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Josep Maria Esquirol: «La escuela del alma»

Foto: CC Wikimedia Commons

Josep Maria Esquirol. (Sant Joan de Mediona, Barcelona, 1963). Catedrático de filosofía de la Universitat de Barcelona, es autor de El respeto o la mirada atenta, La penúltima bondad: ensayo sobre la vida humana y Humano, más humano: una antropología de la herida infinita. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo por La resistencia íntima.


Avance

No se va solo a la escuela a aprender a leer y a escribir, sino también a superar la asignatura más difícil: vivir y vivir, con madurez, es decir, dando frutos. Esta podría ser la conclusión del último ensayo de Josep María Esquirol. Porque sus páginas aluden a las aulas pero también a la vida, de suerte que su destinatario es el alumno (y el profesor) y, al propio tiempo, los lectores en general. Invita el autor a «vivir poéticamente», lo cual significa «ser obrero de mundo (capaz de crear más mundo en el mundo), obrero de vida (capaz de intensificar la vida), obrero de fraternidad (capaz de crear más vínculos con el tú) y obrero de sentido (capaz de encontrar sentido, crearlo y esperarlo)». Y, consciente de la magnitud del reto, advierte: «Tengo afinidad por las causas difíciles, incluso por las perdidas». Sin embargo, ninguna causa es más necesaria que esta, ya que la escuela es el ámbito para abrirse a los demás y salir del «infierno del solipsismo y el narcisismo», al margen del contenido concreto que se enseñe. «Solo vive quien se desvive» —advierte el autor— y esa ciencia paradójica solo se aprende en un clima de confianza mutua entre alumno y docente: «Se confía en alguien porque ese alguien te confía algo. El maestro hace del alumno su confidente».

Josep María Esquirol: «La escuela del alma». Acantilado, 2024

El autor de la reseña agrupa en un decálogo las recomendaciones de Esquirol en torno a la escuela del alma, todo un programa de educación del carácter: es pecado educar mal y sin ánimo; conviene separar formación personal de formación profesional; hay que sortear «la terrible ola de psicologismo»; para resistir frente a la confusión es preciso entender el sentido de las cosas; lo que no se admira se olvida; no hay vida espiritual sin pasión creadora; la mejor transformación pasa por lo cotidiano; el pensamiento no debe divulgarse sino contagiarse; no son disociables la claridad de la calidez; y la educación es lo contrario del nihilismo.

El libro gustará a cualquier lector con sensibilidad e inquietudes, pero especialmente a estudiantes, docentes y especialistas en educación. Un asunto que trasciende la problemática presupuestaria o normativa, que tantas veces se invoca como si la crisis de la educación dependiera de ello y solo cupiera esperar que las soluciones cayeran del «cielo burocrático». Cuando se trata, más bien, de «la crisis de la vida espiritual, que ninguna planificación técnica puede arreglar». Y esta solo se afronta mediante lo que el autor llama «la mística del sentido común y de los ojos abiertos», sin los cuales «comienza la asfixia lenta y la depresión».

Coincide Esquirol en la búsqueda de sentido que permea las páginas del libro con otros ensayistas como Javier Gomá, Gregorio Luri, Pablo D’Ors y Rob Riemen. Pero lo hace con voz propia, con propuestas sugerentes y una escritura que aúna la sencillez expositiva con el calado filosófico. El dominio de la prosa, breve y transparente, le permite sintetizar su argumentación en brillantes aforismos que, según el autor de la reseña, merecerían figurar en las antologías del género.


Artículo

El filósofo y escritor Josep María Esquirol es un maestro recalcando sus enseñanzas y lo demuestra en La escuela del alma (De la forma de educar a la manera de vivir). «La prioridad, hoy, no está en introducir a los alumnos prematuramente en la complejidad, sino en acercarlos a lo fundamental y también a lo simple: el triángulo, la lluvia, la paz», reconoce.

Que no nos engañe tanta sencillez expositiva. Esta se pone al servicio de un mensaje exigente, que interpela sin cesar a la responsabilidad de su lector: «¿Qué es la madurez?  Pues también es fácil de decir: dar frutos». El filósofo demanda a sus lectores (esto es, a sus alumnos en su escuela del alma) que vivan poéticamente. Y lo explica con la acostumbrada claridad: «Vivir poéticamente significa poder ser obrero de mundo (capaz de crear más mundo en el mundo), obrero de vida (capaz de intensificar la vida), obrero de fraternidad (capaz de crear más vínculos con el tú) y obrero de sentido (capaz de encontrar sentido, crearlo y esperarlo)». No le importa que sea una labor ciclópea. A fin de cuentas, en lo que a él respecta, reconoce: «Pero tengo afinidad por las causas difíciles, incluso por las perdidas».

