Jorge Lago Blasco. Profesor de Teoría política contemporánea en la Universidad Carlos III de Madrid, editor de Lengua de Trapo y autor, entre otros, de Política y ficción (Península, 2023).
Avance
A pesar de su origen a finales de los años 30 del siglo XX como voz de alarma contra la discriminación racista, y de su extensión a finales del siglo a otras formas de discriminación, la expresión woke ha llegado hoy a designar, a izquierda y a derecha, casi lo contrario: una particularidad o singularidad irreductible y, a juicio de sus críticos, excesiva e incompatible con los consensos políticos y culturales que habrían definido nuestras democracias. Este artículo se pregunta por las razones de esta evolución, más bien involución, en el uso de la expresión woke, de cómo y por qué ha pasado de afirmar positivamente una diferencia a ser expresión del exceso de las diferencias. ¿Supone la crítica a lo woke una confrontación con los peligros del particularismo frente a alguna forma de universalismo en crisis, o esta crítica ha acabado conformando, bien al contrario, un juego de espejos con lo woke mediante el que, denunciando una particularidad incompatible con los consensos y verdades compartidas de la política moderna, acaba ocupando el mismo lugar que denuncia: una identidad particularista más, nostálgica de un pasado que ya no será, y amenazada existencialmente por eso que identifica con lo woke? Este artículo concluye preguntándose si la crítica a lo woke no ha acabado conformando ese juego de espejos que llamamos guerra cultural, mediante el que se enfrentan sin tregua identidades particulares en ausencia de un horizonte político de futuro capaz de articular las diferencias sin despreciarlas, someterlas o jerarquizarlas.
Artículo
Partamos de una primera afirmación: lo woke es hoy el nombre una diferencia inaceptable e, incluso, de una amenaza a un orden de posiciones (culturales, económicas, identitarias…) que, mediante la identificación del antagonista woke, pretende preservarse. Lo woke, hoy, no describe tanto una realidad como un temor de, o una amenaza a, quien lo nombra.
Lo woke se presenta así como un espectro que aglutina o concreta los miedos de quien emplea la expresión para definir al otro. Repetiré esta idea porque es, creo, central: lo woke dice más de quien hace uso de esta expresión para nombrar una diferencia vivida siempre como una amenaza existencial que de la diferencia misma que dice o pretende nombrar.
No es este, lo sabemos bien, el origen de la expresión woke o, más concretamente, stay woke. De hecho, todo empezó al revés: se trataba de estar alerta, despiertos o conscientes ante la discriminación y la exclusión, es decir, ante un reconocimiento material y simbólico negado. Ese era el sentido con el que Huddie William Ledbetter, conocido como Leadbelly, terminó una de sus canciones en 1938: estad alerta frente a las injusticias que sufren las personas negras. Casi un siglo después la expresión se convertiría en seña de identidad de las movilizaciones que recorrieron los EE. UU. tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis el 25 de mayo de 2020. Durante la segunda legislatura de Obama, sí.
Lo woke era por tanto expresión de una reivindicación e, incluso, de una afirmación de valor: las vidas negras importan, tienen valor aunque este sea frecuente o sistemáticamente negado o menospreciado. De las vidas negras lo woke pasó a nombrar, también lo sabemos, otras formas de valor social: el de mujeres acosadas sexualmente o discriminadas laboralmente, el de migrantes y sujetos racializados, el de disidentes del binarismo de género y de las lógicas culturales de los valores familiares. Distintos sujetos alerta o conscientes ante la (in)diferencia de su valor social. Esto tan elemental parecía querer decir lo woke… hasta que acabó significando otra cosa bien distinta, acaso opuesta.
El significado se da la vuelta
La pregunta que quizá debamos hacernos tiene que ver con las razones de esta inversión, no solo en el uso de la expresión woke, sino en el sujeto que la emplea y en el objeto al que se dirige. Qué nos explica que lo woke haya pasado de afirmar positivamente una diferencia a convertirse en una diferencia amenazante e inaceptable. Por qué, en suma, las extremas y no tan extremas derechas, pero también parte no desdeñable de pensadores y políticos de izquierda, han convertido lo woke en un campo de batalla.
