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John Barton es teólogo y sacerdote anglicano. Ha sido catedrático de Interpretación de las Sagradas Escrituras en la Universidad de Oxford. Autor de numerosos libros sobre la Biblia, es redactor jefe de la Oxford Research Encyclopedia of Religion.


Avance

John Barton: «Historia de la Biblia». Ático de los Libros, 2024

El teólogo y sacerdote anglicano John Barton sintetiza el estado actual de los estudios bíblicos en un monumental trabajo estrictamente histórico y filológico dirigido a todo tipo de lectores, no necesariamente religiosos. Su premisa es que las pruebas deben estudiarse de manera desapasionada, sin atender a las implicaciones que pudieran afectarnos. Junto a numerosos aspectos sobre cómo, cuándo y dónde surgió la Biblia, el libro ofrece una tesis importante: el Antiguo y el Nuevo Testamento no se corresponden exactamente con la fe y la práctica religiosa del judaísmo y del cristianismo; ninguna de esas dos religiones puede deducirse a partir del contenido de la Biblia. «El judaísmo y el cristianismo se distancian considerablemente de su principal texto sagrado».

La Biblia es algo que se fue haciendo, construyéndose, no dado de una vez, y esto es patente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. De los textos del Antiguo Testamento, los libros narrativos son la literatura nacional del pueblo de Israel y no contienen una enseñanza de lo que los fieles deben creer o hacer. Esa enseñanza asoma solo en los libros de ley y sabiduría. Tampoco lo que enseñan los proféticos («textos subversivos que socavan los cimientos de la religión establecida») se parece a lo que predican hoy el judaísmo y el cristianismo.

La idea de que con Jesús había ocurrido algo radicalmente nuevo, fundamental para los primeros escritores cristianos, es la base del Nuevo Testamento. Este no es, por tanto, una mera continuación del Antiguo, pero sí enlaza con él y, en cierto modo, lo reescribe. Para los cristianos, el Nuevo Testamento contiene la respuesta (la redención en Cristo) a la caída en el pecado que describe el Antiguo, así como el cumplimiento de sus profecías.

Parte destacada del Nuevo Testamento son las cartas de Pablo, el principal responsable de la transformación de una nueva forma de judaísmo en una religión distinta y abierta a todos. En ellas, Pablo tantea en busca de las expresiones adecuadas que den cuenta de una nueva realidad, la que se abre con la resurrección de Jesús.

Por lo que respecta a los Evangelios, cuyo estudio supone una cuestión intrincada, se basan en recuerdos orales de quienes conocieron a Jesús y transmitieron sus dichos y hechos de su vida, recuerdos que fueron poniéndose por escrito en diversas etapas. Así, el Nuevo Testamento presenta una variedad de ideas acerca de Jesús difícil de sistematizar. Por ejemplo, Jesús llega a ser la segunda persona de la Trinidad tras una larga cadena de razonamientos que se desarrolla fuera del ámbito bíblico. Otra cuestión problemática que planeta el examen crítico de la Biblia es conciliar la inspiración divina con el hecho de que aquella sea un documento fundamentalmente humano. Pero inspiración —concluye Barton— quizá sea un término que causa más problemas de los que resuelve y, para hablar de la autoridad de la Biblia, tal vez no se requiera creer en su inspiración divina.


