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Manuel Cruz. Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor de más de treinta libros, ha sido diputado y senador por el PSC. Presidió la Cámara Alta en la XIII Legislatura.

Avance

Cada vez son más los que alzan su voz en público para avisarnos de los peligros que amenazan a la democracia, cuando no de su preocupante deterioro. Los peligros a los que suelen aludir son variados, subrayando uno u otro normalmente en función de las preferencias ideológicas del que formula la advertencia. Pero, en contra de lo que alguien podría pensar, este hecho (el diverso signo de las advertencias) no debe ser interpretado en el sentido de rebajar la importancia de tales peligros, máxime cuando hacen referencia a elementos básicos, estructurales, del sistema democrático, cuya crisis, de ir en aumento, podría afectar al conjunto de su arquitectura y, por tanto, al futuro de esta forma de vida en común.

Pues bien, probablemente en pocas ocasiones como la presente se haya hecho más evidente la necesidad de intentar tomar una cierta distancia respecto de lo actual en sentido estricto, cuyo permanente ruido fácilmente podría provocar el conocido efecto de que los detalles (los árboles) nos distrajeran de la perspectiva de conjunto (el bosque). De ahí que propongamos para lo que sigue intentar una perspectiva que, al margen de lo coyuntural, permita reflexionar sobre el real funcionamiento de una de las dos instancias clave de nuestra democracia. Me refiero a los medios de comunicación. Ellos, junto con los partidos políticos, son rigurosamente necesarios para que podamos atribuir a una sociedad la condición de democrática. En consecuencia, su existencia, conviene dejarlo dicho desde el primer momento, en modo alguno se encuentra en cuestión.

Ahora bien, de idéntica manera que defender la necesidad de la existencia de partidos políticos no nos impide en absoluto censurar, con toda la severidad que haga falta, muchas de sus prácticas (véase, por ejemplo, el muy interesante libro de Richard Katz y Peter Mair Democracia y cartelización de los partidos políticos, Madrid, Catarata, 2022), también habrá que reprochar públicamente a los medios de comunicación en sus diversos formatos las ocasiones en las que se apartan de su genuina función configuradora del espacio público. De no introducir esta mínima —por no decir obvia— cautela crítica, nos veríamos obligados por lógica a aceptar la tesis, manifiestamente absurda, de que incluso un medio de comunicación como la cadena de televisión estadounidense Fox, cuyas conductas en el pasado reciente han llegado hasta el extremo de merecer un reproche judicial, contribuye al buen funcionamiento de la democracia.

El problema emerge cuando lo que a primera vista podría parecer una mera paradoja teórica —la de que las piezas-clave de la democracia tengan en sí mismas un funcionamiento escasamente democrático— se convierte en una contradicción real que amenaza con cortocircuitar el deseable buen funcionamiento de todo el sistema. Ello ocurre cuando unos medios de comunicación, que de modo permanente presumen de constituirse en garantes de la libertad de expresión, la coartan sin el menor escrúpulo en función de particulares intereses empresariales o políticos (aunque con cuentagotas, de vez en cuando tenemos noticia del mismo tipo de episodios en publicaciones de diverso signo ideológico: artículos censurados, colaboradores marginados cuando no directamente cesados por sus opiniones discrepantes con las de la propiedad…).

No solo eso. Quienes, desde esos lugares, presumen de su condición de azote de los poderes públicos, se escandalizan y reaccionan airados ante la mera posibilidad de ser criticados por los mencionados comportamientos, posibilidad que de manera sistemática identifican, según dijimos, con un ataque a la propia democracia. Pero resulta evidente que, aunque pueda resultar excesivo (amén de anacrónico) calificar en su conjunto a los medios como cuarto poder, en muchas ocasiones algunos de ellos funcionan como auténticos operadores políticos que desarrollan una influyente, y en ocasiones incluso determinante, actividad en la esfera pública.

Artículo

Las deficiencias en el funcionamiento de los partidos políticos y los medios de comunicación no constituyen precisamente un indicador de buena salud democrática. Si el asunto debería preocuparnos es sobre todo porque no afecta a elementos reparables con facilidad (como podría ser, en un caso, la sustitución de los líderes de los partidos o la alternancia de distinto signo político en los gobiernos y, en el otro, el relevo en la dirección del medio de comunicación o un cambio en el accionariado), sino a los pilares básicos, estructurales, de esta específica forma de vivir juntos que denominamos democracia y que, desde luego, no parece pasar por su mejor momento.

