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Gabriela Bustelo. Periodista, filóloga, escritora y traductora. Autora de varias novelas y ensayos, ha traducido, entre otros, a Dickens, Conrad, Kipling y Margaret Atwood. Columnista de El Español.


Avance

¿Se ha extinguido la cultura, tal como la habíamos conocido, en la era de la cibernética y el smartphone? ¿Se ha llevado por delante el tsunami tecnológico y globalizador a los intelectuales? Estas dos preguntas son el punto de partida de la reflexión que hace Gabriela Bustelo. La noción occidental de la cultura se ha transmutado —afirma— con la revolución informática: donde antes había bibliotecas, ahora, en la era cibernética, hay un «supercerebro que permite a los siete millones de dueños de un teléfono inteligente decidir qué consideran cultura y en qué formato quieren recibirla». Mas la «fantasmagoría mundial de las redes sociales» permite a los millenials presumir de cultos. Una indagación de National Literacy Trust desenmascaró la impostura al revelar que dos tercios de los británicos mienten cuando aseguran haber leído Guerra y paz y el Ulises; y que lo hacían para deslumbrar con fines amorosos o sexuales, lo cual supone instrumentalizar la cultura. En España, el 30% ―más de 15 millones de personas― no leyó un libro en todo 2023, y entre quienes lo hacen también hay postureo: fingen haber leído El Quijote, Cien años de soledad y Rayuela, entre otros. El cambio de paradigma se ha producido a finales del siglo XX y comienzos de este, debido al «proceso de interconexión planetaria», que arrancó con el descubrimiento de América, por Colón, y que ha culminado con el teléfono inteligente y el ordenador personal, al enlazar en tiempo real a 8.000 millones de personas. Lo cierto es que autores como Vargas Llosa dan a la cultura por muerta por «el exceso de laxitud y entretenimiento».

¿Y qué ha sido del venerado intelectual del siglo XX? Lo ha reemplazado «la estrella mediática con podcast», observa Bustelo. Han perdido el aura de seres iluminados y parecen «criaturas redundantes, casi extintas», ahora que el viejo cometido de «evangelizar» al inculto lo monopolizan activistas políticos y agitadores mediáticos en el ágora de las redes sociales. Si bien, en España, y por extensión en Hispanoamérica, quedan restos de intelectualidad como una ocupación «ejercida por charlatanes pedantuelos».

El aterrizaje forzoso de la digitalización en 2020, debido al confinamiento, dio la puntilla a la cultura oficialista. Empresas y particulares se vieron obligados a conectarse en una suerte de metamorfosis tecnológica que hubiera tardado largos años en tiempos prepandémicos. Hoy la práctica totalidad de los hogares españoles tiene teléfono fijo o móvil, siendo el país europeo con más dispositivos por habitante. Gracias a internet, tenemos al alcance de un simple clic el saber mundial, pero la pregunta es si queremos usarlo y con qué criterio. Así las cosas, concluye Bustelo, la cultura es, y será cada vez más, lo que cada cual quiera que sea.


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«Nunca como en el siglo XXI ha sido tan fácil aparentar saber tanto sin saber nada». Esta bomba la soltó hace una década el periodista estadounidense Karl Taro Greenfeld en The New York Times. Atribuía esta fantasmagoría mundial a las redes sociales, cuyo modelo de interacción exige estar las veinticuatro horas al día garantizando que no se es analfabeto. Hoy sus palabras se han agigantado, confirmándose como visionarias.

Casi sin darnos cuenta, ya estaríamos chapoteando en un caos de datos que es un nuevo modelo de incultura. Esta perspectiva arrolladora llevaría a plantear que nos hallemos ante una transmutación de la noción occidental de cultura. De hecho, la era ciber sería un supercerebro global que permite a los siete millones de dueños de un teléfono inteligente decidir qué consideran cultura y en qué formato quieren recibirla. En este tiempo nuevo, el gurú cultural tradicional —el venerado intelectual del siglo XX— sería prescindible al quedar remplazado por la estrella mediática con podcast. A tenor de esta deriva, todo parece indicar que la cultura posterior a la revolución informática no va a ser la que ha sido hasta ahora.

