Clive Staples Lewis. (Belfast, Irlanda del Norte, 1898 – Oxford, Inglaterra 1963). Filólogo, medievalista y escritor. Fue profesor de Literatura en Oxford y Cambridge. Sus libros han sido traducidos a más de treinta idiomas. Cultivó la ficción con obras tan populares como las de la saga Las crónicas de Narnia. Sus ensayos más leídos son El problema del dolor, El gran divorcio, La abolición del hombre, Los cuatro amores y Cartas del diablo a su sobrino.
Avance
En El problema del dolor (1940), el escritor británico C. S. Lewis sale al paso de una contradicción que ha supuesto un quebradero de cabeza no solo para los filósofos sino también para el común de los mortales: que Dios permita el sufrimiento en el mundo. En ese ensayo trata de responder a preguntas relativas a la existencia del mal, la omnipotencia divina, la bondad de Dios, el propósito del sufrimiento y la compleja relación entre la libertad humana, la justicia y la misericordia divinas.
Apologista cristiano, que se convirtió del ateísmo a la iglesia anglicana, Lewis recurre en las argumentaciones de El problema del dolor a fuentes teológicas —del Génesis, San Pablo, los santos padres, san Agustín, santo Tomás de Aquino, etcétera—, pero también a referentes filosóficos y literarios, y aplica, a lo largo de sus páginas, la lógica, con una intención didáctica y una prosa diáfana.
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Cómo es posible que Dios permita el sufrimiento de los inocentes, las catástrofes, las matanzas, las injusticias? Nada resulta más desconcertante que la coexistencia de un Dios amoroso y omnipotente con el mal en el mundo.
En El problema del dolor (1940), el ensayista británico C. S. Lewis trata de responder a preguntas relativas a la existencia del mal, la omnipotencia divina, la bondad de Dios, el propósito del sufrimiento y la compleja relación entre la libertad humana, la justicia y la misericordia divinas. Y recurre a fuentes teológicas —del Génesis, San Pablo, los santos padres, san Agustín, santo Tomás de Aquino, etcétera—, pero también a referentes filosóficos, como Aristóteles, o literarios, como John Milton, y aplica a sus argumentaciones la lógica, con una intención didáctica y una prosa diáfana.
Lewis comienza afirmando que el dolor es una experiencia humana universal e ineludible. A diferencia de «la injusticia y el error, dos males que pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos […] el dolor, en cambio, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando sufre».
Eso no quiere decir que el dolor sea bueno. «Si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo», afirma el autor. Pero «si tratáramos de excluir del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma». Lewis coincide, en esto, con la afirmación de nuestro Unamuno: «El dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad».

De la observación de la realidad, deduce Lewis, siguiendo a Aristóteles, que «si la materia tiene una naturaleza fija y obedece leyes constantes, sus diferentes estados no se acomodarán de igual modo a los deseos de un alma determinada, ni serán igualmente beneficiosos para ese particular agregado de materia que es su cuerpo. El mismo fuego que alivia el cuerpo situado a conveniente distancia lo destruye cuando la distancia se suprime. De ahí la necesidad, incluso en un mundo perfecto, de señales de peligro, para cuya transmisión parecen estar diseñadas las fibras nerviosas sensibles al dolor».
Planteado así el problema, lo decisivo —nos dice Lewis— no es encontrar una solución analgésica que haga desaparecer la desazón física o moral, sino descubrir si el dolor tiene o no sentido. El autor británico proporciona una pista en el otro término de la ecuación, Dios, puesto que ha sido Él quien ha creado todo y, por lo tanto, el responsable último al que pedir explicaciones.
Razones para el ateísmo
En primera instancia, el dolor es incompatible con un Creador bueno y todopoderoso. Es lo que opinaba el propio Lewis en su juventud, cuando no creía en Dios. «Si alguien me hubiera preguntado cuando yo aún era ateo, que por qué no creía en Dios, mi respuesta espontánea hubiera sido: “Si miramos el universo en que vivimos, comprobaremos que buena parte de él, la mayor con diferencia, es un espacio vacío completamente oscuro y terriblemente frío. … es difícil creer que la vida y la felicidad son algo más que un subproducto del poder hacedor del universo”». La historia de la humanidad es la historia del progreso técnico, pero, a la vez, es «una secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor». Y el futuro tampoco se atisba halagüeño, «el cosmos declina… llegará un momento en que sea una inmensidad uniforme de materia homogénea a baja temperatura. Entonces terminará la historia y la vida no habrá sido, a la postre, sino una efímera mueca sin sentido en el necio rostro de la materia infinita». ¿Es todo eso obra de un espíritu omnipotente y misericordioso? «O bien no hay espíritu alguno fuera del universo o bien es indiferente al bien y al mal, o es un espíritu perverso».
