Carlos Soler. Doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra. Sacerdote y profesor del Máster en Filosofía y Religión según Joseph Ratzinger en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).
Avance
Partiendo del temor que puede generar en el hombre la existencia de un ser absoluto y único que pretende irrumpir en la historia humana, se pregunta el autor si hay motivos para temer el monoteísmo cristiano.
Desde una perspectiva cristiana, Carlos Soler sostiene que la forma en la que el Todopoderoso se ha hecho presente definitivamente en la tierra es precisamente despojándose del poder. Así lo muestran los «tres lugares de la existencia histórica» de Cristo: pesebre, palabra y Cruz. Con esto, Dios no se despoja de su omnipotencia, sino que elige manifestarla de otra forma en su paso por la tierra y no como una expresión suprema de poder. Por ello, en su esencia, el monoteísmo cristiano no da motivos para el temor.
Cuestión distinta es la existencia histórica de los cristianos, en la que, a menudo, no se produce ese desprendimiento del poder que caracterizó la vida terrena de Cristo. Esta desviación aparece siempre que se malinterpreta el equilibrio en el que se desarrolla la vida de la Iglesia: por un lado, la certeza de que el mundo nuevo se dará de manera plena en la vida futura, por otro, el convencimiento de que, tras la resurrección de Cristo, ese mundo nuevo ya actúa en este mundo viejo. Aunque «existe una aspiración legítima a que el triunfo de Cristo tenga ya algunas manifestaciones», no se puede olvidar que estas deben darse en las mismas coordenadas en las que se desarrolló la irrupción del Verbo en la historia. Cuando esto se deja de lado empiezan a surgir motivos para temer.
Soler defiende así el sentido del temor hacia los posibles abusos de un «cristianismo histórico» desligado de la «esencia del cristianismo». No obstante, considera injusto que esta precaución sirva como excusa para pasar por alto el hecho de que la propuesta cristiana aboga por otro acercamiento al poder, como testimonian los frutos que este planteamiento ha producido a lo largo de la historia.
Artículo
En este artículo intento plantear el problema que le da título y fundamentar la siguiente respuesta: el ateo no debería temer al monoteísmo cristiano, pero hace bien en temerlo. La reflexión que ofrezco es cristiana, está pensada desde la fe. La entrego con la confianza de que la respuesta de un cristiano a una cuestión actual y decisiva pueda interesar a creyentes y no creyentes.
Mencionemos primero las razones que hacen temer al monoteísmo, y más específicamente al monoteísmo cristiano. Estas razones son de dos tipos. Por un lado, la experiencia histórica: el cristianismo ha generado abundante violencia. En segundo lugar, una reflexión teórica: es verosímil que un absoluto pueda justificar cualquier conducta; más verosímil si ese absoluto es divino y es único. Ambos tipos de reflexión se relacionan y se alimentan mutuamente: la experiencia suscita la reflexión teórica y la verifica. No podemos entretenernos en esto, sino que debemos dar por suficiente este somero apunte.
Así pues, con este breve apunte damos por mencionadas las razones del temor, y pasamos a nuestro tema. Lo haré en dos fases: en un primer momento intentaré argumentar que no hay nada que temer si consideramos la esencia del cristianismo; en un segundo momento explicaré por qué, no obstante, sí hay que temer al cristianismo histórico.
Esto se puede abordar desde diversos ángulos y todos han de ser atendidos porque cada uno aporta cosas distintas. Pero no es posible hacerlo aquí. De modo que me limitaré a un ángulo concreto, pequeño y específico que, sin embargo, encierra en sí buena parte de lo esencial: la idea de poder.
El todopoderoso en la fe cristiana
A primera vista, el todopoderoso es temible, sobre todo si pretende irrumpir en la historia. Quizás más temible si tenemos en cuenta que nuestra palabra «todo-poderoso» traduce el griego «panto-krator», literalmente «soberano de todo». Hay que conseguir que no exista o, al menos, que permanezca lejos, que no interfiera en la historia. Si existe un poder realmente soberano, realmente totalizante, un «soberano de todo», eso no puede menos que aterrarnos, salvo que tengamos garantías de que no guarda relación con nosotros. Pero eso es precisamente lo que afirma desde el principio el Credo Cristiano: sus primeras palabras son «Creo en Dios Padre todopoderoso». El credo intenta expresar en pocas líneas la quintaesencia de la fe cristiana y resulta que comienza precisamente con estas palabras: Dios es todo-poderoso, pantokrator, soberano de todo. Hasta donde se me alcanza, esto es así en casi todos los credos cristianos desde el principio. A muchos esto les resulta aterrador. Más aterrador si consideramos que esta expresión recoge el «Sebaot» hebreo del Antiguo Testamento, que significa aproximadamente «Señor de los ejércitos». Para tranquilizarnos, debemos dar varios pasos.