Entre tanto, casi el 70% de la población española asegura leer en su tiempo libre. Eso sostiene el informe publicado a principios de 2024 por los editores españoles, patrocinados por CEDRO y el Ministerio de Cultura. La franja joven sería la más lectora, formada por los españoles con edades de los 14 a los 24 años, cosa que discrepa de lo que aseguran los jóvenes británicos. El informe de la fundación privada británica National Literacy Trust [1] halló en 2023 que el segmento juvenil del Reino Unido disfruta menos que nunca leyendo, llegando al nivel más bajo desde 2005. De los jóvenes ingleses entre los 8 y los 18 entrevistados por el NTL, casi el 60% dijeron que la lectura no les proporciona ningún placer.

Impostores culturales

Teniendo en cuenta que nos hallamos en la era de los impostores culturales y que, como decíamos al comienzo, nunca fue tan sencillo fingir ser una persona culta, cabe preguntarse si los participantes en estos sondeos mienten o dicen la verdad. Hace quince años la mencionada National Literacy Trust hizo una indagación sobre las costumbres literarias del Reino Unido, revelando que dos tercios de los británicos mienten cuando proclaman haber leído libros como Guerra y paz de Tolstoi o el Ulises de Joyce. El director de NLT, Jonathan Douglas, explica que estos resultados indican que el postureo cultural es habitual como estrategia de millones de personas que quieren parecer brillantes, doctas y leídas. Cuando a los sondeados se les pedía que aclarasen los motivos, la mayoría confesaba que buscaban aumentar su capacidad de seducción. «No tienen reparos en mentir sobre sus conocimientos literarios para deslumbrar con fines amorosos o sexuales», sintetizaba Douglas sin rodeos.

Pero veamos cuáles son los títulos predilectos de los británicos a la hora de presumir de haber leído sin llegar a abrir los libros. El primero es 1984 de George Orwell, que lleva todo el siglo XXI copando listas de superventas por su discurso antidictatorial. El segundo y tercero son los ya citados Guerra y paz de Tolstoi y el Ulises de Joyce. Un digno cuarto puesto se lo lleva La Biblia, seguida de Madame Bovary (Flaubert), Historia del tiempo (Hawking), Hijos de la medianoche (Rushdie) y En busca del tiempo perdido (Proust). Y ya no es el libro el que garantiza la calidad de una película, sino al revés. Para la mitad de los entrevistados, una adaptación cinematográfica avala el interés del libro original.

En cuanto a España, el último barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España de la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE) informa que un 30% de los españoles ―más de 15 millones de personas― no leyó un libro en todo 2023. Entre los libros que los hispanohablantes fingen haber leído destacan El Quijote, Cien años de soledad de García Márquez, La saga/fuga de J.B. de Gonzalo Torrente Ballester, Rayuela de Julio Cortázar, 2666 de Alberto Bolaño, Roma soy yo de Santiago Posteguillo y La catedral del mar de Ildefonso Falcones.

El móvil, tótem cultural de la era cibernética

Este cambio de paradigma cultural es imposible de analizar sin aludir a la digitalización, una metamorfosis socioeconómica y tecnológica comparable a la Revolución Industrial. Recordemos que este proceso de interconexión planetaria arrancaba en 1492, cuando Cristóbal Colón descubrió el continente americano, inaugurando la Edad Moderna. Cinco siglos después la remataron Steve Jobs y Bill Gates, con el teléfono inteligente y el ordenador personal respectivamente, que conectan en tiempo real a 8.000 millones de personas. Ese pequeño cerebro portátil al que llamamos el móvil es el tótem cultural de la era cíber.

Mario Vargas Llosa ya nos anticipaba en su ensayo La civilización del espectáculo, que la cultura, tal como la hemos conocido, ha muerto. Su postura es la de un intelectual agraviado, a medio camino entre Guy Debord y Neil Postman, que define el problema como una agonía cultural producida por el exceso de laxitud y entretenimiento. Por desgracia, ha pasado una larga década sin que las mordaces denuncias de intelectuales como Vargas Llosa —y los insultos del autor español Arturo Pérez Reverte a sus compatriotas que no leen— hayan resucitado la cultura.

No en vano cabe plantearse si todavía existen los intelectuales que tanto nos impresionaron y marcaron durante el siglo XX. En el ámbito occidental la palabra ha ido perdiendo su prestigio totémico, incluso usándose con ironía o menosprecio. La misión tradicional de evangelizar a los incultos hoy la hacen en las redes los activistas políticos y los agitadores mediáticos. En los países digitalizados los intelectuales veteranos han perdido el aura de seres iluminados y parecen criaturas redundantes, casi extintas. Tienen algo de influencia en corrillos, pero las generaciones jóvenes apenas saben de su existencia. El ciudadano global es un autodidacta que se autoabastece con el iPhone.

