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Gabriel Elorriaga Pisarik. Abogado. Inspector de Hacienda del Estado, interventor y auditor del Estado. Ha sido secretario de Estado de Organización Territorial, portavoz de Ciencia y Tecnología y presidente de la Comisión de Hacienda en el Congreso. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES).


Avance

España es ya un estado federal, aunque le demos otro nombre. Se ha construido a partir del marco recogido en la Constitución de 1978 sobre la base de acuerdos sucesivos entre los dos grandes partidos nacionales. Los pactos autonómicos de 1992, firmados por el PSOE y el Partido Popular, y completamente ejecutados en 2001, recogieron el consenso entonces existente. Un modelo de intensa descentralización política y administrativa, homogéneo en todo el territorio y estable en el tiempo. Un modelo siempre mejorable, pero que no admite una mutación esencial.

Todo comenzó a cambiar con la llegada de Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE. La confrontación interna en elecciones primarias hizo de los votos del PSC la clave para alcanzar la mayoría en los congresos del partido. Más adelante, la incapacidad del PSOE para alcanzar mayorías sólidas en el Congreso de los Diputados les hizo completamente dependientes de fuerzas políticas abiertamente desintegradoras. Desde 1989 —han pasado 35 años—, los socialistas nunca han obtenido un número de escaños suficiente para gobernar por sí solos; en los últimos 25 años el Partido Popular ha obtenido dos mayorías absolutas. Haciendo de la necesidad virtud, el PSOE ha ido acomodando su visión territorial a las demandas de nacionalistas e independentistas. Convencido de su condición de partido minoritario a nivel nacional, ha utilizado el modelo de Estado para construir mayorías parlamentarias, ideológicamente heterogéneas, pero agrupables en torno a un propósito desestabilizador del esquema surgido de la Transición. Los acuerdos con el PP han ido cayendo en el olvido para ser reemplazados por pactos ambiguos, crecientemente alejados de cualquier estructura federal conocida, legitimadores de las demandas más extremas y completamente incongruentes con la defensa de la igualdad tan proclamada por la izquierda.

Para los socialistas que hoy dirigen la izquierda en nuestro país, plurinacional es el mejor adjetivo que describe la realidad española. A partir de ahí comienzan los juegos de palabras y las maniobras de distracción. Algunos ingenuos creen que tan solo se habla de una plurinacionalidad cultural o lingüística, pero el pacto que avala la llegada del PSC al poder ha dejado claro que hablamos de soberanía, no solo fiscal. Y en ese concepto está la clave, porque es eso lo que algunos pretenden discutir. Y como aclaró de manera contundente el Alto Tribunal, la Constitución española solo conoce un sujeto de soberanía, el pueblo español en su conjunto, representado por las Cortes Generales, y del que emanan todos los poderes del Estado. Una soberanía que no es divisible ni compartible, pero que sí admite optar por fórmulas de distribución territorial del poder político.

Cuando se habla de nación en términos políticos, con rigor, solo se puede estar aludiendo al sujeto en el que reside la soberanía, la capacidad última de decisión. Y no puede estar en dos sujetos al mismo tiempo. El derecho a decidir fue el eufemismo utilizado durante años para referirse a la soberanía, pero parece que ya no es necesario. Si los residentes en una comunidad autónoma tienen la última palabra para decidir su futuro, resulta evidente que los residentes en las demás no pintan nada en esa decisión. Pero el PSOE no es capaz de explicar cuál sería el sujeto político resultante de esa amputación; desde luego no lo sería lo que hoy conocemos como nación española.

El debate no está en discutir si el Estado autonómico es federal o no; lo es y admite su perfeccionamiento. La cuestión fundamental es pronunciarse sobre la soberanía del pueblo español, sin ambigüedades ni medias palabras. A partir de ahí, sentarse para perfeccionar el Estado autonómico es solo una cuestión de voluntad política de las partes.


