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Jorge Álvarez Palomino. Doctor en Historia, especialista en política internacional. Es coordinador del Máster de Historia Contemporánea de la Universidad CEU-San Pablo. Profesor de Oratoria. Coautor de los ensayos Cánovas del Castillo en el siglo XXI, y La configuración de la monarquía hispánica. Columnista de El Debate.


Avance

Auspiciado por el rey Carlos IV, que le dio todo tipo de facilidades para que se moviera a sus anchas por la América española, el científico y geógrafo alemán Alexander von Humboldt hizo un nuevo descubrimiento de aquellas tierras, tres siglos después que el colombino, esta vez de carácter sociológico, al recorrerlas durante cinco años, a principios del siglo XIX. El periplo no solo sirvió para ampliar el conocimiento científico al hallar centenares de nuevas especies de animales y plantas, sino también para desmentir el tópico de que la población nativa estaba siendo cruelmente oprimida por los españoles, falacia que se habían encargado de extender Inglaterra, Holanda y Francia, alimentando la Leyenda Negra. La Enciclopedia de Diderot y D’Alambert llegaba a decir que «se ha hecho de ellos [los indios] más bien esclavos fanáticos que hombres». Nada más lejos de la realidad, como demostró Humboldt, singularmente en uno de sus trabajos de campo más significativos, el que hizo en Cuba y que recogió en el libro Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826).

Constata, para empezar, que la sociedad de La Habana es una de las más cultas e ilustradas de América, y la ciudad es comparable a las urbes comerciales más ricas de Europa. Destaca, además, que la isla es la que más ha prosperado de todas las posesiones españoles, gracias a una buena administración. No deja de consignar la diversidad étnica de la capital, tal como refleja el padrón de 1810: de los 96.114 habitantes, 41.227 eran blancos, 9.733 eran pardos (o mulatos) libres, 16.246 negros libres, 2.277 pardos esclavos y 26.631 esclavos negros. Pero lo que más le llama la atención es el bajo número de esclavos en comparación con las posesiones británicas de la zona: mientras que en Cuba la proporción de aquellos era del 36 por ciento de la población, en las Antillas inglesas llegaba al 81 por ciento. Y los hombres libres de color (mulatos y negros) sumaban el doble que los de Jamaica, posesión británica, y Martinica, posesión francesa. Lo cual se debía —explica Humboldt—, a que la ley española no los discriminaba frente a los blancos, y por eso su situación en Cuba «es más feliz que en ninguna otra nación de las que se lisonjean, hace muchos siglos, de estar muy adelantadas en la carrera de la civilización».

Afirma en su tratado que «en ninguna parte del mundo donde hay esclavos es tan frecuente la manumisión como en la isla de Cuba». Se lamenta el geógrafo alemán de que siga habiendo esclavos en la isla y aboga enérgicamente por la abolición, pero, con todo, elogia la legislación de la monarquía hispánica por establecer una serie de deberes que los amos tenían que cumplir para el «buen trato» de sus esclavos, como atención médica, prohibición de trabajar para los menores de 17 años y los mayores de 60, obligación de proporcionarles casa y manutención, respetar su ocio y la posibilidad de asistir a misa dominical. La humanidad en el trato se tradujo, indica Humboldt, en una disminución de la mortalidad de los esclavos negros, que solía ser alta en el Caribe —del 15 al 20 por ciento anual—. Sería injusto negar, concluye el científico, que «muchos propietarios se han ocupado del modo más digno de alabanza de mejorar el régimen de los plantíos», de suerte que, si se compara Cuba con Jamaica, «el resultado parece ser en favor de la legislación española».


Artículo

El 19 de diciembre de 1800 llegaron al siempre ajetreado puerto de La Habana dos extraños viajeros. Uno de ellos era un botánico francés de 27 años llamado Aimé Bonpland. Su compañero, cuatro años mayor, era un aristócrata prusiano de excelente formación académica ilustrada que iba a convertirse en uno de los sabios más relevantes de la historia de la ciencia: Alexander von Humboldt (1769-1859). Los dos jóvenes científicos se habían conocido en París y habían establecido una sólida amistad cimentada en su común deseo de realizar una gran expedición científica, pero en medio del caos de la Revolución, todos sus proyectos fueron rechazados por el gobierno francés.