En España, y por extensión en Hispanoamérica, la intelectualidad sigue siendo una ocupación venerable, ejercida por charlatanes pedantuelos que arengan contra la burricie desde sus púlpitos académicos y televisivos. En nuestro rincón meridional, la palabra cultura es todavía un palabro sacrosanto y restringido a los seres superiores que la practican. Este hecho no es fortuito, sino intencional.

Habrá quien pueda alegar que la cultura es un concepto subjetivo, especialmente en los tiempos de las llamadas guerras culturales. En un país tan polarizado como el nuestro, la cultura equivale al debate nacional sobre esos asuntos eternamente irresolubles: el partidismo dinástico; el solapamiento de los tres poderes; la financiación pública del nacionalismo; la política proterrorista; la economía estatalista; la omnipresencia de lo público; la cultura española prefabricada coexistente con el consumo masivo de cultura anglo; el favoritismo clientelar con las dictaduras preferidas; la tradición mafiosa del fraude, el nepotismo y la subvención; la bunkerización académica. Es decir, la democracia bananera Made in Spain.

«España es una tierra de hermosas paradojas», dice el autor estadounidense Dan Brown. No en vano, fue la digitalización resultante del estado de alarma la que le dio una muerte dulce a la cultura oficialista de la que veníamos hablando. Y nadie pareció darse demasiada cuenta. El coronavirus digitalizó el tejido corporativo de las pymes a tal velocidad que, en dieciocho meses, el sector empresarial logró una metamorfosis tecnológica fulgurante, que hubiera tardado largos años en tiempos prepandémicos. Como el gobierno español impuso uno de los confinamientos más rígidos de Occidente, la coyuntura de inmovilidad física obligó a nuestras empresas a tecnologizarse casi en un visto y no visto. Hoy la práctica totalidad de los hogares españoles tiene teléfono fijo o móvil, siendo el país europeo con más dispositivos por habitante.

Conforme el nuevo siglo va rematando su segunda década, vivimos ya inmersos en las novelas de ciencia-ficción que leíamos en el siglo XX. Ningún aspecto de nuestras vidas cotidianas se ha librado del efecto de la globalización y, gracias a internet, contamos con un vasto corpus de conocimiento científico, educativo y cultural, disponible en versiones mediáticas aptas para el público común. Tenemos a nuestro alcance el saber mundial, pero ¿queremos usarlo? En este escenario naciente, la vieja guardia intelectual parece burlarse por desconocimiento de una juventud tecnificada y autodidacta a través de internet, las redes sociales y el cine de plataforma.

La cultura será lo que cada cual quiera que sea

Paralelamente, la tormenta mediática sobre los mismos temas, sumada a la menguante credibilidad de la información en sí y la dinámica de autocríticas y polarizaciones, desprestigia la prensa tradicional. No es casual el hecho de que los antaño llamados «medios de información» se llamen hoy «medios de comunicación». De hecho, como señalaba Revel en El conocimiento inútil, se trata de términos opuestos.

En una era digital donde la información está a un toque de tecla para la enorme mayoría de la humanidad, la cultura es —y será cada vez más— lo que cada cual quiera que sea. Mientras la globalización se consolida como paradigma mundial, avanzamos hacia esquemas mentales desconocidos, que las generaciones millenials bosquejan mientras las precedentes se aferran a sus dogmatismos binarios. En nuestro país la gradual sustitución del antagonismo nacional entre fachas y rojos por la fricción generacional entre la España posfranquista y la España millenial es un avance histórico de primer orden. Podremos aceptarlo o no, pero estamos ante el final del mundo en que hemos nacido y vivido hasta ahora.

[1] Fundación benéfica británica que fomenta la educación pública en lectura, escritura y otras habilidades de alfabetización. Nota de la Redacción.


Esta es una nueva versión, realizada por la autora para Nueva Revista, del artículo ¿Es posible que la cultura tal como la conocías haya muerto sin que te hayas enterado?, que se publicó en Revista de Libros, el 4 de septiembre de 2024.


Foto de encabezamiento: «Primera salida del Quijote». Biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla. El archivo en Wikimedia Commons se puede consultar aquí.

Periodista, filóloga, escritora y traductora. Autora de varias novelas y ensayos, ha traducido, entre otros, a Dickens, Conrad, Kipling y Margaret Atwood. Columnista de «El Español».