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De no ser por una breve referencia al final de sus más de seiscientas páginas de texto, en la que el autor se reconoce en el marco de la Iglesia anglicana; o por la afirmación implícita (en la página 340) de que estamos ante una teoría cristiana de la Biblia, nada obligaría a pensar que este sea un libro escrito desde el campo de la fe. Pues este erudito y monumental trabajo, escrito con las armas de la filología, la historia y la crítica textual, es un modelo de racionalismo que reivindica el derecho a leer la Biblia como se lee cualquier otro libro y no presupone que sus lectores sean personas religiosas. Ese espíritu —que se impone a la inquietud que provoca en ciertos lectores de las Escrituras el examen crítico de sus fuentes—, además de desprenderse de cada una de sus páginas, está explícito en algunas frases del autor. Por ejemplo: «Las pruebas han de estudiarse de manera sobria y desapasionada, sin atender a las implicaciones que pudieran afectarnos; y solo después de ese estudio podremos ocuparnos de sus implicaciones potenciales». O, a propósito de la obra de san Pablo: «Aceptar la autoridad de Pablo… debería implicar un esfuerzo por reflexionar sobre estas cuestiones, como él mismo hizo, en lugar de tratar sus palabras de la misma manera que sus adversarios trataban el Antiguo Testamento, a saber, como absolutamente vinculante y necesario para la salvación».

En definitiva, lo que hace John Barton en este libro es preguntarse cómo, cuándo y dónde surgió la Biblia. Preguntas fundamentales como ante todas las obras de la Antigüedad clásica, y especialmente ante un libro en el que hay diversas voces, que no puede entenderse sino como producto de una larga y a menudo agitada historia. En otras palabras, la Biblia es algo que se fue haciendo, construyéndose, no dado de una vez.

En un libro lleno de detalles y pormenores, que, al sintetizar el estado actual de los estudios bíblicos, escudriña infinidad de aspectos de esos cómo, cuándo y dónde, imposible de embutir en las dimensiones de una reseña, destaca una tesis de fondo: «Ninguna de las dos religiones que reivindican los libros bíblicos como cimiento, el judaísmo y el cristianismo, pueden deducirse a partir del contenido de la Biblia». «La Biblia no cartografía de forma directa la fe y la práctica religiosa de judíos o cristianos». «El judaísmo y el cristianismo se distancian considerablemente de su principal texto sagrado». «No existe ninguna variedad del cristianismo o del judaísmo que se corresponda punto por punto con el contenido de la Biblia».

El Antiguo Testamento

Lo anterior es especialmente patente en los libros narrativos del Antiguo Testamento, que, en tanto que son un relato y no una enseñanza de lo que los fieles deben creer o hacer, muestran la distancia entre texto bíblico y creencias o prácticas. Esos libros narrativos son uno de los cuatro géneros del Antiguo Testamento que Barton analiza minuciosamente. Los otros son ley y sabiduría, profecías, y poemas y salmos. La narrativa veterotestamentaria es una amalgama, resultado de un proceso de copia con añadidos y cambios. En algunos casos, parece que estamos ante varios relatos independientes, entretejidos en uno solo por los editores, lo que a veces da como resultado una narrativa incoherente. La opinión del autor es que el escriba de turno (Barton se refiere a «los ubicuos escribas, a quienes en última instancia debemos la totalidad de la Biblia hebrea») no quería que se perdiera nada y combinaba los relatos con el fin de preservarlos, de modo que el texto final era algo más parecido a un archivo que a una narración completa y coherente. Estos libros narrativos son importantes como literatura nacional pues sirvieron para consolidar la identidad del pueblo de Israel, aunque su historia no se pueda leer de manera fácil en ellos.

Ley y sabiduría son las partes del Antiguo Testamento que más cerca están de ofrecer la orientación vital que muchas personas buscan en la Biblia. Ninguna proporciona un código atemporal, pero ambas están ancladas con firmeza en la vida institucional del antiguo Israel. Las profecías son los libros más difíciles para un lector contemporáneo; no es fácil extraer de ellos un mensaje claro; parecen caóticos, confusos y desorganizados. Todos los libros proféticos parecen haber pasado por varias manos antes de convertirse en los textos que hoy conocemos. Las figuras que están detrás de los libros proféticos forman parte de la historia del judaísmo y del cristianismo, pero, en algunos casos, lo que enseñaron no se parece a lo que predican estas dos religiones en la forma en que hoy las conocemos. Isaías, por ejemplo, no era ni un maestro de la Torá ni un anunciador del Mesías, sino un actor político preocupado por los catastróficos acontecimientos vividos en Judá y Jerusalén en su época. «Los libros proféticos son en gran medida textos subversivos que socavan los cimientos de la religión establecida». En cuanto a los profetas, «no eran personas amables, y sus libros tampoco pretenden serlo […]. El judaísmo posterior […] optó por domesticarlos y presentarlos como maestros más que como acusadores implacables, de la misma manera que el cristianismo oyó sus voces críticas, pero prefirió verlos ante todo como heraldos de buenas noticias que proclamaban la llegada de una nueva era».

