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«La era de las revoluciones», de Nathan Perl-Rosenthal

«Proclamación de la Independencia del Perú», por Juan Lepiani

Nathan Perl-Rosenthal. Profesor asociado en la Universidad de Southern California. Se doctoró en la Universidad de Columbia y ha centrado su investigación en el mundo atlántico de los siglos XVIII y XIX. Ha escrito para The Wall Street Journal, The Atlantic, The Nation y Los Angeles Times. Es autor del libro Citizen Sailors: Becoming American in the Age of Revolution (2015), ganador del premio Gilbert Chinard de la Sociedad Francesa de Estudios Históricos, y de The Age of Revolutions: And the Generations Who Made It (2024).


Avance

Nathan Perl-Rosenthal: «La era de las revoluciones». Pasado & Presente, 2024

Las revoluciones democráticas o burguesas de la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX son un tema clásico de la historiografía sobre la Edad Contemporánea; marcan, de hecho, el inicio de dicha era. Nathan Perl-Rosenthal hace su peculiar aportación a la bibliografía marcando distancias con la que llama «antigua interpretación social» (Hobsbawm et al.). Él, además de rechazar el excepcionalismo que privilegia a las revoluciones norteamericana y francesa (lo que le lleva a ocuparse de Sudamérica o los Países Bajos), pone el acento en las mentalidades y la cuestión generacional. La tesis central del libro es que hicieron falta dos generaciones para llevar adelante la revolución. La primera, la de la segunda mitad del XVIII, estaba mentalmente anclada en el mundo jerarquizado del Antiguo Régimen. La segunda, surgida a partir de 1800, había interiorizado la ruptura de moldes y la movilidad social de la primera oleada revolucionaria. Sus componentes ya no veían la condición social como un elemento fijo, sino mudable. Cuestión importante para el autor, dado que, en su opinión, la organización y la movilización políticas son el motor de las revoluciones, y la colaboración entre clases ayuda a su éxito.

Esos asuntos los analiza en las diversas revoluciones del periodo a ambos lados del Atlántico. Tanto los movimientos independentistas en las colonias americanas de Gran Bretaña (los futuros Estados Unidos) o en Perú, como los reformadores de los Países Bajos en la segunda mitad del siglo XVIII, estuvieron fragmentados. Los trabajadores y las clases distinguidas mostraron distintos enfoques, debidos a sus propios hábitos políticos, y no fueron capaces de crear alianzas estables. Otro tanto puede decirse de Francia, donde la famosa confluencia de jacobinos y sectores populares fue, en opinión de Perl-Rosenthal, efímera e inestable.

1800 es un punto de inflexión; y Napoleón, un representante arquetípico de la segunda generación revolucionaria. Aunque ninguna revolución se debió en mayor medida a la segunda generación como los movimientos independentistas de Sudamérica, sostiene el autor. Tres elementos que se dieron en Perú en 1821 —un general carismático, un ejército de gran diversidad social y la emancipación de los esclavizados— eran expresiones de las prácticas propias de los revolucionarios de la segunda ola. Los cambios urbanos, los movimientos de masas en ciudades populosas, no fueron ajenos al cambio de costumbres y al consiguiente activismo político a comienzos del XIX. De modo que las restauraciones que trajo consigo el Congreso de Viena no fueron una completa marcha atrás. Se impuso un orden conservador, pero no volvió el Antiguo Régimen.

En cuanto a lo que puede considerarse la cara oscura de las revoluciones, la permanencia de regímenes racistas o represivos, la atribuye el autor (de nuevo, en oposición a Hobsbawm) a la resiliencia de los intereses conservadores frente al empuje de los demócratas. Una conclusión, a modo de enseñanza, del libro es que no se debe esperar que los cambios políticos radicales se produzcan con rapidez; en otras palabras, no debe perderse la fe en la posibilidad de cambio si este no se produce con la rapidez esperada.