La crítica a lo woke, tanto de izquierdas como de derechas, tiende a explicar este desplazamiento distinguiendo inconscientemente entre la forma y el contenido de las demandas que identifica como woke. La forma se manifestaría, según esta crítica, en un exceso inaceptable correspondiente a las modalidades de su protesta y reivindicación, englobadas habitualmente en el significante «cancelación»: lo woke cancela, vale decir, atenta, dicen, contra las libertades en lugar de reivindicarlas. El contenido del discurso woke tiende, por su parte, a ser identificado con un riesgo: lo woke sería, en el peor de los casos, el responsable y, en el mejor, la expresión de la crisis —quizá irreversible— de alguna forma de universalismo, de un consenso sustantivo e, incluso, de una cultura o verdad compartida.
Empecemos por el contenido, luego llegaremos a la forma. Lo woke es acusado por sus críticos de estar en el origen de la crisis, incluso del final, de aquello que permitía un amplio consenso político y una sólida cultura común. O, si se prefiere una formulación algo más elevada, lo woke es lo que amenaza, para algunos de muerte, a los universales que habían orientado y ordenado la vida política en Occidente. Lo woke sería así un juego de diferencias o particularidades irreducibles que, al quererse y afirmarse como tales diferencias o particularidades, pondría en cuestión la posibilidad misma de una casa común y de un horizonte compartido.
Esta crítica a lo woke parte, claro, de una premisa tan sorprendente como discutible: Hubo un tiempo, no lejano, en el que algo generaba unidad, orden compartido y común aceptación de las diferencias, ese algo que lo woke estaría arruinando. Pero, ¿cómo podría hacerlo? ¿De dónde saca lo woke la fuerza cultural y política capaz de arruinar los grandes consensos y los bellos universales que sostuvieron una cultura común? Qué extraño poder el de lo woke para desbaratar tan elevados principios e ideales.
El consenso se rompe: ¿qué consenso?
Claro que quizá las cosas sean un poco distintas. Igual las identidades y demandas asociadas con lo woke tienen la capacidad de arruinar los grandes consensos y las bellas verdades compartidas porque las identidades y demandas que asociamos con lo woke muestran, simplemente, que esos consensos nunca fueron tan universales ni esas verdades tan compartidas. Que los universales no suprimían las diferencias sino que se apoyaban en ellas e incluso las generaban, que lo universal iba de la mano de exclusiones, jerarquías, diferencias de valor y reconocimiento (de clase, género, origen nacional o étnico, preferencias sexuales o culturales, etc.). La pregunta, pues, es si eso que se asocia habitualmente con lo woke no dice, con su sola presencia, una cierta verdad siempre velada: que los consensos y las verdades compartidas nunca fueron una experiencia histórica realizada y plenamente compartida, sino una aspiración o una fantasía, en cualquier caso una proyección que dejaba fuera de sí algo, un resto, una parte del cuerpo social que, al despertar y manifestarse, lo arruina con su sola presencia.
Cuando ciertas izquierdas contemporáneas denuncian lo woke como una traición o trampa a la clase obrera como sujeto unitario de la historia, ¿no evaden la incómoda evidencia de que los colectivos LGTBIQ+, los trabajadores migrantes o las distintas identidades y movimientos que asociamos con lo woke nunca formaron parte de ese sujeto universal porque quedaron al margen o en los márgenes de sus idearios, aspiraciones y programas?
Cuando se añora hoy, con un regusto de nostalgia indisimulada, el modelo de integración y justicia social de los llamados Treinta Gloriosos, ¿no se vela interesadamente que el sujeto que representaba ese modelo de inclusión social era un trabajador blanco casado y heterosexual, y que detrás, debajo o en la sombra de su salario, su reconocimiento y su relativo poder social aguardaban en posiciones subalternas mujeres, trabajadores migrantes no sindicados o personas LGTBIQ+, por ejemplo?
Cuando un liberal progresista como Mark Lilla critica duramente el discurso político con el que Hillary Clinton se enfrentó a Trump en la campaña presidencial de 2016, y lo hace señalando la renuncia a toda referencia común, a la ciudadanía y a un «nosotros» amplio y orientado por un horizonte compartido; cuando señala a continuación que este abandono se produce en favor de una apelación diferenciada a minorías e identidades políticas particulares, ¿qué se está denunciando? ¿Una mala elección comunicativa de Clinton en favor de la política de la identidad o una dificultad común a todas las fuerzas progresistas occidentales? Y, al poner en Clinton o en la política de la identidad la responsabilidad única de ese abandono del viejo universalismo demócrata, ¿hace Lilla algo más que añorar un pasado en el que ese universalismo funcionaba electoralmente, en el que feministas, nuevos y viejos migrantes, homosexuales, lesbianas… podían sentirse interpelados bajo el paraguas de los significantes «ciudadano», «bien común» o, simplemente, «norteamericanos»? ¿Dice algo Lilla de cómo podría hoy un discurso político articular las diferencias que atraviesan al electorado?