Los Salmos, una miscelánea de poemas de muchas clases, son el ejemplo clásico de poesía hebrea. No sabemos quién los compuso ni cuándo. No parece que el conjunto posea una organización general que permita leerlo como un libro con significado orgánico y acumulativo; es básicamente una antología, y una especie de microcosmos del Antiguo Testamento en general. El problema de la autoridad de la Biblia se presenta con más nitidez en los Salmos, que no adoptan la forma de un discurso divino dirigido a lectores humanos, sino que en su mayoría son discursos humanos dirigidos a Dios y a otras personas. Aunque no sean una revelación divina, sí resultan reveladores del vínculo del Dios de la Biblia con la raza humana.

El Antiguo Testamento, en definitiva, es una colección enorme de materiales heterogéneos que cuentan una historia muy antigua (aunque los propios libros no sean tan antiguos); un conjunto que solo se puede unificar forzando un esquema interpretativo, y que carece de una forma única y correcta de ser leído. No es literatura popular, sino, casi con certeza, obra de una élite urbana residente en Jerusalén y quizá en otras ciudades importantes, que se basaron probablemente en leyendas anteriores.

Y si el Antiguo Testamento es la historia nacional de un país pequeño, pero situado en el corazón de varias rutas comerciales de Oriente Próximo, el Nuevo, radicalmente diferente, «es la literatura de una pequeña secta… y los libros que reúne fueron, en sus orígenes, textos escritos de manera extraoficial e incluso con cierta experimentación». Escrita entre la década del 50 y hasta, quizá, la del 120, esta literatura surgió en un contexto de persecución (de judíos y luego de romanos) y está formada por los escritos de un pequeño grupo oprimido que, sin embargo, se creía destinado a triunfar cuando llegara la hora de Dios.

Esto último es clave para entender el Nuevo Testamento y sus relaciones con el Antiguo. «La afirmación de que con Jesús había ocurrido algo radicalmente nuevo, que trascendía los límites de las Escrituras existentes, era fundamental para los primeros escritores cristianos e implicaba que el Nuevo Testamento no podía considerarse una simple continuación del Antiguo», escribe Barton.

La figura de Pablo

La pequeña secta cristiana creció con rapidez tras la crucifixión de Jesús, sin duda por la creencia de que había resucitado (creencia que «liberó una inmensa oleada de energía e innovación»). Pero el gran triunfo se produjo cuando los cristianos ampliaron el alcance de su mensaje más allá del entorno judío. Es probable que fuera Pablo quien transformó una misión proselitista para difundir una forma novedosa de judaísmo en la promoción de una nueva religión abierta a todos, con sus propios términos y referencias. Aunque la predicación a los gentiles se hubiera iniciado antes de él, «imaginar el cristianismo sin la figura de Pablo sería un mero ejercicio especulativo».

De hecho, los textos cristianos comienzan con algunas cartas de Pablo; los Evangelios, según aceptación general, son posteriores. Las cartas de Pablo hacen hincapié en aspectos bastante diferentes de los de los Evangelios. No hay en él doctrinas definitivas e inamovibles que puedan juzgarse ortodoxas o heréticas; está probando diversas maneras de entender la exaltación del Jesús resucitado. Entender a Pablo implica a menudo lidiar con ambigüedades e incertidumbres. «En las cartas lo vemos avanzar a tientas, buscando expresiones adecuadas para dar cuenta de una realidad que todavía no podía definir con precisión». Si se le hubiera preguntado si Jesús era la segunda persona de la Trinidad, probablemente no habría sabido qué responder, esa forma de plantear la cuestión es posterior a él.