En primer lugar: por fortuna «todopoderoso» no es estrictamente lo primero que dice la confesión de fe. Lo primero es «Padre». Aunque el todopoderoso está en el mismo comienzo, viene antes el Padre. Y esto es, en realidad, decisivo.
El hecho de que lo primero sea «Padre» tiene que ver con nuestro tema. Por dos razones. Primera, porque el dogma cristiano de la Trinidad modela por completo nuestra idea de Dios y lo hace de un modo tal que no puede dejar de tener consecuencias en nuestro asunto: ese absoluto es, en realidad, relativo; el absoluto deviene relativo sin dejar de ser absoluto. Segunda, porque la idea de «padre» introduce en Dios un componente de relación personal. Esto hace que ese absoluto no sea un individuo, un absoluto solitario, despótico y arbitrario, sin sentimientos; sino un absoluto personal que entra en relación con otras personas de un modo esencial y, por tanto, dotado de razonabilidad y de ternura. En definitiva, desaparece el Dios-individuo y ocupa su lugar un Dios-familia que es totalmente distinto. No podemos seguir recorriendo este camino ahora, sino que debemos ir por otra vía. Vayamos pues al siguiente paso.
En segundo lugar: hemos dicho antes que, si Dios existe, debemos mantenerlo lo más lejos posible de nosotros, de nuestro mundo, de nuestra historia. Cualquier irrupción de ese Dios en la historia sería probablemente una catástrofe. Pero ¿es así?, ¿es realmente así? Verifiquémoslo.
Dios realmente ha irrumpido de múltiples modos en la historia. La Revelación es la irrupción de Dios, la historia de una irrupción. No podemos considerarla en toda su amplitud ahora. Solo podemos tenerla presente en su conjunto, para decir que algunos elementos parecen contradecir lo que voy a sostener, pero que, no obstante, la tesis se mantiene. Vamos a considerar aquí solo la plenitud de esa revelación, de esa irrupción. Es decir, la irrupción de Dios en persona, hecho carne, hecho uno de nosotros, Jesús de Nazaret el Cristo.
Los lugares de la existencia histórica del todopoderoso
La tesis es la siguiente: cuando el panto-krator (el soberano de todo y Señor de los ejércitos) viene a la historia, se despoja previamente de su poder; y así permanece siempre mientras está en la historia. Solo recupera ese poder cuando sale de ella, cuando, resucitado, entra en su fase escatológica y, por tanto, deja de tener una existencia histórica. Es la Kenosis de la que habla el capítulo 2 de la epístola a los Filipenses. Esto no decir quiere que deje de ser Dios, que deje de ser panto-krator. Pero sí que mientras está en la historia no ejerce ese poder, no se impone y lo hace así porque no ha de haber un soberano en la historia.
Pero ¿esto tiene apoyo en los hechos?, ¿es algo más que fantasía teológica, que piadosa poesía? Pienso que sí y que tiene consecuencias prácticas de entidad. Cuando Pablo habla de Kenosis se apoya en los hechos. Descendamos a estos hechos. Los tres «lugares» de la existencia histórica del todopoderoso son el pesebre, la palabra y la Cruz. Esta es la condición existencial del todopoderoso cuando entra en la historia. Solo cuando ha entrado en su fase escatológica (es decir, cuando ya ha salido de la historia) se le entrega «todo poder». Pero la condición del resucitado no es histórica.
La vida histórica de Jesús tiene tres fases. Estas fases son: evangelio de la infancia, vida pública, pasión (y muerte); la cuarta fase, como hemos dicho, es metahistórica. La extensión de las tres es desigual.
En el evangelio de la infancia el todopoderoso se nos presenta en un pesebre. Pesebre, indefensión, pobreza, pequeñez, es el «lugar existencial» del todopoderoso en esta fase. En el otro extremo del arco, la Cruz es el lugar: la pasión. Y en medio, a lo largo de todo ese arco, el todopoderoso existe en la palabra. En la palabra de la predicación, es decir, en la palabra desprovista de poder. No en una palabra-mandato, en una palabra con poder, sino en la palabra desnuda.