Y con respecto a nosotros, nos propone que emprendamos la tarea entre todos. Este libro no es solo una llamada creativa a una vida más espiritual y comprometida, sino también a una vida más compartida. «En la biblioteca de la Universidad de Ratisbona cuelga un cartel en latín, en hebreo y en alemán que transcribe las palabras, incisivas y dulces a la vez, que encabezan el salmo 133: «¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos!». Si alguien considera que esto es pura retórica angelical, precisamente porque cree tener los pies en el suelo, no ha entendido nada». Luego dice lo mismo del revés: «El infierno es solipsista y narcisista».

La escuela, para Esquirol, es, antes que nada, el ámbito desde donde vencer ese solipsismo, incluso por delante del contenido concreto que se enseñe: «Educar es ayudar a que alguien se eduque». Se trata de una labor de ida y vuelta y, por tanto, de confianza mutua: «Se confía en alguien porque ese alguien te confía algo. El maestro hace del alumno su confidente».

Una llamada a la acción

La misión de la escuela del alma no es, sin embargo, subjetivista. Tampoco se conforma con asomarse sobre el mundo, como una habitación con vistas. Ya hemos visto que exige hacer más mundo. Y más aún: celebrarlo. Para Esquirol, «momentos especialmente reveladores de la respuesta humana son la celebración y la plegaria. […] Si la celebración y la alegría no forman parte de algo hermoso, es que algo falla. La belleza, como la bondad, no puede describirse bien sin, al mismo tiempo, celebrar y agradecer».

Dejaríamos una falsa impresión de este ensayo si el lector dedujese que es fácilmente optimista, con un tono de fondo de libro de autoayuda. Cierto que su propuesta estilística es abierta y transparente, enfáticamente amable, y que anima a la construcción gozosa de la propia identidad. Pero —entre líneas— conlleva una vibrante llamada a la acción. Tanto que en ella es donde nos encontramos el alma del título del libro: «¿Dónde está el alma? Animando. No busques una cosa, busca un movimiento. Busca la tenacidad de un movimiento, de un esfuerzo, de un anhelo». También lo dice con concisión de aforismo, que adquiere perfiles de divisa: «Sólo vive quien se desvive».

«La amenaza de la barbarie y de la oscuridad es muy grande; proviene de muchas partes y también de perniciosos modelos de vida», advierte. Y Esquirol se da cuenta de que uno de los peligros de esta sociedad aparentemente diversa y pluralista es la uniformidad férrea de fondo: «Una parte importante del malestar de la sociedad actual tiene que ver con la homogeneidad y el ahogo que subrepticiamente provoca». En la escuela del alma que el filósofo se ha propuesto abrir, el singular de alma del título está puesto con toda la intención. Hay un propósito programático de subrayar la personalidad de cada alumno.

¿No hay una contradicción con la importancia que da al trabajo en común y la fraternidad de alumnos y maestros en la escuela? No. A la individualidad que propone Esquirol no se llega a través de la soledad, sino mediante la dignidad. En la que insiste, citando a Simone Weil: «Lo primero que hay que hacer por ellos es ayudarles a recuperar o a conservar, según el caso, el sentimiento de su dignidad. Este es uno de los objetivos principales de la educación: dar confianza». Para lo cual, contraintuitivamente, es imprescindible la humildad, ya que «el ego hinchado es siempre débil». Entonces descubrimos que en la sencillez de su estilo se escondía una lección de humildad.

Instrucciones concretas a los alumnos del alma

A pesar de todo, la solidez de su propuesta educativa y cívica se acaba imponiendo. Nos deja Esquirol un manual de instrucciones implícito, del que nosotros podríamos extraerle un decálogo:

1- Educar mal y sin ánimo es un pecado.

2- Es conveniente no separar categóricamente la formación personal de la formación profesional.

3- Es necesario resistir la terrible ola de psicologismo que nos invade.

4- Entender el sentido de las cosas es ya una resistencia efectiva frente a la confusión.

5- Lo que no se admira se olvida.

6- No hay vida espiritual sin pasión creadora.

7- La mejor transformación es, a menudo, la transformación de la cotidianidad en una cotidianidad mejor.

8- El pensamiento no se divulga. El pensamiento se contagia.

9A la claridad que le falta calidez le falta también claridad.

10- El nihilismo es un cierre. La educación es lo contrario.

