Fernando Vallespín. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Expresidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).
Avance
Las democracias se sustentan sobre dos elementos esenciales: el principio de mayoría y las instituciones del Estado de derecho, que, idealmente, deben convivir. Históricamente, sin embargo, esa convivencia no ha sido fácil. Recientemente, gobiernos como los de Giorgia Meloni en Italia, Viktor Orbán en Hungría o Donald Trump en Estados Unidos, vuelven a ponerla en crisis, según Fernando Vallespín en su artículo. No es fácil extraer una conclusión definitiva acerca del choque de esos elementos, precisamente por el carácter complejo y ambiguo de la propia democracia. Esta, producto de una evolución político-social, tiene una «legitimación promiscua» (según Michael Ignatieff), procedente tanto de Jean-Jacques Rousseau, promotor de la voluntad popular, como de John Locke, defensor de los contrapoderes liberales. La democracia, dice Fernando Vallespín, es como un centauro, cuyas dos partes o naturalezas son igualmente necesarias. Lo ideal es que ninguna se imponga a la otra, pero en ocasiones se impone la roussoniana dictadura de la mayoría, y en otras, el derecho lockeano trata de encorsetar la voluntad popular.
Algunos teóricos han alertado del peligro de la erosión de la democracia desde dentro, por la devaluación de sus instituciones, cuyo ejemplo histórico más relevante es la desaparición de la República de Weimar por el ascenso del nazismo. Si bien los populismos actuales no parecen capaces de reeditar un episodio como aquel, sí pueden desvirtuar o neutralizar el poder judicial o limitar y obstaculizar la libertad de prensa, sostiene Vallespín. En estos casos, lo que parece peligrar no es el principio mayoritario, sino el sistema de controles institucionales, que, en la práctica, muestran una multiplicidad de formas de actuar: desde la rigidez de la «democracia militante» alemana a la laxitud británica.
Otra cara de la moneda (moneda de uso corriente en España, según Vallespín) son las interferencias políticas en el desempeño de los diversos tribunales, de modo que se desvirtúan los respectivos cometidos y son los juristas los encargados de solucionar problemas políticos. Este vicio explicaría el interés de los partidos por colonizar a los tribunales y otras instituciones. A este respecto, la vida política se desenvuelve entre una impecable jurisdicción constitucional y una continua injerencia en una actividad política que debería ser más autónoma, afirma Vallespín. Cuestiones como el modo de entender el derecho a una vivienda digna o el debate sobre la posible ilegalización de partidos extremistas (como la AfD en Alemania) serían buenos ejemplos del problema de la judicialización de la política.
Justo a estos asuntos, muy presentes en España y otros países en los últimos años, el autor de este artículo aboga por fomentar virtudes más básicas, necesarias para el equilibro de las dos dimensiones de la democracia tratadas. Son reglas informales que afectan, si no a la letra, sí al espíritu de las leyes. Siguiendo a autores como Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, destaca dos de esas virtudes: la tolerancia mutua y la indulgencia institucional. La primera consiste en que los grupos políticos se vean entre sí como rivales destinados a alternarse en el Gobierno, y no como enemigos irreconciliables, de modo que los naturales desacuerdos sean parte de las reglas del juego y no una forma de lucha existencial. La segunda tiene que ver con el autocontrol en el ejercicio de las diferentes funciones. «Aunque los partidos juegan para ganar, deben hacerlo con ciertas restricciones si de dichas acciones puede derivarse una lesión del sistema existente», escribe Fernando
Vallespín. Gran Bretaña, carente de controles de constitucionalidad, es un buen ejemplo de esto: su Parlamento «nunca ha adoptado decisiones que significaran una ruptura potencial de sus atribuciones tradicionales», ni siquiera en casos tan dramáticos como el del Brexit.