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El título de este libro tiene una cierta raigambre. Lo lleva también un reciente trabajo de Fareed Zakaria, así se titula un clásico de Eric J. Hobsbawm y, añadiendo el término democráticas, otro de R. R. Palmer. Seguramente, el primero en usar la expresión «era de las revoluciones» para referirse al periodo, como recuerda Nathan Perl-Rosenthal, fue Thomas Paine. Más o menos (Zakaria amplía el foco), todos se refieren a las llamadas revoluciones burguesas. Y si, para Hobsbawn, el periodo era el de 1789-1848, Perl-Rosenthal lo desplaza a 1760-1830; cubre así desde la revolución norteamericana a las independencias de las colonias españolas. Además, su aportación queda sugerida en el subtítulo: Historia de dos generaciones. El suyo es, en efecto, un enfoque generacional, muy basado en las mentalidades —frente a la que llama «antigua interpretación social»— y que entiende ese marco cronológico como un todo. Es decir, Perl-Rosenthal rechaza el excepcionalismo que otorga un lugar especial a las revoluciones norteamericana y francesa.

Pero la (atractiva, aunque discutible) originalidad de su trabajo reside en ese enfoque generacional y en la importancia que da a las mentalidades. Una tesis central es que en la era de las revoluciones atlánticas hicieron falta dos generaciones; solo la segunda pudo superar «los reflejos jerárquicos» propios de una primera generación cuya cosmovisión (matriz o conjunto de principios mentales) se había forjado en el mundo jerarquizado de mediados del XVIII. La movilidad social que provocó la primera oleada revolucionaria ayudó de modo decisivo a ese cambio de mentalidad. En otras palabras, la crisis de finales del XVIII fue la incubadora de la segunda generación revolucionaria: el hecho de crecer en un mundo que había echado a andar, caótico y fascinante, forjó la cosmovisión de los nuevos revolucionarios, que daban por sentado que la condición social no era un elemento fijo, sino mudable. «Se sentían mucho más cómodos que sus predecesores participando en movimientos políticos en los que se mezclaban los estratos sociales»; y esa mezcla de estratos sociales, el acuerdo sobre cómo debían colaborar la clase alta y la clase trabajadora, con sus distintos enfoques organizativos e ideas sobre quién debía gobernar —sostiene el autor—, fue fundamental para llevar adelante las revoluciones. Pues —afirma también Perl-Rosenthal— son la organización y la movilización políticas lo que hace que se produzcan, en el sentido más inmediato, las revoluciones.

Una revolución fragmentada

Esas tesis de fondo las ilustra analizando las revoluciones que se dieron en el periodo a ambos lados del Atlántico. Por lo que se refiere a la norteamericana (las colonias inglesas), fue un movimiento patriótico dividido en grupos procedentes de distintos estratos sociales: caballeros de Nueva York y Boston, y trabajadores del entorno urbano. Y aunque la Ley del Timbre de 1765-1766 llevó a los colonos a hacer causa común contra la corona británica, los obreros y las clases distinguidas adoptaron enfoques distintos: revueltas y violencia, los primeros; «un cortés coloquio epistolar», los segundos. Incluso cuando grupos como los autodenominados Hijos de la Libertad, formados mayoritariamente por gente de clase baja (marineros, artesanos…), acogieran a algunos representantes de la sociedad refinada, la división entre el ala de clase alta y la popular siguió siendo una constante. En lo que ambas estuvieron de acuerdo fue en cerrar la puerta a la población negra, a la que fueron indiferentes u hostiles, en lo que resultó uno de los puntos flacos del movimiento; los negros estuvieron mayoritariamente (en proporción de cuatro a uno, probablemente) del lado del imperio.

