesta automática sería decir que para recaudar impuestos. Los aranceles funcionan como una forma de gravamen indirecto a las importaciones. Aunque las empresas y los consumidores sean los que acaban pagando la diferencia, el Gobierno obtiene ingresos adicionales sin tener que aprobar impopulares subidas de impuestos.

Los votantes conservadores suelen ver con malos ojos cualquier aumento de la presión fiscal, pero los aranceles proporcionan una conveniente fuente alternativa de ingresos que no afecta de forma negativa a la imagen del político, puesto que pueden justificarlos como una manera de presionar a la competencia extranjera y ganarse, así, a un grupo demográfico de naturaleza por lo general escéptica.

Al igual que los impuestos directos, los aranceles no tienen por qué provocar una inflación generalizada, puesto que solo alteran el precio relativo de los bienes gravados. La revalorización monetaria que surge tras su imposición puede compensar en parte el aumento de los precios en las importaciones. Visto desde una perspectiva fiscal, lo que los aranceles hacen es enriquecer las arcas del Estado a costa del sector comercial.

Sin embargo, todavía queda por mencionar una consecuencia clave: la subida de impuestos. Puede que se intente presentar los aranceles como una medida económica nacionalista, pero su efecto fiscal más inmediato es recaudar más fondos para el Gobierno. Aunque sus defensores los vendan como una herramienta para la protección del empleo y la producción nacional, esto no es más que un efecto ilusorio generado por las tasas de intercambio variables. Sus beneficios serán, en el mejor de los casos, temporales, y todo ello suponiendo que su implantación no derive en una guerra comercial

¿Pueden resolver el problema del déficit estadounidense?

Entonces, si los aranceles no son más que una subida de impuestos mal disimulada, ¿pueden aun así constituir una herramienta viable contra el déficit presupuestario de Estados Unidos? Lo cierto es que no. El volumen de los ingresos generados por los aranceles es insignificante en comparación con la escala del déficit fiscal, y los beneficios financieros que pudieran conllevar no logran compensar los enormes inconvenientes económicos.

El déficit estadounidense es producto del gasto en programas de ayuda social, de la política fiscal y de otros factores estructurales más amplios, pero ninguna de estas causas se combate eficazmente con impuestos a las importaciones. Por el contrario, estos aranceles generan respuestas revanchistas en los demás Estados, lo que daña las exportaciones y perjudica a las empresas que dependen de cadenas de suministros internacionales. Tampoco abordan la raíz de los desequilibrios comerciales, surgidos más de las condiciones macroeconómicas que de unas prácticas comerciales injustas.

Tomemos como ejemplo la compra de activos estadounidenses desde el exterior. Los inversores que adquieran bonos del Estado tendrán que hacerse primero con dólares estadounidenses, con el consiguiente incremento de su demanda. Esto significa que, si todo lo demás se mantiene igual, los desequilibrios federales, estatales y locales crearán una demanda artificial del dólar que impulsará el ascenso de la tasa de intercambio. Si los Estados Unidos contuvieran sus déficits, la demanda del dólar descendería, lo que haría que los productos fabricados en el país resultaran más competitivos en todo el mundo.

Una alternativa mejor: la responsabilidad fiscal

Los aranceles a las importaciones no logran restaurar la competitividad de los productores estadounidenses en un contexto de tipos de intercambio variables. Únicamente un retorno a la disciplina fiscal podría conseguirlo. Los casos de consolidación fiscal tanto históricos como recientes nos han demostrado que es posible reducir el déficit en una democracia cuando se reúne la suficiente voluntad política. Un déficit menor reduciría la artificial demanda de dólares estadounidenses, con lo que cotizarían menos y, por tanto, la competitividad de los productos estadounidenses mejoraría por sí sola.

Es posible que los aranceles constituyan una medida política popular, pero en el contexto de unos tipos de intercambio variables, no logran corregir los desequilibrios comerciales ni potenciar la industria local. Por el contrario, funcionan a grandes rasgos como una subida de impuestos que afecta de manera desproporcionada tanto a los consumidores como a las empresas que dependen de los bienes comerciales.

La conclusión es que, si los políticos de verdad pretenden solucionar las dificultades fiscales y comerciales a las que se enfrentan los Estados Unidos, deberán abandonar una medida proteccionista caduca y centrarse en realizar reformas económicas que merezcan la pena. Las economías fuertes y competitivas no surgen de imponer barreras artificiales al comercio, sino de establecer políticas fiscales sensatas que solventen los problemas estructurales reales causantes de los desequilibrios comerciales.


Artículo publicado por Salama y Zelmanovitz el 5 de febrero de 2025 en Law & Liberty, que puede consultarse aquí. Lo reproducimos en Nueva Revista con la autorización de Law & Liberty, a quien se lo agradecemos. Traducción del inglés al español de Patricia Losa Pedrero.

Foto: Contenedores apilados en el puerto de Rotterdam, Países Bajos. El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.

Bruno Meyerhof Salama es profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de California en Berkeley y catedrático de Derecho en Escuela de Derecho de la Fundaçao Getulio Vargas (São Paulo, Brasil). Leonidas Zelmanovitz es licenciado en Derecho por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Brasil, y doctor en Economía por la Universidad Rey Juan Carlos, España. Miembro de Liberty Fund.