Si Dios fuera bueno —razona—, «querría que sus criaturas fueran completamente felices; y si fuera todopoderoso, podría hacer lo que quisiera. Mas como las criaturas no son felices, Dios carece de bondad, de poder o de ambas cosas».
Omnipotencia y bondad de Dios
Sin embargo, continúa Lewis, sería absurdo «un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al emplearlo como arma, o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos». Lo cual no significa que Dios no sea omnipotente, sino que su poder «no es arbitrario ni caprichoso, sino que está intrínsecamente ligado a Su naturaleza, que es inherentemente buena». La omnipotencia divina significa un poder capaz de hacer todo lo intrínsecamente posible, no lo intrínsecamente imposible. «Podemos atribuir milagros a Dios, pero no debemos imputarle desatinos», apostilla.
Además, el concepto de bondad divina no siempre coincide con el nuestro. Muchas veces «no queremos tener realmente un padre en el cielo, sino un abuelo, una benevolencia senil que disfruta viendo a los jóvenes, como suelen decir los ancianos, pasándolo en grande; un ser cuyo plan para el universo fuera sencillamente poder decir, de verdad, al final de cada día todos se lo han pasado bien». Pero Dios es padre, no abuelito, y «el amor es algo más austero y espléndido que la mera amabilidad», o que la simple benevolencia. Esta «no se ocupa como tal de si su objeto se hace bueno o malo. Se conforma con evitarle sufrimiento. […] Solo para personas que no nos preocupan exigimos felicidad a toda costa. Con nuestros amigos, personas queridas o nuestros hijos, en cambio, somos exigentes y preferiríamos verlos sufrir antes que verlos disfrutar de una felicidad despreciable y alienante».
Recurriendo al símil del artista, Lewis señala que «los seres humanos somos, no metafóricamente, sino de verdad, obras de arte divinas que Dios hace y con lo que, por consiguiente, no quedará satisfecho hasta que posea determinadas características. […] Ningún artista se tomaría demasiadas molestias en hacer un boceto en ratos de ocio para distraer a un niño. […] En cambio, se tomaría infinitas molestias si se tratara de la gran obra de su vida, de una pintura a la que amara tan intensamente, aunque de manera distinta, como un hombre a una mujer o una madre a su hijo».
El amor de Dios por el hombre, argumenta Lewis, «no es la senil benevolencia que desea perezosamente que cada cual sea feliz a su modo, ni tampoco la solicitud del anfitrión deseoso de atender bien a sus invitados, sino un fuego voraz, el amor creador de los mundos, tenaz como el amor del artista por su obra, despótico como el del hombre por el perro, providente y venerable como el del padre por su hijo, celoso, inflexible y exigente como el amor entre los sexos».
La Caída de Adán
Por lo demás, constata Lewis, «han sido los hombres, no Dios, quienes han inventado los potros de tortura, los látigos, las cárceles, la esclavitud, los cañones, las bayonetas y las bombas. La avaricia y la estupidez humanas, no la mezquindad de la naturaleza, son las causas de la pobreza y el trabajo agotador».
Pero hay una causa anterior que puede explicar muchas cosas. Y tiene que ver con la libertad. «Sin la libertad de elegir, las criaturas serían autómatas», apunta el autor. Dios corrió un riesgo al dotar al ser humano de libre albedrío y, por lo tanto, con la facultad de rechazarlo. De hecho, eso fue lo que ocurrió. Sostiene Lewis ―en la línea con la doctrina cristiana― que gran parte del dolor y la angustia que la humanidad arrastra desde sus albores es una consecuencia directa del pecado original cometido por Adán y Eva, según recoge el Génesis.
Antes de la Caída, la humanidad existía en armonía con la voluntad divina. Adán no estaba amenazado por el dolor, el cansancio, el envejecimiento y la muerte, gracias a los llamados dones preternaturales: «La inmortalidad, la exención del dolor (impasibilidad) y el dominio de la concupiscencia (integridad)» (Catecismo, 376). «En perfecto movimiento cíclico, ―explica Lewis― el ser, el poder y el gozo descendían de Dios al hombre en forma de dones, y volvían del hombre a Dios como amor obediente y adoración extática». Pero el hombre perdió esos dones preternaturales cuando se prefirió a sí mismo en lugar de a su Creador.
El relato del Génesis habla, con lenguaje alegórico, de que el primer hombre comió del fruto prohibido. Lo que nos quiere decir ―afirma Lewis siguiendo a san Agustín— es que el pecado «fue de orgullo: un movimiento por el que la criatura, es decir, un ser esencialmente dependiente —cuya existencia no proviene de sí mismo, sino de otro—, intenta asentarse sobre sí mismo, existir por sí mismo». Los primeros padres, Adán y Eva, pretendían «considerar su alma como algo suyo», lo cual es «vivir una mentira, pues nuestras almas no son realmente nuestras»; pretendían poseer un rincón en el universo, desde el que pudieran decir a Dios: «Esto es asunto nuestro, no tuyo; mas no hay un escondite semejante. Deseaban ser nombres; pero eran y serán eternamente adjetivos».