Todo esto lo podemos reformular desde Juan así: Jesús es efectivamente rey: no puede dejar de serlo, no puede dejar de ser Dios, no puede dejar de ser el todopoderoso. Pero su reino «no es de este mundo»; es decir: no ejercita su poder mientras está en la historia. Tiene sentido que solo después de la Resurrección diga Cristo: «Me ha sido dado todo poder». Quiere decir que mientras estaba en la historia no lo tenía o no lo ejercía, y solo después de salir de la historia lo vuelve a recibir.
Los lugares existenciales de la Iglesia
Ahora tenemos que dejar a Cristo para hablar de la Iglesia. Jesús es norma radical para la existencia de la Iglesia. Jesús resucitado ha recuperado su poder, pero ya no está en la historia. Se hace presente en ella, pero no con una presencia histórica: se hace realmente presente en los sacramentos o cuando se predica su palabra o en la comunidad reunida en su nombre. Pero ninguna de esas presencias es «histórica». Es presencia «sacramental». Es siempre presencia de aquel que ya ha superado su fase histórica, es presencia de Jesús resucitado, del Jesús escatológico. Cristo tiene efectivamente un vehículo histórico de su presencia, que es la Iglesia. Y ella es consciente (o debería serlo) de que, en cuanto histórica, debe existir, como su maestro, en el pesebre, en la palabra desprovista de poder y en la Cruz. Es la «pobreza política» de la Iglesia.1
Conclusión interlocutoria
Lleguemos a la conclusión: la Iglesia no debe pretender ejercer el poder en este mundo. ¿Quiere esto decir que debe renunciar a su presencia en el mundo?, ¿limitarse quizás a una presencia en lo privado, en la existencia individual o, como mucho, familiar? No: debe reivindicar siempre su presencia pública, pero esa presencia debe ser sin poder, debe ser presencia ejercida en el pesebre, en la palabra y en la Cruz. Por todo esto es por lo que (desde el ángulo que estamos considerando ahora) el ateo o el agnóstico no deberían tener nada que temer de la presencia pública de la Iglesia.
Revisión de la conclusión desde la historia
Decía, sin embargo, que hace muy bien en temer. Lo que he dicho más arriba es cierto y recoge algo que está en el núcleo de la fe cristiana, al menos algo que está en el corazón de la fe sobre el modo de la presencia pública de la fe y de la Iglesia.
No obstante, se nos olvida con facilidad. Con demasiada facilidad la Iglesia, los cristianos, olvidamos estas realidades esenciales. Siempre hay un cierto desfase entre la esencia de la fe y su plasmación histórica, entre la esencia de la iglesia y el cristianismo histórico. Pues bien, es fácil dejarse llevar por esa lógica de un absoluto aplastante y olvidar cuáles deberían ser las condiciones de la Iglesia en la historia. La crítica de los anticristianos ayuda a los cristianos, porque solo estando la Iglesia en el pesebre, en la palabra y en la Cruz sirve a la obra de la salvación. En el momento en que, consciente o inconscientemente, sale de ahí y se sitúa en el poder, en el éxito, en el triunfo (que es a donde tendemos como hombres) deja de ser lo que es y de servir a la salvación.
Además de esto, debemos poner ahora una objeción de otro tipo. Cristo ha resucitado. Realmente ha resucitado e interviene glorioso en la historia. El hecho es que el escaton ya ha empezado a entrar en la historia. El «mundo nuevo» va creciendo en este «mundo viejo». Tanto a nivel personal como eclesial, no estamos en el puro «todavía no». Tampoco estamos en el puro «ya», pero sí a la vez en el «ya» y en el «todavía no». Por lo tanto, la Iglesia y el cristiano podrían esperar legítimamente algún tipo de éxito, algún triunfo. Me parece que estas no son consideraciones elegantes: existe una aspiración legítima a que el triunfo de Cristo tenga ya algunas manifestaciones; y existe, por tanto, el problema de encontrar el equilibrio en esto. Es difícil encontrar criterios para este equilibrio. Podemos señalar que seguramente deberían venir de la escatología (es decir, del tratado teológico sobre el eón futuro). En efecto, si la escatología —siendo una reflexión sobre el más allá— solo existe para orientarnos en el más acá, esta es una de las materias en las que nos debe orientar. Una correcta reflexión sobre las relaciones entre esta vida y la otra, sobre las relaciones entre el modo de existencia de la Iglesia en esta vida y en la otra nos podría poner al resguardo de algunos desequilibrios. Y, al contrario, una reflexión no matizada y no equilibrada nos podría llevar a fundamentar teóricamente praxis peligrosas para la fidelidad de la Iglesia a su Señor.