Pero demos un paso más, porque, por añadidura, la imbricación recíproca de ambos pilares parece fuera de toda duda. Así, se ha convertido casi en una costumbre que cuando algunos partidos políticos se encuentran en horas bajas les da por atribuir el origen de sus desventuras a los medios de comunicación. Prácticamente en todos los casos en que ello sucede lo que se reprocha a los medios es que la gran mayoría intervienen de manera directa en el debate político manipulando los mensajes que los líderes de las formaciones en cuestión lanzan, silenciando aquellas informaciones que podían favorecerlas, cuando no, directamente, poniendo en circulación bulos y presuntas noticias que les perjudican de manera directa y de cuya falsedad tienen los emisores perfecta constancia. Todo ello con el poco disimulado propósito de favorecer a sus aliados políticos.

No hace ahora al caso entrar en el detalle de lo justificado de tales quejas —en muchas ocasiones cargadas de razón, todo hay que decirlo—, fundamentalmente porque lo que interesa plantear a continuación es otra cosa, de naturaleza bien diferente. Porque el debate acerca de cómo y cuánto manipulan algunos medios en beneficio de opciones por lo general no reconocidas oscurece otro debate, que también convendría abrir. Está relacionado con la manera en que es el propio funcionamiento de los medios, con independencia de su posible adscripción partidaria, el que desarrolla determinados efectos, de notable importancia oscurecedora, sobre la vida política.

Sabíamos que el desarrollo tecnológico, especialmente por lo que respecta al enorme impacto de las redes sociales, había obligado a los medios tradicionales a revisar los planteamientos con los que venían funcionando hasta el momento, reordenando sus prioridades. De tal manera que ahora habría pasado a ocupar el primer el análisis y la reflexión, en perjuicio (excepto en el caso de que se disponga de alguna primicia) de la información en sentido estricto, que se supone que ya le habría llegado al ciudadano de manera casi instantánea por otras vías. Con la contrapartida, en cierto modo inevitable, de que esa información, que nunca le habría dejado de entrar, tampoco le habría dejado «de salir», esto es, de caducar en su interés, a idéntica velocidad.    

Este proceso que, forzando un tanto las palabras, podríamos denominar de efimerización de la información, repercute de manera inevitable sobre el proceso, en cierto modo paralelo y complementario, de análisis y reflexión acerca de lo informado. Me atrevería a afirmar que dicha repercusión puede seguir dos direcciones. Una sería la de quienes se esfuerzan en intentar compensar la vertiginosa, y en apariencia muchas veces caótica, sucesión de acontecimientos, a base de ofrecer teorizaciones de carácter muy general, que permitirían inscribir aquellos en un marco mayor de sentido. Por supuesto, al propósito en sí mismo no se le puede formular ningún reparo. A fin de cuentas, entender es ser capaz de inscribir una particularidad cualquiera en la generalización que le corresponde.

Falta de discurso

Nada que objetar, pues, al procedimiento en cuanto tal. En todo caso, se impone observar que para que su resultado sea aceptable se requiere algo tan obvio como un discurso, perspectiva de conjunto, visión del mundo o como quiera que se denomine el «en nombre de qué» se lleva a cabo la interpretación de la particularidad en cuestión. Solo con este requisito es posible valorar a continuación el resultado de las acciones humanas, entre otras cosas porque es el que permite aquilatar con fundamento hasta qué punto han alcanzado el objetivo último supuestamente propuesto. El problema se suscita cuando esa particularidad por interpretar consiste en un determinado comportamiento (pongamos por caso, de un responsable político) y la generalidad desde la que se pretende interpretar, en una presunta intención o plan global nunca explicitado por parte del propio protagonista. En tales situaciones, la posibilidad de que el analista le esté atribuyendo al analizado unos objetivos que este nunca tuvo en su mente (e incluso deduzca de ahí una pretendida condición de estadista) es, sin duda, grande.

Tal vez tan importante como eso sea lo que podríamos denominar la desigual caducidad que existe entre, pongamos por caso, las palabras de un representante público y las de sus intérpretes en los medios. En el primer caso, es altamente probable que no todas las que pronuncie se las lleve el tiempo, por más que la volatilidad parezca ser el signo de nuestra época. Pongamos ejemplos un poco alejados, no fuera a ser que los más próximos distorsionaran la imagen de lo que se pretende destacar. Las ciertamente desafortunadas palabras de José Luis Rodríguez Zapatero cuando en 2003, siendo todavía líder de la oposición, proclamó en un mitin en Barcelona que apoyaría el Estatut que aprobara el Parlament de Cataluña, o las no menos desafortunadas de Aznar en 1998 denominando a ETA Movimiento Vasco de Liberación, por poner dos ejemplos insignes, les fueron recordadas, a veces de manera inmisericorde, durante largos años. Sin embargo, por otras palabras, tanto o más desafortunadas que las anteriores y que pudieron ser extremadamente influyentes entre amplios sectores de la ciudadanía (por ejemplo, determinadas interpretaciones conspiranoicas sobre los atentados de Atocha de 2004), parece darse por descontado que no procede el rendimiento de cuentas si quienes las pronunciaron fueron profesionales de la comunicación y las aireaban desde influyentes micrófonos o muy leídos diarios. 