Los planes de Humboldt y Bonpland encontraron sin embargo una insospechada acogida en la monarquía española. Durante todo el siglo XVIII, los Borbones habían patrocinado ambiciosas expediciones científicas por todos los dominios del Imperio español, organizando viajes como la expedición geodésica al Ecuador de 1751, la expedición botánica al Perú de 1777 o la gran expedición de Malaspina de 1789-1794. Por eso, en 1799 Humboldt decidió probar suerte solicitando un permiso a la Corona española para viajar a América. La propuesta fue rápidamente aprobada por el rey Carlos IV, que ordenó que se diese a los dos investigadores salvoconductos para moverse con libertad por las posesiones españolas y que se les prestase toda la información y ayuda que requiriesen. Gracias a este apoyo, Humboldt y Bonpland pasarían los siguientes cinco años recorriendo América.

La América española a principios del siglo XIX era prácticamente desconocida para el gran público europeo. España siempre había desconfiado de la presencia de extranjeros en su imperio, limitando estrictamente la entrada de comerciantes o aventureros foráneos. Por eso, tres siglos después del descubrimiento, las posesiones españolas en América eran para gran parte de los europeos tierras lejanas envueltas en un halo en misterio. Ingleses, holandeses y franceses había suplido este desconocimiento con un surtido de tópicos de la Leyenda Negra, según los cuales Hispanoamérica era una tierra pobre y atrasada por la mala administración, carente de ningún interés cultural o natural, en la que la población nativa vivía oprimida por los crueles españoles. Así, por ejemplo, termina la entrada América en la famosa Enciclopedia de Diderot y D’Alambert:

«Aún hoy, no existe un solo pueblo americano que sea libre y que piense en instruirse en las letras, porque no hay que hablar de los Indios de las misiones, pues todo demuestra que se ha hecho de ellos más bien esclavos fanáticos que hombres». [1]

Estas ideas aparecían en las obras de todos los grandes pensadores ilustrados, aunque casi ninguno había pisado el Nuevo Mundo. Humboldt y Bonpland se habían formado en estos tópicos negativos que habían leído a sus maestros, pero con inquisitivo espíritu crítico estaban deseosos de poder recorrer el continente y comprobar de forma empírica su veracidad. Durante su viaje, recogieron datos de carácter botánico, zoológico, geográfico, astronómico y geológico, pero también prestaron gran atención al factor humano, anotando información sobre las costumbres, economía, demografía, cultura y modo de administración de los pueblos por los que pasaban.

El nuevo descubrimiento de América

El resultado de estos estudios permitió un gran redescubrimiento de América para el público europeo, disipando todos los mitos y leyendas que habían imperado durante tres siglos. No solo ampliaron enormemente el conocimiento científico al presentar centenares de nuevas especies de animales y plantas ignoradas por los académicos europeos, sino que desmintieron la idea de que la América española era una región atrasada y víctima de una administración cruel e inepta. Los escritos de Humboldt arrojan una luz muy favorable sobre la obra de España en América.

Uno de los trabajos donde mejor se refleja esto, y que sin embargo ha recibido menos atención, es el Ensayo político sobre la isla de Cuba, publicado en 1826. En esta obra, Humboldt analiza la situación de Cuba comparándola con la de las colonias caribeñas vecinas de Gran Bretaña y Francia. El sabio alemán había visitado la isla dos veces durante su gran periplo americano, recogiendo datos y anotando observaciones sobre sus circunstancias tanto naturales como sociales. En ambos casos encontró la más abierta colaboración de las autoridades españolas, como reconoce con agradecimiento:

«Esta confianza era muy legítima por la protección particular con que me ha honrado el ministerio español; y me lisonjeó también haberla merecido, por la moderación de mis principios, por una conducta circunspecta y por la naturaleza de mí pacífica labor. El gobierno español no ha estorbado de treinta años a esta parte, aun en la Habana misma, la publicación de los documentos más valiosos de estadística sobre el estado del comercio, de la agricultura colonial y de las rentas». [2]

Humboldt encontró en Cuba una sociedad rica y boyante, caracterizada por la buena administración. Como dice:

«De todas las posesiones españolas, ella es la que más ha prosperado; y el puerto de la Habana, desde los disturbios de Santo Domingo [la Revolución de Haití de 1791], ha subido al nivel de las plazas de primer orden del mundo comerciante. Una concurrencia feliz de circunstancias políticas, la moderación de los funcionarios de la corona, la conducta de los habitantes, que son agudos, prudentes y muy ocupados de sus intereses, han conservado a la Habana el goce continuado de la libertad de intercambio con el extranjero». [3]

La capital cubana sorprendió a Humboldt, que recordaba así su primera impresión de la ciudad:

«La vista de la Habana, a la entrada del puerto, es una de las más alegres y pintorescas de que puede gozarse en el litoral de la América equinoccial, al norte del ecuador. Aquel sitio, celebrado por los viajeros de todas las naciones, no tiene el lujo de vegetación que hermosea las orillas del Guayaquil, ni la majestad silvestre de las costas rocallosas de Río de Janeiro, que son dos puertos del hemisferio austral; pero la gracia que en nuestros climas adorna las escenas de la naturaleza cultivada se mezcla allí con la majestad de las formas vegetales y con el vigor orgánico característico de la zona tórrida» [4]

La sociedad habanera era para el alemán de las más cultas e ilustradas de América:

«El trato de la gran sociedad de la Habana se parece, por sus maneras atentas y su urbanidad, al de Cádiz y al de las ciudades comerciales más ricas de Europa, pero alejándose uno de la capital o de los plantíos inmediatos, habitados por propietarios ricos, se advierte el contraste que ofrece este estado de una civilización parcial y local con la sencillez de hábitos y costumbres que reinan en las haciendas aisladas y en los pueblos chicos. Los habaneros han sido los primeros, entre los ricos habitantes de las colonias españolas, que han viajado por España, Francia e Italia». [5]

Diversidad étnica

La Habana, según el padrón recogido en 1810, tenía 96.114 habitantes, de los que 41.227 eran blancos, 9.733 eran pardos (o mulatos) libres, 16.246 negros libres, 2.277 pardos esclavos y 26.631 esclavos negros. Humboldt calculaba que a este padrón había que añadirle la guarnición militar, de unos 6.000 hombres, la población de frailes y monjas que no estaba recogida y unos 20.000 extranjeros, lo que hacía que la ciudad superase con creces los 130.000 habitantes. Como referencia, según el censo de Estados Unidos del mismo año 1810, la ciudad más poblada era Nueva York con una población de 96.373 personas. Gracias a la buena administración, La Habana había más que duplicado su población entre 1791 y 1810, creciendo en más de 50.000 habitantes. Humboldt cifra el total de la población de Cuba en 715.000 personas.

Estos cálculos demográficos permitieron al alemán desmentir algunas de las exageraciones que la Leyenda Negra había establecido sobre la supuesta crueldad de la conquista española. En 1820, su compatriota Albert Hüne había afirmado, sin ninguna base, que Cuba tenía antes de la llegada de los españoles un millón de habitantes, que los españoles redujeron para 1517 a solo 14.000. Humboldt rechaza estos y otros cálculos como puramente ilógicos:

«Por mucha que sea la actividad que se quiera suponer a las causas de destrucción, a la tiranía de los conquistadores, a la irracionalidad de los gobernados, a los trabajos demasiado penosos de los lavados de oro, a las viruelas y la frecuencia de los suicidios, sería difícil concebir cómo en 30 o 40 años habrían podido desaparecer enteramente, no digo un millón sino solamente trescientos o cuatrocientos mil indios». [6]