Debemos poner ahora otra objeción a la Iglesia, partiendo del tema de la palabra. Hemos visto que la palabra desprovista de poder es uno de los tres lugares existenciales de la existencia de Cristo. En cierto sentido, su palabra tenía poder, tenía el Poder de Dios: era palabra poderosa que hacía realidad lo que decía; por eso, ante ella muchos quedaban asombrados. Hablaba «con autoridad», con poder. Pero, cuando lo hace, lo hace «por vosotros», para salvar, no para imponerse. Por eso, en otro sentido su palabra está desprovista de poder. No se impone, no convoca sus millones de legiones. Es a este sentido al que me refiero.
Ahora bien, ocurre a veces que una palabra aparentemente desprovista de poder es la cadena más fuerte que ata a los hombres, un hilo tan invisible como irrompible. Las relaciones personales están llenas de chantaje afectivo, se convierten con frecuencia en relaciones de posesión, en vampirización de personas. Y en el plano social y político ocurre algo parecido: a través de la opinión pública, a través de un ejercicio aparentemente inocuo de la palabra, puede llegar a crearse un ambiente irrespirable, en el que hay cosas que no se pueden decir, casi no se pueden pensar. En un sentido distinto al que pretendía su autor, resulta literal y desoladoramente verdadero aquel dicho de Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Darin Mcnabb ha recordado de manera pedagógica que este peligro ha sido denunciado desde Rousseau hasta Foucault: en vez de dominar toscamente a los hombres con un fusil, los tengo maniatados con la palabra, sobre todo en la medida en que consigo que interioricen lo que les impongo.
Pues bien, desde Lutero al menos, esta acusación ha sido dirigida contra la Iglesia. Ella ejercitaría un poder, una carnicería de las conciencias, en toda la enseñanza moral. Y particularmente la confesión sería su vehículo más eficaz. Al presentarse como palabra de Dios, esta enseñanza penetra en las conciencias con un poder más oscuro que el de la opinión pública. Hay variados modos de presionar a través de la palabra y parece que especialmente en la Iglesia, según estas acusaciones.
Ahora hemos de dar dos pasos. Primero, ver si esto se corresponde con el cristianismo originario, con el modo en que Jesús existe en la palabra: ver, por tanto, si en caso de darse es algo intrínseco al cristianismo o es una desviación. Y, en segundo lugar, corroborar empíricamente, en lo posible, en qué medida se ha verificado en la historia.
A lo primero ya hemos respondido: un análisis de los textos nos lleva a concluir que ese no era el modo en que Jesús vivía la palabra. Esto quiere decir que, si alguna vez, o muchas veces se ha dado, si alguna vez la enseñanza moral ha sido un modo de ejercer poder sobre las conciencias, si alguna vez la confesión ha sido una carnicería crudelísima de las conciencias o, por decirlo con Francisco, «una sala de torturas»; si alguna o muchas veces ha pasado todo eso, es una patología, una desviación: la enseñanza moral o la confesión (por seguir con esos dos ejemplos) no son eso intrínsecamente.
Lo segundo es una tarea ingente que nos excede por completo. Depende mucho de los hechos en lo que uno quiera fijarse. Por lo tanto, no tenemos más remedio que conformarnos con una declaración: si echamos una mirada de conjunto a la historia de la Iglesia veremos que eso se ha dado, que ha habido hechos y periodos oscuros en este sentido. Y es una amenaza permanente; es decir, consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, la tentación de ejercer presión o algún tipo de dominio sobre las conciencias siempre está y estará ahí. Se requiere, pues, un permanente examen de conciencia para no resultar invasivos. Por tanto, los antimonoteístas no están ante un tigre de papel, ante un fantasma. Al mismo tiempo, vemos también que sería injusto, fuertemente injusto, fijarse solo o principalmente en eso. La historia de la Iglesia es, también en esto, un río de luz con abundantes sombras. Sea bienvenida la crítica como advertencia purificadora: siempre la necesitaremos. Al mismo tiempo, no se puede aceptar como deslegitimación radical de la Iglesia histórica.
Foto de cabecera: Pintura de Károly Ferenczy titulada Sermon on the Mountain, editada en Canva.com. CC Wikimedia Commons.
- Cfr. J.M Setién, Eclesiología subyacente a la teoría concordataria, en AA.VV. «Concordato y sociedad pluralista» Sígueme, Salamanca 1972, p. 19-49 ↩︎