Artículo

Al vigente sistema federal español lo llamamos Estado de las autonomías. La afirmación anterior puede resultar inexacta o sorprendente para muchos, pero, desde mi punto de vista, es la que mejor se ajusta a la realidad. Más allá de preciosismos académicos, se denomina federal a todo esquema de organización del Estado en el que coexisten un gobierno central y unos sujetos territoriales dotados de autonomía política y administrativa para su autogobierno en determinadas áreas.

Dos elementos están siempre presentes: la igualdad entre los sujetos que los integran y la lealtad como principio rector de sus relaciones. Alemania, Austria o Bélgica, en el ámbito de la Unión Europea, tienen características distintas. Más diferentes aún son los federalismos canadiense, norteamericano, mexicano, brasileño y argentino si nos fijamos en el continente americano. Australia e India son otros dos ejemplos bien conocidos en otras partes del mundo. Todos son estados federales y todos son distintos.

En España, la experiencia federal de la I República dejó tan mal recuerdo que la II prefirió hablar del Estado integral; y la Constitución de 1978, de las comunidades autónomas para hacer referencia a sus respectivas propuestas de distribución territorial del poder político. Bien es cierto que en las dos constituciones del siglo XX ese reparto quedó inicialmente diferido a la adopción de acuerdos posteriores, algo excepcional en derecho comparado. El estallido de la Guerra Civil interrumpió, tras la aprobación de los Estatutos de Cataluña y País Vasco, un proceso que se generalizaba por todo el país tras la aprobación de la Constitución de 1931. Por fortuna, la sólida estabilidad del régimen nacido de la Transición hizo posible completar el proceso en el segundo intento. Así, el centralismo vigente durante el franquismo quedó plenamente transformado, a partir del año 2000, al asumir todas las comunidades un nivel de autogobierno más intenso que el de casi cualquier otro país federal.

El principio dispositivo llamado a dirigir el despliegue del Título VIII de la Constitución exigía para conducir el proceso, el acuerdo —constante y actualizable— entre los dos grandes partidos políticos nacionales. Esa sintonía esencial se plasmó en todos y cada uno de los Estatutos inicialmente aprobados entre 1979 y 1983. La malograda Ley de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), aprobada en las Cortes Generales en 1981 previa negociación entre la UCD —entonces en el gobierno—, y el PSOE —desde la oposición—, fue un primer intento de ordenación del proceso sobre la base del consenso. La sentencia del Tribunal Constitucional que anuló las partes más sustantivas de su contenido, frustró en gran medida, el propósito.

Pacto de Estado para perfeccionar el modelo autonómico

Una década más tarde, el esquema inicial, notoriamente asimétrico, fue sustancialmente alterado por el pacto firmado en febrero de 1992 por el Partido Socialista de Felipe González y el Partido Popular encabezado por José María Aznar, entonces casi recién llegado a la presidencia de su formación política. Mediante ese auténtico pacto de Estado, «conscientes de que las decisiones para dar solución a este gran reto requieren un alto grado de acuerdo y aceptación entre las partes», se quiso impulsar «el perfeccionamiento del modelo hacia un horizonte definitivo», mediante una decidida ampliación de competencias para las once comunidades que inicialmente habían quedado rezagadas y posibilitar así «un funcionamiento racionalizado y homogéneo del conjunto del Estado». Homogéneo y definitivo son las dos palabras clave que sustentaron el acuerdo.

El PSOE, desde su visión federal, supo encontrar a un PP que, superadas algunas reservas iniciales heredadas de la antigua Alianza Popular, se había comenzado a configurar como alternativa a partir de una creciente implantación territorial. El gobierno de ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas precedió e hizo posible la llegada de Aznar a la presidencia. En este sentido, no deja de ser significativo que los dos dirigentes populares que hasta hoy han llegado a la presidencia del Gobierno hayan sido previamente presidente y vicepresidente, respectivamente, de una comunidad autónoma, y que también lo haya sido quien hoy encabeza la fuerza política más votada a nivel nacional y con más gobiernos autonómicos a su cargo, Alberto Núñez Feijóo.