La cuestión que más llama la atención del sabio alemán es la de la esclavitud, institución extendida por todo el Caribe pero que él condena enérgicamente. Para su sorpresa, la situación de la esclavitud en Cuba le pareció mucho más favorable que en ninguna otra potencia. El análisis demográfico, cuando se compara con los de las colonias de otras potencias, ofrecía a Humboldt una serie de reflexiones:

«…la población de la isla de Cuba en el día es, con corta diferencia, igual a la de todas las Antillas inglesas, y casi doble que la población de Jamaica. La relación de las diversas clases de habitantes aglomerados, según su origen y el estado de su libertad civil, ofrece los contrastes más extraordinarios en los países en que la esclavitud ha echado raíces muy profundas». [7]

Lo que más llamaba la atención al alemán era la diferencia del número de hombres libres en Cuba. De los 715.000 habitantes, 455.000 eran libres y 260.000 esclavos. Dentro de las personas libres, 325.000 era blancas y 130.000 negros o mulatos. Como señala: «en la isla de Cuba los hombres libres son el 64 por ciento de la población total; en las Antillas inglesas apenas 19 por ciento» [8]. Esto se debía por un lado a la mayor proporción de población blanca: «Los blancos que en las Antillas inglesas y francesas eran el 9 por ciento de la población total, en la isla de Cuba componían el 45 por ciento» [ 9]. En Río de Janeiro, la ciudad más poblada de Brasil, de 135.000 habitantes, 105.000 eran negros, mientras que La Habana, con una población similar, tenía dos quintas partes de blancos.

Pero el gran número de hombres libres en Cuba no era solo por la mayor presencia de blancos. Humboldt alaba la facilidad con la que se encontraban hombres de color libres. En Cuba representaban el 19 por ciento de la población, es decir, el doble que en islas británicas como Jamaica o francesas como Martinica. Los mulatos libres eran especialmente numerosos y aumentaban más que ninguna otra clase. Al contrario que en Francia o Inglaterra, la ley no los discriminaba frente a los blancos y por eso su situación en Cuba «es más feliz que en ninguna otra nación de las que se lisonjean, hace muchos siglos, de estar muy adelantadas en la carrera de la civilización». En su opinión, la razón del gran número de negros o mulatos libres se debía a la benevolencia de la legislación y costumbres españolas. En sus propias palabras:

«En ninguna parte del mundo donde hay esclavos, es tan frecuente la manumisión como en la isla de Cuba, porque la legislación española, contraria enteramente a las legislaciones francesa e inglesa, favorece extraordinariamente la libertad, no permitiéndole trabas ni haciéndola onerosa. El derecho que tiene todo esclavo de buscar amo, o comprar su libertad si puede pagar el importe de lo que costó, el sentimiento religioso que inspira a muchos amos bien acomodados la idea de conceder, en su testamento, la libertad a un número determinado de negros, el hábito de tener una porción de ellos de ambos sexos para el servicio doméstico, los afectos que nacen de esta especie de familiaridad con los blancos, la facilidad que tienen los obreros esclavos de trabajar por su cuenta pagando cierta cantidad diaria a sus amos; estas son las principales causas de por qué, en las ciudades, adquieren tantos negros su libertad, pasando de la servidumbre al estado de libres de color». [10]

Hasta finales del siglo XVIII, Cuba había tenido muy pocos esclavos al ser su economía más ganadera que dependiente de las plantaciones esclavistas. Según Humboldt, desde su descubrimiento hasta 1790 Cuba había recibido unos 90.000 esclavos, mientras que Jamaica en el mismo plazo había importado alrededor de 850.000 [11]