Artículo
La cuestión que aquí se plantea es la —actualmente— tan controvertida idea de la existencia de un conflicto entre dos elementos fundamentales que anidan en los sistemas democráticos; a saber, entre el principio de mayoría y las instituciones del Estado de derecho. Es una cuestión que venía siendo relativamente pacífica hasta la estridente rehabilitación de los populismos en las democracias avanzadas, hasta entonces relativamente vacunadas frente a esta amenaza. Desde una perspectiva teórica, su origen último cabe retrotraerlo a la disputa entre Kelsen y Schmitt1 en plena República de Weimar, y lo ocurrido en ese mismo periodo en Alemania es lo que ha provocado la alarma entre un importante sector de la ciudadanía de los países avanzados. El mejor ejemplo lo tenemos ahora mismo a la vista después del triunfo de Trump, cuya victoria se extiende también al poder legislativo y cuenta con el beneplácito de una mayoría del Tribunal Supremo estadounidense. Teniendo en cuenta las amenazas del magnate al supuesto enemigo interior, dentro del que incluye a determinados medios de comunicación, además de a sus adversarios políticos, la cuestión que se suscita es si los contrapoderes institucionales a su potencial arbitrariedad soportarán esta prueba. Pero abundan muchos otros ejemplos, como el también reciente del tribunal italiano que impugnó el traslado a Albania de presuntos demandantes de asilo, y la forma en la que Meloni se revolvió contra esa decisión e incluso ha vuelto a destinar allí a un nuevo contingente de ilegales. Por no hablar de la trayectoria de Orbán desde que asumió el poder en Hungría.
La tesis central de este artículo es que todo intento por extraer una conclusión limpia y sin fisuras a este choque entre ambas dimensiones de la democracia no hace justicia a la cantidad de matices que es necesario introducir cuando lo sometemos a evaluación. En parte, porque la democracia como tal está lejos de haber sido definida de una vez por todas, es el producto de una determinada evolución político-social y tiene, por valernos de una expresión de Michael Ignatieff, una «legitimación promiscua»: es hija tanto de Rousseau, el representante de la voluntad popular, como de Locke, el valedor de la necesidad de instituir los contrapoderes liberales. Por valernos de una metáfora, es un ornitorrinco, mamífero y ovíparo a la vez; o, mejor, algo así como un centauro, mitad caballo, mitad humano (sin dotar de un valor superior a cada uno de estos atributos). Lo ideal sería que actuaran de forma coordinada, que ninguna de esas dos naturalezas distintas se impusiera sobre la otra. Pero al menos desde Stuart Mill y Tocqueville somos conscientes de la enorme dificultad de evitar que caigamos en un «despotismo blando» o «dictadura de la mayoría» o, por el contrario, en una manipulación de élites encargadas de «disciplinar» dichos excesos, el derecho como instrumento para encorsetar la voluntad popular.
Neutralizar el poder judicial
Cuando hablo de la tensión entre principio de la mayoría y Estado de derecho no me refiero, pues, a que una de estas dimensiones deba de tener prioridad sobre la otra, sino a la dificultad por hacerlas convivir. Prueba de ello es el temor que se suscita entre importantes sectores de la ciudadanía ante la posibilidad de un triunfo de partidos populistas, como si esto significara el final de la democracia o su desvirtuación. O, y esto ya es más grave, como si una mera mayoría parlamentaria tuviera la capacidad de destruir o erosionar gravemente el sistema de contrapoderes. ¿Por qué existen, entonces, si cualquier mayoría puede ponerlos en peligro? ¿Lo que nos desvelan estos temores no responde acaso al miedo de que, en última instancia, es difícil evitar que una democracia (liberal) pueda sobrevivir si una mayoría suficiente de ciudadanos deja de creer en ella? Es lo que podemos denominar el momento Weimar por lo ocurrido en Alemania en 1933, la quiebra de un sistema democrático desde dentro sin necesidad de golpe de Estado. Levitsky y Ziblatt lo califican como el peligro de la crisis de la democracia «desde dentro», que ocurriría a partir de una progresiva erosión de sus instituciones.2
Esta situación extrema es, desde luego, excepcional. Aquello a lo que últimamente estamos asistiendo, y aquí los casos de Polonia y Hungría son buenos ejemplos, es a una progresiva desvirtualización o neutralización del poder judicial y el control de constitucionalidad de las leyes, así como a limitar u obstaculizar la presencia de medios de comunicación críticos. En Hungría sigue persistiéndose en estas prácticas, mientras que en Polonia consiguió ponerse el freno al gobierno del partido que las puso en marcha. De no haber sido así, es muy posible que ahora estuviera en la misma situación que el país de Orbán.