Repárese en que ninguna de estas dos direcciones entra en lo que verdaderamente debería preocuparnos, que es la deriva que entre nosotros viene siguiendo la política desde hace ya demasiado tiempo. Porque se diría que ambas, lejos de hacer frente al que tal vez sea uno de los principales problemas de dicha deriva en nuestros días, que es la casi completa ausencia de un horizonte programático definido o, si se prefiere formularlo desde el ángulo opuesto, el rampante tacticismo que se diría ha contaminado a la práctica totalidad de las formaciones políticas, se han convertido en las mayores cómplices de su perpetuación. Entre otras razones, por la obvia de que, en tiempos de ocaso de los grandes discursos y crisis de valores universalmente compartibles, nadie parece disponer de los instrumentos teóricos con los que pensar adecuadamente y en profundidad el devenir de los acontecimientos.

En definitiva, sea porque se pretenda revestir lo táctico con el disfraz de una estrategia inexistente, sea porque se asuma con absoluto desparpajo que estamos condenados a un presentismo sin perspectiva —a un ensimismado vivir al día en el que, por decirlo con las palabras de François Hartog en su Creer en la historia, «se ha renunciado a comprender»—, el caso es que buena parte de los medios de comunicación han renunciado a cumplir la función, tantas veces proclamada como su razón de ser, de proporcionar elementos de información y opinión que ayuden a los ciudadanos a tomar decisiones fundamentadas. Abandonada esa función solo les queda, o bien ejercer de cámaras de eco de los diversos sectores ideológico-políticos existentes, o bien proceder como notarios que levantan acta, sin distancia ni espesor algunos, de la fragmentación incoherente del mundo.

Con un matiz final, tan relevante como inquietante: no resulta un elemento diferencial la trinchera política en la que se ubiquen los diferentes medios que participan de esta lógica. Todos ellos generan, con su idéntica manera de proceder, prácticamente el mismo efecto. Y es que, lejos de iluminar la realidad, contribuyendo a encontrar en ella algún orden de sentido o forma de inteligibilidad, parecen aplicados más bien a oscurecerla, esto es, a presentarla como profundamente ininteligible cuando no directamente absurda. Qué mejor cómplice podría encontrar un tacticista.

Todo lo anterior no es en vano, sino que está dando lugar a una serie de consecuencias específicas, en el terreno de la práctica, de enorme importancia. De hecho, tengo la sensación de que empieza a extenderse por todas partes, como una mancha de aceite, el difuso convencimiento de que estamos asistiendo a un profundísimo deterioro del espacio público en su conjunto. Me apresuro a reconocer que lo mío es solo una sensación, y más bien intuitiva, que probablemente se ha ido sedimentando poco a poco, tras la preceptiva plegaria matinal de lectura de los diarios (Hegel dixit), pero que se ha precipitado en los últimos tiempos. El detonante probablemente haya sido constatar la evidencia de que dicho espacio público ha ido abandonando su condición de lugar en el que los ciudadanos iban teniendo noticia de lo que ocurría en el mundo, a la vez que daban forma a sus opiniones al respecto, para convertirse, de manera tan manifiesta (por no decir obscena) como tal vez irreversible, en campo de batalla de intereses económicos o políticos.

En su momento, la epistemología francesa gustaba de utilizar como categoría teórica una expresión tomada de la navegación aérea, la de «punto de no retorno». Este, como es sabido, se alcanza cuando un avión ha consumido tal cantidad de combustible que ya solo le resulta posible llegar a destino, pero en modo alguno regresar al punto de partida. Pues bien, lo que ahora parece estar ocurriendo en el espacio público en general y en los medios de comunicación en particular no es, desde luego, algo nuevo, pero quizá sí pueda afirmarse que ha adquirido tanta importancia y gravedad que probablemente ya no resulte ni siquiera pensable la idea de volver sobre los propios pasos para enmendar errores.

Es verdad que últimamente han sido muchos los profesionales que han reconocido, alarmados, la notable pérdida de prestigio de la profesión periodística. Dejemos a un lado los casos en los que, bajo la apariencia de una reflexión autocrítica, lo que en realidad se hacía era lanzar andanadas contra la competencia, siempre culpable de traicionar las nobles esencias del oficio. De mayor interés es otro planteamiento, más habitual, que endosa la responsabilidad de la desafortunada deriva que están siguiendo los medios, abandonados en su gran mayoría a un poco disimulado sectarismo, a la transformación que ha sufrido el «modelo de negocio», origen, según ellos, de la mayor parte de los males que los asolan.