En cuanto a los Evangelios, la cuestión de sus orígenes y del modo en que se relacionan entre ellos es la más intrincada de los estudios bíblicos. Sabemos menos de lo que nos gustaría acerca de los Evangelios sinópticos, que siguen siendo un enigma; no sabemos dónde se originaron. Basados en recuerdos transmitidos de boca en boca y, quizá, puestos por escrito en documentos informales, toda una generación de creyentes practicó la fe sin tener acceso a ellos. Resulta verosímil suponer que las primeras iglesias cristianas recibieran algún esbozo, aunque fuera rudimentario, de la vida, obra y enseñanzas de Jesús. Esos cimientos orales de los Evangelios deben remontarse a los orígenes del movimiento cristiano. Quienes conocieron a Jesús transmitieron dichos suyos y relatos de su vida a apóstoles como Pablo, y esto no diferiría mucho de lo que encontramos en los Evangelios; aunque estos no sean en sí mismos declaraciones de testigos presenciales.

Por otra parte, los Evangelios completan un proceso que ya está en marcha con Pablo: el cambio de acento de la proclamación del reino a la figura de Jesús. Pablo habla poco del mensaje de Jesús y mucho del mensaje sobre Jesús. Con Juan se completa el proceso y el Evangelio trata, principalmente, de quién es Jesús, sin más enseñanza ética que el llamado a seguirle. Juan se separa de los sinópticos y recoge el testigo de Pablo. En Juan, «el proclamador [Jesús] se convirtió en proclamado», y eso vale en cierto modo para todos los evangelios.

Pablo, además, representa un asunto interesante, el debate entre lo viejo, el Antiguo Testamento, y lo nuevo, el mensaje cristiano. Para los cristianos, el Antiguo Testamento debe leerse como una descripción del pecado de Adán y la caída de la humanidad y como una profecía de la salvación que traerá Jesucristo. Así, se acopla de manera perfecta a la dispensa contenida en el Nuevo Testamento. Por tanto, el Nuevo no solo se añade al Antiguo, sino que en muchos sentidos lo reescribe. La caída de la humanidad es un aspecto central para los cristianos, ya que define la pregunta a la que la redención en Cristo ofrece respuesta. El judaísmo, por su parte, reconoce el pecado y la debilidad humana, pero no los considera tan extremos como para necesitar la intervención radical de Dios para salvar de ellos a la humanidad.

En cuanto a los textos, por supuesto carecemos de manuscritos autógrafos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. No hay manuscritos escritos por Isaías o Pablo, y nunca podrá existir un texto del Nuevo Testamento tal como lo dejaron las manos de Pablo, Lucas o Juan. Y de las palabras de Jesús, solo sabemos de modo indirecto lo que se supone que dijo. (Pasa igual —recuerda Barton— con los clásicos griegos y nadie duda de que podamos conocer la filosofía de Platón o de Aristóteles).

Las conclusiones del libro insisten en esos aspectos que un examen crítico de la Biblia pone de manifiesto. Como que el Nuevo Testamento presenta una variedad de ideas acerca de Jesús y acerca de Dios imposible de sistematizar. Llegar a identificar a Jesús como la segunda persona de la Trinidad requiere una larga cadena de razonamientos que se desarrolla fuera del ámbito bíblico. O la dificultad de mantener una alta doctrina de la inspiración bíblica cuando se es consciente de que la Biblia es un documento fundamentalmente humano. Es posible que inspiración sea un término que causa más problemas de los que resuelve, sostiene Barton; que concluye: «Para hablar de la autoridad de la Biblia quizá no se requiera creer en su inspiración divina».


 La foto, de Wendy van Zyl para Pixabay, se puede consultar aquí.

Periodista cultural.