Al romper voluntariamente con el Creador, «el ser humano perdió su autoridad sobre la creación y fue sometido a las leyes de la creación. Por esto le vino el dolor, la vejez y la muerte. Quedó encerrado en su propio Yo». Hasta ese momento, indica Lewis, el espíritu humano había controlado completamente el organismo, pero «de señor de la naturaleza, el espíritu humano se convirtió en simple huésped —y a veces incluso prisionero— en su propia casa.
El orgullo y la ambición, el deseo de aparecer hermoso a sus propios ojos, de despreciar y humillar a todos sus rivales, la envidia y la búsqueda desasosegada de más y más seguridad fueron, desde entonces, las actitudes más naturales para él. […] Esta condición fue transmitida de forma hereditaria a las generaciones siguientes».
Eso explica, añade Lewis, la tendencia del hombre al mal, que sigue perviviendo en la actualidad. El hombre puede arrepentirse y volver a Dios, pero lo hace «con un doloroso esfuerzo».
La autocondena del infierno
Pero en el providente orden divino el mal no tiene la última palabra, nos dice Lewis, de forma que el daño termina siendo reparado y el delito, castigado. Da respuesta así a la observación de Sócrates: «Si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos».
Jesucristo «habla a menudo del infierno como de una sentencia dictada por un tribunal» y ese es el sentido punitivo que tiene la justicia divina, la idea de que el culpable no se salga con la suya, considera Lewis. Pero añade un importante matiz: «[Jesucristo] dice también que el juicio consiste en el sencillo hecho de que los hombres prefieren la oscuridad a la luz», es decir, el que se condena eternamente es el propio culpable. El Creador respeta la libertad de su criatura y acepta que lleve su rechazo hasta las últimas consecuencias.
En este sentido, el alma condenada —afirma Lewis— es «victoriosa y rebelde» hasta el fin. «No quiero decir que las almas no deseen salir del infierno, como el hombre envidioso desea ser feliz, sino que no quieren asumir las fases preliminares de entrega y autorrenuncia mediante las cuales el alma puede alcanzar cualquier bien. Por lo tanto, gozan para siempre de la horrorosa libertad reclamada. Por consiguiente, se han hecho esclavas de sí mismas; como los bienaventurados, sometidos para siempre a la obediencia, se tornan más y más libres por toda la eternidad».
El rasgo característico de las almas perdidas, «desterradas de la humanidad», es «el rechazo de todo cuanto no sea ellas mismas». Una autocondena sin duda terrible, pero de implacable lógica, porque «¿qué pedimos que haga Dios?» con ellas. «¿Que borre los pecados pretéritos y permita a todo trance un comienzo nuevo, allanando las dificultades y ofreciendo ayuda milagrosa? Pues eso es precisamente lo que hizo en el Calvario. ¿Perdonar? Hay quienes no quieren ser perdonados. ¿Abandonarlos? Mucho me temo, ¡ay!, que eso es lo que hace».
«El feroz encarcelamiento en el yo no es sino el reverso de la entrega de sí» en el Cielo. La unión del alma salvada con Dios es «una continua autorrenuncia, una apertura, un desvelamiento, una entrega de sí. Un espíritu bienaventurado es un molde cada vez más tolerante con el metal brillante derramado en su seno, un cuerpo más abierto al resplandor diáfano del sol espiritual».
Siguiendo la doctrina cristiana, sostiene Lewis que si el infierno es el no-lugar, el Cielo es el destino natural del alma creada por Dios: «Nuestro lugar en el Cielo parecerá estar hecho exclusivamente para cada uno de nosotros porque fuimos creados para ocuparlo; fuimos creados para ello puntada a puntada, como el guante para la mano». En este sentido, «los padecimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que ha de manifestarse en nosotros», apuntaba San Pablo y recoge Lewis, aunque seamos incapaces de imaginar el Paraíso, si no es a través de pálidas analogías: «Los placeres terrenales ofrecen un vistazo fugaz a una felicidad más sustancial y eterna que yace más allá de la experiencia humana».
¿Es el Cielo un autoengaño?
El Cielo no vuelve trivial el sufrimiento en la vida terrenal, sino que lo contextualiza, matiza Lewis. El Paraíso proporciona la certeza de que cada instancia de sufrimiento —lo que el autor llama «golpes de cincel del escultor sobre el bloque de piedra»— tiene un sentido, en el plan último de justicia y redención de Dios. El Cielo no es, en ese contexto, un autoengaño del subconsciente, proyectando nuestros anhelos en un más allá ilusorio, como argumentan autores como Feuerbach o Christopher Hitchens. No es un consuelo ficticio, sino una realidad basada en la fe y reforzada por la razón, que dota de significado a la vida, sostiene C. S. Lewis.