Sorprende que quienes antaño se atribuían un lugar tan fundamental en el funcionamiento de la democracia (sin prensa libre no hay sociedad libre, gustaban de repetir a modo de mantra) y reaccionaban con unitaria indignación a la menor propuesta de regulación del sector, contraproponiendo una autorregulación que jamás emprendieron, no reaccionen al menos con análoga preocupación ante el enorme deterioro que ellos mismos aceptan que se está produciendo en el espacio público. Sin que quepa, en su descargo, alegar que aquel ha tenido lugar de un modo súbito, imprevisto, que ha pillado a todo el mundo distraído con otros asuntos. Por el contrario, una parte no desdeñable de los medios de comunicación se ha venido dedicando, en algunos momentos con auténtica saña y casi siempre con una notable falta de consideración, a denostar a la práctica totalidad de los representantes de los ciudadanos, contribuyendo en una enorme medida (con la nada desdeñable colaboración de aquellos políticos que no han estado a la altura, obviamente) al desprestigio de esa dimensión fundamental de la vida en común que es la política.  

Un negocio

Ahora, cuando el deterioro desborda a los políticos y empieza a afectar a los propios medios, cuando la altura de las aguas empieza a alcanzar un nivel preocupante y amenaza con anegarlo todo, la respuesta no puede ser que la tecnología (proliferación de los diarios digitales, estallido de las redes sociales, etc.) le ha dado la puntilla a aquellas formas de comunicación en las que tanto se confiaba en el pasado. Excusas de mal pagador. El problema no es que haya cambiado el modelo de negocio, sino que la comunicación haya sido entendida por un relevante sector de las empresas periodísticas exclusivamente como un negocio. Y para que nadie interprete que esta es una afirmación buenista, teñida de moralina, se me permitirá que ponga algunos ejemplos que ilustren lo que pretendo señalar.

No sería de recibo que un portavoz de la conferencia episcopal española, italiana, estadounidense o irlandesa pretendiera minimizar la importancia de los episodios de pederastia protagonizados por sacerdotes católicos de esos países con el argumento de que la proporción de tales casos es igual o incluso menor que la que se da en otros colectivos. Como no lo sería que, en un país corrupto, el ministro de Justicia declarara que el número de delitos cometidos por los jueces no es mayor que el cometido por otro sector profesional.

En cualquier de estos casos diríamos que los argumentos aportados en modo alguno resultan aceptables. Pero no por una cuestión moral (ya está bien de utilizar el cansino comodín de la ejemplaridad) sino existencial, por no decir ontológica: si su razón de ser es, por así decir, promover la virtud o la justicia, en el caso de que se incumplan tales objetivos, carece de sentido su propia existencia. Pues bien, análogamente los medios de comunicación no pueden ser, con la excusa de los imponderables empresariales o económicos, un actor más que interviene en la esfera pública para defender sus propios intereses particulares, porque dejan a la sociedad sin un ámbito imprescindible para el buen funcionamiento de la misma, el de un espacio en el que recabar información objetiva y fiable, y donde poder llevar a cabo un genuino y veraz debate de ideas y propuestas.

He aquí el desencanto que nos faltaba. Si a eso le unimos la opacidad con la que operan quienes no hacen más que reclamar transparencia al resto mientras que ellos dejan de informar de importantes cambios en el accionariado de sus empresas que comportan virajes asimismo notables en la línea editorial, se producen idas y venidas de colaboradores o incluso tienen lugar severas limitaciones a la libertad de expresión de los mismos, entre otros asuntos de los que sin duda los lectores agradecerían estar informados, el desenlace no puede resultar más previsible. Nada tiene de extraño que, así las cosas, sean cada vez más las personas, particularmente jóvenes, que hacen afirmaciones que a los de más edad nos resultan poco menos que incomprensibles, como la de que ellos no se informan a través de los diarios (ni en papel ni digitales), la radio o la televisión, sino a través de las redes sociales.

Desaparecida –por no decir pulverizada– la opinión pública, ahora parece haberle llegado la hora al propio espacio público en cuanto tal. No deja de ser llamativo que quienes, tanto desde los medios de comunicación como desde la política misma, no dejan de manifestar su preocupación por la calidad de nuestra democracia, por el hecho de que, según ellos, no se pueda considerar una democracia plena, se hayan lanzado de hoz y coz a profundizar en su deterioro, sea a base de instrumentalizar dicho espacio, poniéndolo al servicio de opciones políticas particulares, sea a base de banalizarlo, convirtiéndolo en mero teatrillo para el enfermizo lucimiento narcisista de algunos. No parecen darse cuenta, ni unos ni otros, de la eficaz contribución que están haciendo con su comportamiento a que fracase la democracia.


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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Su ultimo libro publicado es «El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual» (Galaxia Gutenberg).