Como observarán, hasta ahora no he hablado de democracia liberal porque es un pleonasmo, no es posible imaginar una democracia sin que exista rule of law, cuya defensa está encomendada a un poder judicial independiente. Y aquí la protección de los derechos y la de las minorías es su característica más destacada. Por eso mismo, la adjetivación del sustantivo debería reservarse para lo que son meras democracias electorales o plebiscitarias, como en su día hablábamos de democracia, así en singular y sin más nada, frente a democracias populares. La generalización del término iliberal, que Orbán abrazó con entusiasmo, no contribuye tampoco a facilitarnos la tarea, porque emborrona lo que realmente es, una forma de autoritarismo y de restricción de las libertades. Va de suyo, por tanto, que no imagino que sea posible eliminar o subvertir tanto el elemento democrático como el sistema de controles. Pero en la práctica siempre nos solemos encontrar con una multiplicidad de variantes en la forma en la que estos últimos se conforman o actúan: desde un Tribunal Constitucional como el alemán, que representa la rigidez propia de lo que Löwenstein denominó «democracia militante», hasta países como el Reino Unido, que al carecer de Constitución lo fía casi todo, salvo la protección de los derechos, a la soberanía plena y casi ilimitada del parlamento de Westminster. En algunos de los países que están en los primeros puestos en calidad democrática, como Dinamarca, Suecia y Países Bajos, ni siquiera existen.
Judicialización de la política
Por otro lado, el abuso o las interferencias políticas en la actividad habitual de algunos tribunales constitucionales u otras instancias de jurisdicción ordinaria acaba resultando en una descarada politización de la justicia; quienes son llamados a resolver problemas políticos resultan ser al final juristas. Como esta es una práctica habitual en nuestro país, donde la judicialización de la política está a la orden del día, no es preciso insistir en ello en exceso. O en el intento por parte de los partidos por colocar a magistrados que son presuntamente de su cuerda, tanto en el CGPJ como en el Tribunal Constitucional. Hoy, por ejemplo, nos encontramos en una situación en la que el TC se percibe por un importante sector de la opinión pública como algo parecido a una instancia delegada de la mayoría parlamentaria, pero habría que ver si esto no ha sido también el caso en otros momentos de nuestra democracia, cuando la oposición recurría a él casi cada vez que perdía una votación parlamentaria importante.
Lo que quiero subrayar con esto es que, como señala un politólogo alemán, «las instituciones políticas son estables mientras los actores poderosos políticamente tengan un interés en su estabilidad -deben ser self-enforcing».3 Esto parece evidente, como también que a menudo se nos presentan dos versiones de una misma realidad: o el tipo ideal de una jurisdicción constitucional impoluta, o el de una injerencia judicial continua en una vida política que debería dejarse operar siguiendo sus propias y a veces tortuosas dinámicas en vez de prestarse a un constante recurso a los jueces. Y ello, porque en la práctica hay sentencias de los tribunales constitucionales que pueden favorecer interpretaciones que, en realidad, deberían corresponderse con decisiones que son competencia de la política —pensemos en las diferentes maneras alternativas de entenderse el derecho a una vivienda digna, por ejemplo—. O pueden interferir gravemente en la propia competición política. El debate que ahora mismo está suscitado en Alemania sobre si el Tribunal Constitucional Federal debe intervenir o no para declarar inconstitucional a la AfD es un buen ejemplo a este respecto, aunque obedezca al carácter militante de su Constitución.