De todo lo dicho, se deduce que el lector particular se enriquecerá mucho con esta lectura y, aún más, si cabe, quien sea profesor o alumno o ambas cosas o tenga que ver con la enseñanza de algún modo. Esquirol da un paso más y encara la crisis de la educación, que no es una cuestión de presupuestos ni de cambiar la normativa educativa ni de volver a retocar las programaciones. Lo dice con una firmeza que se agradece: «Por eso, la crisis de la vida espiritual es la crisis de la educación, que ninguna planificación técnica puede arreglar».

Con lo que remacha el carácter desacomplejadamente comprometido y comprometedor del ensayo. Si los problemas educativos fuesen presupuestarios o de planificación oficial, podríamos lavarnos las manos y esperar que las soluciones caigan del cielo burocrático. Siendo una crisis de individualidad, de atención, de capacidad poética y hasta de humildad, hay que examinarse de uno en uno. Lo deja claro: «La conciencia apela a tomar conciencia. La reflexión pide más reflexión. La vida, más vida». No deja escapatorias o espacios para justificaciones: «Hacer algo con uno mismo significa cambiar la relación de uno mismo con el mundo y con los demás». Incluso basta leer, leer bien, con atención: «Paradójicamente, las ciencias humanas están haciendo mucho daño al humano. Por la falta de profundidad que vehiculan. Es mejor leer a Pessoa y a Chéjov que estudiar Sociología».

La mística del sentido común

Con una valentía que no desmerece a la de un Léon Bloy, Josep Maria Esquirol deduce que «todo lo que ocurre tiene un punto místico». No hace, por tanto, luz de gas a la mención al alma que campaba en el título del ensayo. Este verdaderamente va de la escuela y del alma. Ahora bien, la mística que propone es la de «los ojos abiertos», la que celebra el misterio ontológico de que las cosas sean lo que son. Algo realmente contracultural, pero perentorio, porque: «Sin la mística del sentido común y de los ojos abiertos, comienza la asfixia lenta y la depresión».

Aunque en la actualidad «las dosis de anestesia son altísimas», Esquirol nos previene, como ya hiciera un anciano Husserl en 1935, contra el gran peligro para Europa: el cansancio. No hemos de abandonar ni la escuela del alma ni la búsqueda del sentido de la vida. Nos lo propone con una mezcla de confianza y épica: «Resistimos y resistiremos, contentos y abatidos, hasta que ya nunca sea tarde».

Un pensador que hace pensar

Aunque en el libro se puede rastrear la sombra del espíritu del Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo) de Antonio Machado, Esquirol también se inserta por derecho propio dentro de una influyente constelación de ensayistas españoles contemporáneos. Estos ofrecen o proponen al público lector una seria búsqueda de sentido. Que nuestros contemporáneos están echando en falta, pues son libros que encuentran una ávida demanda.

Con las naturales diferencias, la obra de Esquirol linda con autores importantes por los cuatro puntos cardinales. Al este, su espiritualismo roza con Pablo D’Ors. Con Javier Gomá confluye en el norte de una propuesta de excelencia para todos. También linda con Gregorio Luri, quizá al oeste, por poner en el centro del reformismo social un saber exigente, haciendo hincapié en la importancia de la atención. En hacer del «cuidado del alma» un objetivo prioritario, Esquirol se da la mano, ya fuera de nuestras fronteras, con el Rob Riemen de Nobleza de espíritu y con la referencia de ambos: el checo Jan Patočka.

Este ramillete de referencias ha de servirnos para situarlo, no para encorsetarlo. Esquirol tiene una voz propia. Practica una filosofía de la proximidad y una defensa de la vida íntima. Su prosa se acompasa con ese propósito. Es tersa y transparente. Breve. Estamos ante un espléndido aforista, con el que se debería contar en las antologías del género. No solo en el sentido de subrayable en el que lo es cualquier buen escritor que se lea con un lápiz afilado, sino porque apenas hay que rebuscarle la brillantez. Escribe a fogonazos de aforismos.

Y, de hecho, al final del libro, los presenta exentos, como si la confianza ganada con el lector le dispensase de hacerles un andamiaje argumentativo, pues ya sabe que su lector, a esas alturas, se ha acostumbrado a pensar por su cuenta. Véanse unos ejemplos: «Estudiar es la atención reiterada». «Tener cuidado de no hacer mal ya es hacer bien». «Lo contrario de la prisa no es la lentitud sino el tener tiempo». «Escribir: las manos del verbo pensar». «En el mundo, hay muchos poetas del mundo: todo aquel que hace las cosas bien». «La mejor forma de ser contemporáneo es no rendirse a la actualidad. Resistir». «¿Cuándo envejece un camino? Cuando nadie lo hace».


Imagen de cabecera: «La lección de geografía», pintura de Emil Brack (1905). El archivo en Wikimedia Commons se puede consultar aquí.

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