En definitiva, los cinco primeros años del conflicto entre el imperio y sus colonias norteamericanas (1765-1770) pusieron de relieve lo fragmentado de la era revolucionaria en sus comienzos. Algo parecido puede decirse de las revoluciones andinas de la década del 80. En Perú, como en Norteamérica, las minorías selectas apenas tuvieron un éxito limitado en crear movimientos que traspasaran las líneas de casta y de clase. Y otro tanto de la revuelta en los Países Bajos en la misma década, que buscaba una república reformada, y en la que «los hábitos políticos y culturales de regentes y plebeyos demostraron ser inadecuados para crear alianzas perdurables»).

Porque Europa se contagió de aquellos movimientos (vibraba al ritmo de las revoluciones americanas, dice el autor) y hubo contactos entre cabecillas patriotas de ambos lados del Atlántico. La correspondencia comercial, los cafés, los periódicos fueron canales de comunicación entre ellos. Si el nuevo gobierno republicano norteamericano estaba cortado por el mismo patrón jerárquico de las cortes europeas, Europa se vio influida por el contenido ideológico de la Revolución estadounidense, incluidos los aspectos de representación popular y gobierno republicano.

Francia —el caso más resonante por más que se quiera huir del excepcionalismo— también muestra la desconexión entre las dos alas del movimiento, la clase alta y la popular, que, aunque no perseguían objetivos opuestos, tampoco actuaban coordinadas. Los revolucionarios de las minorías selectas aprovecharon los tumultos de mediados de julio y la toma de la Bastilla para consolidar su posición política, haciendo lo posible «por dominar a los patriotas de clase trabajadora»; así, tomó forma institucional el liderazgo revolucionario de la clase alta. El primer periodo de la Revolución francesa fue un movimiento marcadamente bifurcado en el que la clase alta y los obreros formaron organizaciones políticas propias y autónomas, afirma Perl-Rosenthal. Y durante el lustro siguiente, el curso de la Revolución francesa tomó forma a través de las complejas relaciones entre el pueblo obrero y la cúpula política. Incluso los jacobinos se diferenciaban de las secciones parisinas populares. Aquellos demostraron con su funcionamiento (en el que destacaba, como en Norteamérica y los Países Bajos, el uso de la correspondencia) y su enfoque legalista pertenecer a la sociedad del siglo XVIII. Frente a ellos, el habitus (término del autor) de las sociedades populares parisinas, compuestas de artesanos humildes, operarios y comerciantes de poca monta, era callejero.

Para el pueblo parisino, la captura de los monarcas fue un hito en su proceso de escapar de las costumbres adquiridas durante el Antiguo Régimen. Lo que acentuó su diferenciación del comportamiento de las clases altas. La famosa (y, para muchos historiadores, importante) alianza entre las secciones populares y los jacobinos fue, dice Perl-Rosenthal, efímera e inestable. Un caso particular fue el los Cordeliers, el grupo al que pertenecían Danton y Marat, que pasó de sociedad a club, hasta alcanzar una entidad comparable a la de los jacobinos, pero manteniendo la fidelidad a sus raíces populares.

En Haití se repite el mismo proceso. Más allá del descomunal desafío que suponía transformar una sociedad basada en la esclavitud de las plantaciones en otra libre, o de que el dirigente Toussaint Louverture, pese a sus logros, acabara cayendo en una espiral autoritaria (fracasó, así, el intento de dirigir la revolución desde arriba por alguien nacido en la esclavitud), los frágiles movimientos rebeldes haitianos de finales del XVIII fueron la fragua de una nueva generación de revolucionarios que concebía el ámbito social de un modo distinto.