En los informes que cada cierto tiempo emiten instituciones como V-Democracy o el The Economist Democracy- Unit suelen reflejarse muchas de las distorsiones o deficiencias que suelen presentarse en cada uno de los sistemas democráticos, y una de las principales variables es, sin duda, lo que, por simplificar, podemos calificar el rule of law. Lo que suele escapárseles, sin embargo, son algunas dinámicas —o virtudes— que son imprescindibles para asegurar un adecuado equilibrio entre las dos dimensiones que aquí nos ocupan y en las que insisten también autores como Levitski y Ziblatt. Nos referimos a la necesidad de que los actores políticos respeten todo un conjunto de reglas informales no contenidas ni en la constitución ni en ninguna ley específica, pero que deben ser tan conocidas como respetadas. Estos dos autores destacan dos en especial: la tolerancia mutua, y la indulgencia (forbearance) institucional. Por la primera entienden que los diferentes grupos políticos deben verse a sí mismos como rivales competitivos, no como enemigos mortales; la tolerancia mutua es la voluntad colectiva de los políticos de aceptar el desacuerdo entre ellos como parte de las reglas del juego, no como una lucha casi existencial. La segunda, se refiere a la incorporación de un mínimo de autocontrol en el ejercicio de sus diferentes funciones. «La indulgencia institucional puede entenderse como el tratar de evitar acciones que, aun cumpliendo con la letra de la ley, violan su espíritu»,4 que aunque los partidos juegan para ganar, deben hacerlo con ciertas restricciones si de dichas acciones puede derivarse una lesión del sistema existente. Insisto, aunque no suponga vulnerar ninguna norma legal o constitucional. Es lo que ha venido siendo una práctica de la propia vida política británica que, aun careciendo de controles de constitucionalidad, el parlamento nunca ha adoptado decisiones que significaran una ruptura potencial de sus atribuciones tradicionales. Incluso a la hora de introducir verdaderos saltos en la propia conformación del Reino Unido, como con la concesión de la devolution a Gales y Escocia, o en el propio Brexit, que se aprobaron mediante referéndum; esto es, recurriendo a una decisión mayoritaria de la ciudadanía.
Cultura cívica
Como nos es conocido por toda la trayectoria de Trump, por poner el ejemplo más a mano, no reconocer el resultado electoral del 2020 supone una clara ruptura de las reglas establecidas. Pero sabemos bien que incumple de modo flagrante también las otras condiciones que acabamos de mencionar. De ahí el peligro que atribuimos al personaje. A nadie se le escapa tampoco que la polarización política es el más eficaz disolvente de estas reglas informales, cada vez más perceptibles en la práctica de muchas otras democracias, sin que la nuestra sea una excepción, sino uno de los ejemplos más ilustrativos. Y tengo para mí, que esto que podíamos calificar como la temperatura de la política, el inflamar los enfrentamientos y valerse instrumentalmente de todos los recursos institucionales para favorecer intereses partidistas, es lo que a la postre acaba descompensando lo que debería ser un adecuado equilibrio entre nuestras dos dimensiones. Una vez dejamos de lado estos elementos informales caemos en una pendiente resbaladiza que amenaza con dislocarlo todo.
A modo de conclusión diríamos, por tanto, que en nuestro centauro democrático la voluntad de la mayoría y las instituciones del Estado de derecho son tan consustanciales como imprescindibles, pero que para que sepan coordinarse hace falta algo más que reducirlo todo a interpretaciones jurídico-constitucionales, poner líneas rojas al poder de las mayorías, o dejar que estas reinen sin sujetarse a reglas fijas y establecidas; lo que se precisa es gozar también de una cultura política que predisponga al entendimiento entre los contendientes políticos, eso que desde siempre hemos entendido por cultura cívica.
- Kelsen partía de la existencia de un orden jurídico estructurado a partir de una perfecta ordenación de las normas, cuya función fundamental era disciplinar la acción política. Schmitt, por el contrario, no dejó de insistir en la imposibilidad de entender el derecho sin considerar la realidad política y las relaciones de poder, y despreció la organización parlamentaria liberal. ↩︎
- S. Levitsky, D. Ziblatt, How Democracies Die, New York: Penguin Random House, 2018. ↩︎
- Philip Manow, Unter Beobachtung. Die Bestimmung der liberalen Demokratie und ihrer Freunde, p. 113. ↩︎
- Ibid., p. 130. ↩︎
La imagen de arriba es una fotografía de la sede del Tribunal Constitucional y es un archivo de Wikimedia Commons.