El número aumentó enormemente tras la Revolución de Haití, cuando gran parte del negocio azucarero pasó a Cuba, pero la legislación española intentó atemperar el aumento de los esclavos con medidas de protección. El Reglamento de 1789, que regulaba la esclavitud en las posesiones españolas, establecía una serie de deberes que los amos tenían que cumplir para el «buen trato» de sus esclavos. Entre ellos estaba el de asegurar su bautismo y la posibilidad de asistir a misa dominical, el de respetar tiempos de ocio y descanso, atención médica en enfermerías, prohibición de trabajo para los menores de 17 años y los mayores de 60, y obligación de dar casa, comida y ropa digna. Las penas que podían aplicarse a los esclavos seguían siendo muy duras, pero más reguladas que los códigos franceses o británicos. Una Real Cédula del 22 de abril de 1804 encargaba de nuevo «a la conciencia y humanidad de los colonos» que se cuidase del buen trato de los esclavos y especialmente de sus hijos, permitiendo que estableciesen familias que no debían separarse entre distintos amos [12]

Reducción de la mortalidad

Estas disposiciones tenían un efecto también en la reducción de la mortalidad de los esclavos, que era muy alta en todo el Caribe:

«Hay plantíos en que mueren anualmente del 15 al 20 por ciento. Yo he oído discutir, con la mayor serenidad, si era más conveniente para el propietario no fatigar excesivamente a los esclavos con el mucho trabajo y por consiguiente tener que reemplazarlos con menos frecuencia, o sacar de ellos todo el partido posible en pocos años, teniendo que hacer más a menudo las compras de negros bozales. ¡Estos son los raciocinios de la codicia, cuando el hombre se sirve de otro hombre como de una bestia de carga! Sería muy injusto negar que de 15 años a esta parte la mortalidad de los negros ha disminuido considerablemente en la isla de Cuba. Muchos propietarios se han ocupado del modo más digno de alabanza de mejorar el régimen de los plantíos. La mortalidad media de los negros introducidos modernamente es todavía del 10 al 12 por ciento; y según las muchas experiencias hechas en varios ingenios bien gobernados, podría disminuir hasta el 6 u 8 por ciento». [13]

Contra los tópicos de la Leyenda Negra, Humboldt llegó a la conclusión de que la comparación respecto a la esclavitud entre España y las otras potencias europeas era repetidamente favorable a la primera. Sin embargo, alabando estos aspectos, no dejaba de pedir la abolición absoluta de una institución que consideraba indigna de sociedades cristianas:

«…si se compara la isla de Cuba con la de Jamaica, el resultado parece ser en favor de la legislación española y de las costumbres de los habitantes de Cuba. Estas comparaciones demuestran en esta última isla un estado de cosas infinitamente más favorable a la conservación física y a la manumisión de los negros; pero ¡qué triste espectáculo presentan unos pueblos cristianos y civilizados disputándose sobre cuál de ellos ha hecho perecer en tres siglos menos africanos, al reducirlos a la esclavitud!». [14]


[1] Ignacio DÍAZ DE LA SERNA, «El artículo América en la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert», Norteamérica, Año 4, número 1, enero-junio de 2009, p. 199.

[2] Alexander von HUMBOLDT, Ensayo político sobre la isla de Cuba, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2005, p. 31.

[3] Ibidem, p. 30.

[4] Ibidem, p. 30.

[5] Ibidem, p. 139.

[6] Ibidem, p. 121-122.

[7] Ibidem, p. 98.

[8] Ibidem, p. 100.

[9] Ibidem, p. 110.

[10] Ibidem, p. 117.

[11] Ibidem, pp. 130-131.

[12] Karim GHORBAL, La política llamada del “buen tratamiento”: reformismo criollo y reacción esclavista en Cuba (1789-1845), Nuevo Mundo, Mundos Nuevos, 2009 [en línea]: http://journals.openedition.org/nuevomundo/57872

[13] Ibidem, pp. 135-136.

[14] Ibidem, pp. 133-134.


Foto de encabezamiento: Humboldt y el botánico Aimé Bonpland en la jungla amazónica. Pintura de Eduard Ender, (c. 1850). Se puede consultar el archivo en Wikimedia Commons aquí.

Doctor en Historia, coordinador del Máster de Historia Contemporánea de la Universidad CEU-San Pablo. Profesor de Oratoria. Coautor de los ensayos «Cánovas del Castillo en el siglo XXI», y «La configuración de la monarquía hispánica». Columnista de «El Debate»