Los agnósticos suelen echar en cara a los creyentes que, al soñar con «castillos en el aire» del Paraíso, «eluden el deber de hacer un mundo más feliz aquí y ahora». Pero alega Lewis: «O existen esos “castillos en el aire” o no existen. Si no existen, el cristianismo es falso, pues esta doctrina está entrelazada en todo el tejido cristiano. Si existen, esa verdad deberá ser aceptada». También acusan los agnósticos a los creyentes de ver el Cielo como «un soborno que nos impide obrar desinteresadamente si lo convertimos en el fin de nuestra aspiración». Pero replica Lewis: «El Cielo no ofrece nada que pueda desear un alma mercenaria. […] Ciertas recompensas no manchan los motivos. El amor de un hombre por una mujer no es mercenario porque quiera casarse con ella, ni es codicioso su amor a la poesía por desear leerla, ni menos desinteresada su afición al ejercicio físico por el deseo de correr, saltar y caminar. El amor busca, por definición, gozar de su objeto». El Cielo, el amor de Dios es, precisamente, el objeto de la felicidad humana: «Aquí está por fin, diríamos sin el menor asomo de duda, aquello para lo que he sido creado».
Entonces, ¿tiene sentido el sufrimiento?
Ante el terremoto de Lisboa de 1755, que acabó con la vida de cien mil personas, Voltaire negaba la Providencia Divina, y el Holocausto hizo preguntarse a muchos ¿dónde estaba Dios o por qué permanecía mudo? Lewis responde subrayando que el sufrimiento es, precisamente, «el megáfono del que se vale Dios para despertar a un mundo de sordos». Por un lado, ese megáfono «puede ser la única oportunidad del malvado para corregirse. El dolor quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde». Un hombre injusto al que la vida sonríe «no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien».
Y, por otro lado, el propio Dios hace suyo el dolor, corriendo la misma suerte que las criaturas humanas, mediante la Encarnación de Jesucristo. «Al hacerse hombre y vivir en Palestina como una criatura entre las demás criaturas, Dios acepta el supremo sacrificio de su vida que le habría de conducir al Calvario». No se puede decir, por tanto, que Dios desconozca la realidad del dolor, ni que permanezca mudo ante el sufrimiento.
De hecho, el dolor tiene algunos frutos tan positivos como el heroísmo o la compasión. «El dolor proporciona una oportunidad para el heroísmo que es aprovechada con asombrosa frecuencia». En este aspecto, coincide Lewis con Aristóteles cuando atribuye a la adversidad el papel de crisol para forjar el carácter. Y con Rousseau: «El hombre que no conoce el dolor no conoce ni la ternura de la humanidad ni la dulzura de la conmiseración».
El autor, que había conocido el horror en los frentes de batalla de la Primera Guerra Mundial, afirmaba: «No he visto más odio, egoísmo, sublevación y falta de honradez en las trincheras del frente o en los cuarteles generales que en los demás lugares. En cambio, he visto gran belleza de espíritu en personas afligidas por el sufrimiento; he comprobado cómo, por lo general, los hombres mejoran con los años, en vez de empeorar; he observado que la enfermedad final produce tesoros de entereza y mansedumbre en individuos poco prometedores».
El dolor no sería problema si…
En un pasaje del libro, y a modo de conclusión, el autor sintetiza la tesis central: «En un universo como el nuestro, caído y parcialmente redimido, debemos distinguir varias cosas: 1) El bien simple, cuyo origen es Dios. 2) El mal simple, producido por criaturas rebeldes. 3) La utilización de ese mal por parte de Dios para su propósito redentor. 4) El bien complejo producido por la voluntad redentora de Dios, al que contribuye la aceptación del sufrimiento y el arrepentimiento del pecador. El poder de Dios de hacer un bien complejo a partir del mal simple no disculpa a quienes hacen el mal simple, aunque puede salvar por misericordia».
El cristianismo —advierte— «crea más que resuelve el problema del dolor, pues el dolor no sería problema si, junto con nuestra experiencia diaria de un mundo doloroso, no hubiéramos recibido una garantía suficiente de que la realidad última es justa y amorosa».
C.S. Lewis tendría ocasión de volver sobre el tema veinte años después, tras la muerte por cáncer de su esposa Joy, devastadora vivencia que plasmó en el libro Una pena en observación (1961). La conclusión de estas nuevas reflexiones fue muy similar a la de El problema del dolor, pero reforzada, esta vez, por la autenticidad y la madurez de quien ha experimentado el dolor en carne propia.
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