La debilidad política y parlamentaria de Felipe González tras las elecciones de junio de 1993 hizo imposible dar cauce a lo firmado, pero la tarea fue asumida con agilidad y decisión por el Partido Popular tras la victoria de 1996. Bien es cierto que los acuerdos de investidura firmados entonces con PNV y CiU fueron objeto de duras críticas iniciales por parte del PSOE, ya liderado por Joaquín Almunia. Es interesante recuperar hoy la doctrina plasmada en un documento socialista de 1998 que, llevando por título La estructura del Estado, afirmaba literalmente: «Las propuestas a favor de un nuevo pacto fiscal para Cataluña solo unos meses después de haberse firmado el acuerdo de financiación [1997-2001], o las reiteraciones hacia fórmulas de corte confederal, reivindicando modelos de soberanía compartida o abiertamente autodeterministas, constituyen una muestra de la falta de sentido general y de correspondencia a los pactos que rigen la gobernabilidad española y la política autonómica en general (…)». A lo que se añadía: «Los socialistas defendemos la estabilidad del modelo considerando que el reparto competencial está básicamente fijado en la Constitución y en los Estatutos de autonomía y que tal reparto no debe ser sustancialmente alterado».

En 1999, se transfirió la educación no universitaria a todas las comunidades que no habían asumido esa competencia con anterioridad. Y en 2001, ya con la mayoría absoluta del PP, siguió el mismo destino la gestión de la sanidad. En apenas dos años se multiplicaron por cuatro los recursos de las haciendas autonómicas y se consiguió la deseada homogeneidad, lo que hizo necesario, para completar la tarea, aprobar en 2001, con el respaldo unánime de todas las comunidades autónomas, un nuevo modelo de financiación común a todas ellas.

Un buen sistema de financiación es el soporte imprescindible de cualquier esquema de descentralización, una parte esencial del mismo. Los constituyentes así lo supieron ver y, por eso, el artículo 153.3 de nuestra Carta Magna estableció la necesidad de aprobar una norma orgánica reguladora, la conocida LOFCA (Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas). En el nuevo modelo de financiación pactado en 2001 quedó recogida una versión actualizada de la misma que, además, arrancó con voluntad de permanencia al suprimirse la necesidad de proceder a su revisión periódica en plazos determinados. Así las cosas, el siglo parecía arrancar con un horizonte compartido, coherente y estable, con una base financiera sólida, ampliamente respaldado por la opinión pública y perfectamente equiparable a los más descentralizados del mundo.

Sin embargo, la llegada a la secretaría general del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, con una muy ajustada victoria facilitada por el imprescindible apoyo del PSC, comenzó a cambiarlo todo. El modelo de financiación de 2001 había sido respaldado por el Gobierno de la Generalitat catalana, en manos de CiU, y pronto fue objeto de contestación desde la oposición por el PSC. El progresista Maragall no ocultó el sentido de sus diferencias y proclamó su discrepancia sin tapujos: «La nueva financiación autonómica es un desastre para las regiones más ricas». En los años siguientes, el peso de los puntos de vista del PSC, su defensa del muy original «federalismo asimétrico», provocó un creciente malestar entre las filas socialistas del resto de España. El último esfuerzo de reconducir la situación hacia posiciones más coherentes con las históricamente defendidas por el PSOE se hizo en su Consejo Territorial, reunido en Santillana del Mar. El intento de conciliar lo inconciliable se plasmó en un documento deliberadamente confuso y profundamente contradictorio que, en último término, legitimó las demandas del PSC.