Más allá de la nostalgia por los buenos viejos tiempos del consenso y la cultura común, ¿nos dice algo Lilla, y los muchos que se apoyan en él, acerca de por qué las diferencias pudieron un día subsumirse en una identidad amplia y hoy ya no parece posible —y esto más allá o más acá de los indudables errores comunicativos, ideológicos y políticos de la campaña de Clinton—? Es decir, ¿no confunden enfoques como el de Lilla efectos y causas, síntomas y procesos de cambio social? ¿La política de la identidad es un agente activo en el resquebrajamiento de los viejos consensos y bastaría con invocarlos para que volviesen a convocarnos y gobernarnos, o estamos ante un cambio social e histórico del que Lilla, como tantos otros críticos de la política de la identidad y de lo woke, no aciertan a decirnos nada?
Y, claro, cuando trumpistas o postfascistas varios denuncian lo woke como el significante fantasmático que articula o aglutina a todos sus adversarios o antagonistas (feministas, globalistas, ecologistas, sujetos LGTBIQ+, etc.), ¿hacen algo más que añorar un mundo que acertó a situar a todas estas identidades y colectivos al margen o en los márgenes de lo aceptable, es decir, hace algo más que añorar un mundo inmediatamente anterior al que les dio voz y visibilidad política?
La reacción a lo woke, la denuncia al particularismo o a la diferencia narcisista y anti-universalista de las políticas de la identidad, ¿acierta en algún momento a dibujar una imagen renovada o superadora de los viejos consensos? ¿Es acaso capaz de pensar cómo integrar en condiciones de igualdad lo que en el pasado subalternizó o despreció? ¿O reacciona ante aquello que muestra su falta de universalidad desde la mera nostalgia de los viejos universales: la clase obrera de ciertos marxismos, la ciudadanía y el bien común de los muchos liberalismos democráticos, el modelo de trabajador y familia fordista de las viejas socialdemocracias, la América blanca, heterosexual y masculina que al parecer una vez fue grande?
Los antiwoke son los nuevos woke
Con independencia de la filiación política que la module, la crítica a lo woke no parece capaz de hacer cuentas con su propio pasado, por lo que queda atrapada en la mera reacción nostálgica. Al cabo, no propone más que una vuelta a aquello frente a lo que ha reaccionado o despertado lo woke. Sin ese trabajo con su propio pasado, la crítica queda impedida para imaginar una política superadora de las diferencias. Pero este fracaso o impotencia a la hora de proponer un consenso, un universalismo o una cultura política superadora de las diferencias hace que las distintas apelaciones críticas a lo woke acaben conformando un juego de espejos tan significativo como paradójico con lo woke: acaban ocupando el mismo lugar que denuncian, es decir, se comportan y reaccionan como una identidad más —en este caso nostálgica de una identidad pasada y de un privilegio perdido— desde la que solo aciertan a entender al otro, a eso que llaman woke, como una amenaza a su propia identidad. Y en esto no les falta razón: al comportarse y reaccionar como una diferencia o una particularidad enfrentada al resto de diferencias o particularidades, quedan encerradas en… la misma política identitaria que denuncian.
El resultado de este paradójico juego de espejos es, a fin de cuentas, eso que muchos llaman guerra cultural: marxistas nostálgicos de la clase obrera enfrentados a las identidades múltiples posmodernas actuando, a fin de cuentas, como una particularidad posmoderna más en nombre, eso sí, de un universal caído. Ilustres progresistas añorando el viejo ideal de ciudanía frente a la actual fragmentación identitaria que, sin embargo, no pueden evitar comportarse como parte activa de esa misma fragmentación identitaria. Hombres blancos que añoran una América previa al feminismo, al globalismo o al ecologismo reproduciendo la misma lógica de la particularidad identitaria dañada y replegada sobre sí misma que denuncian en lo woke.
Vayamos ahora a la forma bajo la que lo woke, según la crítica habitual, se expresa: la cancelación. Esa pulsión de negar no solo la palabra, sino la existencia social del otro. ¿Esto es realmente así? ¿Tiene lo woke esa fuerza? ¿Y tiene por naturaleza esa voluntad? Antes de responder quizá convenga mirar las cosas desde otro ángulo, el que proporciona el juego de espejos identitario que acabamos de identificar. Pues, si tal juego de espejos está operando hoy en la relación que media lo woke y lo antiwoke, habremos de concluir algo tan simple como trágico: la existencia misma de lo woke amenaza, y no puede no hacerlo, la identidad que lo enfrenta, pues bajo este juego de espejos el otro solo puede ser visto como una amenaza existencial.
Veamos algunos ejemplos: la sola existencia de personas trans amenaza necesariamente la firmeza otrora incuestionable del binarismo de género en el que se asientan por igual las identidades masculinas fuertes (el hombre blanco cabreado del que nos habla Michael Kimmel) y las identidades esencialistas de algunas corrientes del feminismo. Ese tercero excluido por el binarismo, se exprese desde el resentimiento, la victimización y la búsqueda del castigo o no lo haga, tiene por su sola existencia la capacidad de cuestionar la prístina dualidad hombre/mujer y masculino/femenino propia del binarismo.
De la misma forma, la existencia de demandas y sujetos que no se adscriben a la dualidad capital/trabajo, a la prístina contraposición entre los intereses y las demandas de la clase obrera y los de las clases propietarias, pone en cuestión la universalidad de la clase como sujeto político. Es también claro, por poner un último ejemplo, que la existencia misma de una pluralidad heterogénea de sujetos (racializados, disidentes del binarismo de género, mujeres feministas de distintas corrientes, o globalistas y ecologistas) arruina el fetiche de una América homogénea que sostiene el imaginario trumpista, es decir, la mera presencia woke arruina o cancela la identidad que pretende afirmarse frente a él. ¿Cancela entonces lo woke o es su propia existencia la que amenaza existencialmente la identidad, a izquierda y derecha, que sostiene el discurso antiwoke? ¿Cancelación woke o imposibilidad identitaria de lo antiwoke dado un mundo que lo excede y desborda?
Conclusiones
Pero, ¿significa esto que lo que se asocia habitualmente con lo woke no sea políticamente problemático, y que la forma de expresar sus demandas, o el contenido mismo que las anima, no está en ocasiones atravesado por la lógica del resentimiento, la venganza y el castigo en lugar de por la búsqueda de la libertad o la emancipación? No, esta crítica de Wendy Brown (2019) a la política de la identidad es del todo oportuna, por más que las reflexiones que vengo de esbozar signifiquen, en primer lugar, que lo woke no tiene una forma de expresión y un contenido necesariamente reactivo o reaccionario, aunque pueda adoptarlo. Que, en segundo lugar, lo woke no es el agente, consciente o inconsciente, de una voladura de los consensos y las verdades otrora compartidas. Que, en tercer lugar, esta voladura no tiene que ver con lo woke sino con los efectos de cambios sociales e históricos subyacentes: crisis de las socialdemocracias, auge de un neoliberalismo disolvente de toda identidad colectiva, crisis del trabajo y la familia como ejes prioritarios en la construcción de las identidades colectivas, aumento inédito de la diversidad y heterogeneidad de nuestras sociedades, por ejemplo. Que, en cuarto lugar, este cambio sociohistórico es el que pone a la política contemporánea en serias dificultades para articular las diferencias y particularismos sin subalternizarlos, jerarquizarlos o negarlos, es decir, para proyectar nuevos consensos y nuevos o renovados universalismos. Que, en quinto lugar, toda crítica a lo woke que no sea capaz de imaginar formas superadoras de la diferencia está abocada a la nostalgia, a reivindicar lo que ya no podrá ser y, por tanto, a convertirse en parte de lo que denuncia. Y que, en sexto y último lugar, frente a estas reacciones nostálgicas, de izquierdas o de derechas, y frente a los efectos devastadores para toda acción colectiva que han tenido los procesos de cambio social coronados por cuatro décadas de políticas neoliberales, eso que se asocia con lo woke no deja de ser una estrategia puramente defensiva, un lugar en el que resguardarse. ¿Permite este lugar defensivo desplegar o imaginar una práctica política y cultural emancipatoria? No, seguramente no lo permite, pero quizá sea el único lugar en el que resguardarse en ausencia de horizontes políticos capaces de articular positivamente las diferencias.
La foto que ilustra el artículo, de Schutterstock, es de Windcolors y se puede consultar aquí.