Cristóbal Aguilera Medina. Doctorando en Derecho constitucional, Universidad de Navarra. Licenciado en Derecho por la Universidad de los Andes (Chile), y Máster en Derecho administrativo por la misma casa de estudios. Profesor de Derecho administrativo en la Universidad Finis Terrae (Chile).
Avance
El sistema educativo en España ha sido históricamente un terreno de tensiones ideológicas y políticas. La Constitución de 1978 logró establecer un marco de consenso sobre la libertad de enseñanza y el papel del Estado en la educación. Sin embargo, reformas recientes, como las introducidas por la LOMLOE (también conocida como Ley Celaá), han reabierto el debate sobre los límites de la intervención estatal y el derecho de los padres a decidir la educación moral y religiosa de sus hijos. ¿Se ha roto el pacto constitucional en materia educativa? ¿En qué situación queda la protección de la libertad de enseñanza? ¿Cuál ha sido el papel del Tribunal Constitucional en la protección de los principios educativos establecidos en la Constitución?
Artículo
La Constitución de 1978 es el resultado de un esfuerzo por alcanzar un acuerdo representativo de todos los sectores del país. Desde su entrada en vigor, se destacó que la elaboración de este marco constitucional estuvo marcada por el principio de «consenso». No obstante, uno de los aspectos más complejos de ese acuerdo fue el ámbito educativo, debido a la fuerte división ideológica y religiosa que ha existido en España, especialmente en el ámbito escolar. Esta fractura histórica se reflejó en los debates durante la elaboración de la Constitución, como se evidenció cuando Peces-Barba, ponente constitucional del Partido Socialista, abandonó la ponencia debido a los desacuerdos.
El consenso constitucional y el papel del legislador
A pesar de estos obstáculos, el consenso logró materializarse, basado en una premisa fundamental: el Estado renuncia a imponer una visión del mundo, ya fuera laica o confesional, en el ámbito educativo. Este principio definió profundamente el alcance y la interpretación de la libertad de enseñanza, consagrada en la Norma Fundamental, junto con el derecho a la educación. De este modo, el papel del Estado se circunscribe a la tarea de garantizar el derecho de todos a la educación, pero sin que ninguna de sus competencias —como programar la enseñanza, crear escuelas, inspeccionar el sistema educativo o apoyar a centros privados— posea un carácter ideológico.
El artículo 27.3 de la Constitución es el que reproduce con mayor claridad esta idea, al garantizar —en concordancia con el artículo 13.3 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales— el derecho de los padres a definir la educación moral y religiosa de sus hijos. Este principio constituye la piedra angular del consenso constitucional en materia educativa. Su respeto ha sido, hasta ahora, el pilar de la estabilidad del sistema educativo, incluso frente a las diferentes opciones políticas de los gobiernos de turno.
Sin embargo, este derecho fundamental se encuentra hoy bajo amenaza. Con las reformas introducidas por la LOMLOE, el legislador ha asumido la potestad de imponer sus propias concepciones ideológicas en cuestiones tan sensibles como la educación afectivo-sexual. Así, el Estado ha adoptado un papel de educador o docente ideológico que, según el diseño constitucional, le está vedado. Si la elección de la educación moral y religiosa corresponde a los padres, cualquier educación que trascienda los mínimos constitucionales —como la implementación de la igualdad de género o la educación afectivo-sexual— se convierte en una forma ilícita de adoctrinamiento.
El guardián de la Norma Fundamental
En este contexto, la existencia del Tribunal Constitucional como máximo intérprete y guardián de la Constitución cobra una especial relevancia. Sin embargo, su desempeño ha sido cuestionado. En lugar de proteger las bases del consenso constituyente, ha permitido al legislador adoptar medidas que se han juzgado adoctrinadoras. Las sentencias 34 y 49 de 2023, que resolvieron la constitucionalidad de las reformas de la LOMLOE, son un claro ejemplo de esta deriva. Así, tanto el legislador como la propia arquitectura constitucional se erigen en una amenaza a los derechos educativos fundamentales, al abdicar esta última de su rol protector esencial.
El Tribunal Constitucional también ha dado otros pasos preocupantes. No solo ha validado medidas legislativas que contradicen el pacto constitucional, sino que ha adoptado criterios que difícilmente se alinean con este marco. Un ejemplo de esto último es la sentencia número 26, resuelta en febrero de 2024, en la que el Tribunal adoptó como criterio de juzgamiento —según fue señalado por tres magistrados en un voto particular— una perspectiva de «laicidad negativa». Este fallo, que sorprendentemente ha pasado desapercibido, sostiene que la opción más respetuosa con la libertad de pensamiento, conciencia y religión de una menor cuyos padres discrepan sobre su educación moral y religiosa, es un «entorno docente neutral desde una perspectiva religiosa». Este enfoque ignora el hecho de que la decisión sobre la educación moral y religiosa de los hijos corresponde a los padres, no a los poderes públicos ni al Tribunal Constitucional. Es fácil entender así la amenaza que se cierne sobre este derecho fundamental.
Perspectivas para un consenso renovado
A pesar de los llamamientos para alcanzar un nuevo consenso en el campo educativo y generar políticas de Estado que eviten convertir este terreno en un campo de batalla ideológico, la realidad sigue una dirección opuesta. Las reformas recientes han priorizado enfoques divisivos, alejándose de los principios que cimentaron el acuerdo constitucional de 1978. Este contraste es aún más evidente cuando se observan los desafíos educativos no abordados. La repetición de cursos o el abandono escolar temprano, detectados por informes recientes de la OCDE, son problemas que requieren soluciones técnicas y consensuadas, no ideológicas.
El camino para volver a encauzar los debates educativos pasa por una reflexión profunda sobre el pasado que el acuerdo constituyente buscó superar, y por recuperar la visión que permitió ese éxito. Es un ejercicio de memoria histórica y política, pero también una actualización necesaria: los principios del pluralismo político que inspiraron el acuerdo constitucional siguen siendo tan vigentes como imprescindibles. El consenso constitucional no es un estado permanente, sino un objetivo que debe renovarse continuamente.
Es crucial que el Tribunal Constitucional recupere el papel que desempeñó durante la década de 1980. Entonces, su jurisprudencia contribuyó a pacificar las tensiones ideológicas, estableciendo un marco de garantías que permitía la convivencia de visiones diversas. Si se concreta la tentación de imponer un modelo ideológico al margen del marco constitucional, el Tribunal debe volver a ser el freno institucional que asegura el respeto a los derechos fundamentales y las libertades educativas, en lugar de convertirse en un actor que profundiza la polarización.
El desafío, en última instancia, no es menor: se trata de preservar la educación como un espacio para el desarrollo integral de las personas, libre de imposiciones ideológicas estatales, sin que ello implique renunciar a su papel como herramienta de cohesión social. Para lograrlo, se requiere una reflexión honesta y un compromiso renovado con los valores constitucionales, reconociendo que el pluralismo no es una concesión, sino el principio que hace posible nuestra convivencia.