Lo cierto es que, a corto plazo, la primera consecuencia de la asunción por los socialistas catalanes de buena parte del discurso soberanista de ERC fue la amplificación y legitimación de la posición política de esa segunda fuerza. El PSC retrocedió en noviembre de 2003 casi siete puntos porcentuales de voto (una quinta parte de los que tenía); los independentistas de ERC, mientras, duplicaron su respaldo electoral, que llegó al 16,5%. Con este nuevo equilibrio de fuerzas, el acceso a la presidencia de la Generalitat, tan ansiado por el PSC, pasó por el Acuerdo para un Gobierno catalanista y de izquierdas en la Generalitat de Cataluña, el conocido como Pacto del Tinell, en el que ya abiertamente se habló del «reconocimiento de Cataluña como nación» y de «la plurinacionalidad del Estado». El federalismo igualitario quedaba oficialmente orillado.

Rodríguez Zapatero llegó poco después, en abril de 2004, a la presidencia del Gobierno con una propuesta de reforma constitucional bajo el brazo que, en parte, afectaba al Título VIII de la Constitución. La eternamente debatida reforma del Senado y la inclusión nominativa de las comunidades en la Constitución fueron los dos temas que abordó el informe encargado por el Gobierno al Consejo de Estado y que fue aprobado en febrero del año siguiente. El documento fue bien recibido por el Partido Popular y Mariano Rajoy, ya líder de la oposición, ofreció en la tribuna del Congreso de los Diputados crear un grupo de trabajo PP-PSOE para avanzar en una propuesta de reforma constitucional a partir de sus conclusiones; nunca obtuvo respuesta.

Por qué no se quiso avanzar por el camino emprendido tiene una sencilla explicación. En febrero de 2004, fruto de los acuerdos que sustentaban el gobierno catalán, se constituyó en su parlamento autonómico la ponencia para la redacción de un nuevo Estatuto que dio finalmente lugar a un texto que resultó aprobado en septiembre de 2005. Las tensiones entre PSOE y PSC se multiplicaron y finalmente, tras su «cepillado» en expresiva expresión de Alfonso Guerra, fue aprobado por las Cortes Generales en mayo de 2006 un texto que aún resultó ser parcialmente inconstitucional, a juicio de nuestro Alto Tribunal. Sentarse con el PP en Madrid para avanzar en el desarrollo constitucional del Estado de las autonomías mientras los firmantes del Tinell intentaban desbordarlo, con el expreso compromiso de excluir al principal partido de la oposición de cualquier acuerdo, era obviamente incompatible.

Entre las muchas precisiones que el Tribunal Constitucional se vio obligado a hacer, destaca por su importancia fundamental la referida al equívoco uso que el Estatuto hacía del concepto de nación. «El pueblo de Cataluña no es […] sujeto jurídico que entre en competencia con el titular de la soberanía nacional, cuyo ejercicio ha permitido la instauración de la Constitución de la que trae causa el Estatuto […]. La expresión pueblo de Cataluña […] [es] por entero distinta, conceptualmente, de […] la expresión pueblo español, único titular de la soberanía nacional que está en el origen de la Constitución y de cuantas normas derivan de ella su validez». Y añadió: «La nación que aquí importa es única y exclusivamente la nación en sentido jurídico-constitucional. Y en ese específico sentido [la Constitución] no conoce otra que la Nación española».

De nuevo en la oposición, bajo la batuta de Pérez Rubalcaba, los socialistas intentaron recomponer la postura en su Consejo Federal celebrado en Granada, en julio de 2013. Allí la palabra plurinacionalidad desapareció, pero se abandonó definitivamente la demanda de estabilidad: «El Estado de las Autonomías tiene que evolucionar, tiene que actualizarse y perfeccionarse. Y tiene que hacerlo en su sentido natural: avanzando hacia el federalismo, con todas sus consecuencias». Sobre esa base, ya con Pedro Sánchez al frente de la secretaría general del PSOE, se presentó en 2015 una propuesta de reforma constitucional que quedó recogida en el programa para las elecciones generales de 2016 bajo un apartado titulado con mayor precisión: Reformar la estructura territorial del Estado con los principios y técnicas del federalismo.