La segunda generación

La primera generación revolucionaria, si bien no triunfó, fracturó el antiguo régimen de un modo irreparable. La crisis de en torno a 1800, con ruinas de sociedades y sistemas de gobierno a causa de la guerra, fue la coyuntura perfecta para «dar un nuevo comienzo al mundo» (Thomas Paine). De aquella crisis surgieron nuevas gentes y nuevas formas de hacer política. Los jóvenes, la segunda generación, se encontraban en una situación biológica y social inigualable para responder a ese desafío. Eran los que, en su infancia, vieron desmoronarse la concepción que ellos o sus familias tenían del mundo, el orden social y el lugar que ocupaban en él. Como colectivo, ya no concebían la posición social como algo permanente, sino incierto; y manifestaban una gran disposición a propiciar cambios radicales en el orden social. La segunda generación maduró en torno a 1800 y empezó a hacerse con el timón a partir de entonces. Si hay un representante arquetípico de esta segunda generación revolucionaria, este es, en muchos sentidos, Napoleón. Pero los generales que destacaron en dar forma a los ejércitos y movilizarlos por la independencia en Sudamérica —San Martín, Bolívar, Belgrano— eran también, como Napoleón, hijos de la revolución. Ninguna revolución se debió en mayor medida a la segunda generación como los movimientos independentistas de Sudamérica, afirma el autor. Así, tres elementos que se dieron en Perú en 1821 —un general carismático, un ejército de gran diversidad social y la emancipación de los esclavizados— eran expresiones de las prácticas propias de los revolucionarios de la segunda ola.

Otro elemento importante de este momento es la propia ciudad. En torno a 1800, aumenta la segregación residencial y se da la sensación, cada vez más marcada, de que el núcleo de la vida urbana consiste, no en un lugar, sino en la circulación; era el movimiento de su población lo que hacía a la ciudad. La masa de gentes en movimiento se convirtió en distintivo de la vida urbana y en elemento clave del activismo político.

Tras 1815, se produjo un reflujo y casi toda Europa volvió a estar dominada por reyes; pero resultó imposible que el reloj diera marcha atrás. Incluso el Congreso de Viena (en realidad, una serie de reuniones, negociaciones y tratados durante casi una década) se propuso, más que la resurrección del Antiguo Régimen, conseguir un estado de «seguridad y calma». La ideología conservadora que se impuso rechazaba el republicanismo, pero tenía la vista puesta en el futuro. Los monarcas ansiaban, no el regreso a una gloria pasada, sino la creación de un nuevo orden sociopolítico que se ajustara a su visión conservadora.

Pero aquella transformación revolucionaria tuvo una doble cara; también dio lugar a dictaduras represivas, racismo y exclusión. Esos resultados antiliberales fueron, para Perl-Rosenthal, consecuencia de la resiliencia de los conservadores y de los intereses creados frente al empuje de los demócratas. Aquí, el autor se distancia de Hobsbawm, para quien lo que hubo de continuismo de la época revolucionaria era parte integrante de la ideología de la Revolución francesa, que tenía un componente antiigualitario y antiliberal. Perl-Rosenthal, fiel a la tesis que guía su trabajo, sostiene que el antiliberalismo de la era revolucionaria surgió en gran medida de la dinámica de la organización política revolucionaria. Los movimientos políticos duraderos a gran escala eran un fenómeno inédito a finales del XVIII y «los revolucionarios necesitaron una larga etapa de formación para aprender a crearlos y sostenerlos». Con todo, sí coincide en algo con los representantes de la que llama «antigua interpretación social». Y es que, pese a sus defectos, dicha interpretación -dice- acertó en algo clave que estudios posteriores han solido pasar por alto, que todos los movimientos revolucionarios eran coaliciones entre integrantes de lo más granado de la sociedad y grupos de gentes corrientes.

Una interesante conclusión del autor que, en su opinión, puede servir de lección para el presente es que no se debe esperar que los cambios políticos radicales se produzcan con rapidez (lo que, a su vez, conlleva que no debe perderse la fe en la posibilidad de cambio si la transformación no se produce con la rapidez esperada).


Foto de cabecera: Óleo sobre lienzo del pintor peruano, Juan Lepiani, titulado Proclamación de la Independencia del Perú, realizado en Roma en 1904. CC Wikimedia Commons.

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