Los resultados de las elecciones generales de junio de 2016 abrieron una dura confrontación interna en el PSOE, fruto de la cual Pedro Sánchez abandonó su responsabilidad en el partido, así como su escaño de diputado. Quienes sí participaron en la segunda investidura de Mariano Rajoy fueron los diputados del PSC que lo hicieron votando en contra, desoyendo las instrucciones de abstención que había dado la gestora socialista recién creada. El No es no, que hundía sus raíces en el cordón sanitario pactado en el Tinell, seguía vigente para muchos socialistas.

Imposible equilibrio semántico

Como es bien conocido, Pedro Sánchez retomó la carrera por la secretaría general en estrecha alianza con el PSC. En su programa para las primarias optaba, en un imposible equilibrio semántico, por «una reforma constitucional federal, manteniendo que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español, [que] debe perfeccionar el reconocimiento del carácter plurinacional del Estado apuntado en el artículo 2º de la Constitución». En su discurso ante el 39 congreso del PSOE, Sánchez definió a España como «nación de naciones» y apoyó incluir, por primera vez en un congreso del PSOE, la expresión «plurinacional» (algo que no hacía el texto inicialmente redactado por Eduardo Madina y Susana Díaz).

Su llegada a la presidencia del Gobierno en 2018 exigió construir un discurso equívoco que permitiese atraer el voto de las fuerzas independentistas, y con ello se terminó de consolidar el giro de los socialistas. Más recientemente, el acuerdo que ha permitido la investidura de Salvador Illa, suscrito por el PSC y ERC, y avalado por el gobierno de Sánchez, ha terminado de clarificar el nuevo rumbo. La soberanía del pueblo de Cataluña, consecuencia necesaria de su conceptualización como nación política, es la base que sustenta el pacto. Hemos vuelto al compromiso —incumplido— de Zapatero en 2003: «Aprobaré el Estatuto que salga del parlamento de Cataluña», pero ahora multiplicado, puesto que lo que se acepta es un nuevo marco político que «haga avanzar a Cataluña en términos de soberanía» y permita «construir una solución al conflicto político basada en un amplio consenso de la sociedad catalana sobre el futuro de Cataluña».

Todavía hay quien defiende que Pedro Sánchez no es más que un hábil malabarista que mediante una calculada ambigüedad es capaz de atraer el respaldo de los partidos independentistas sin renunciar a las posiciones históricas del socialismo español. Los hechos lo desmienten. A lo largo de las últimas dos décadas, el PSOE ha ido avanzando en una estrategia que da la espalda a cualquier acuerdo con el PP para, de esta manera, recibir el apoyo de fuerzas políticas que de manera inequívoca pretenden quebrar la unidad de España. El federalismo no da, nunca lo ha hecho, una respuesta al independentismo; muy al contrario, es una herramienta para fortalecer la unión, que ofrece fórmulas que hacen posible articular igualdad y diversidad, integrar mejor para reforzar al conjunto.

La ausencia de negociación entre las dos grandes fuerzas políticas nacionales está frustrando la consolidación del Estado de las Autonomías y, lo que es peor, está abriendo paso a movimientos espasmódicos y desordenados de corte confederal. El futuro sin pactos amplios y transversales solo puede ser la desintegración. Para la inmensa mayoría que no la quiere solo hay una propuesta posible, el regreso a los grandes consensos vertebradores de la unidad nacional.


Imagen de cabecera: CC Wikimedia Commons, editada en Canva.

Abogado. Inspector de Hacienda del Estado, interventor y auditor del Estado. Ha sido secretario de Estado de Organización Territorial, portavoz de Ciencia y Tecnología y presidente de la Comisión de Hacienda en el Congreso. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES).