Antonio Buero Vallejo (1916-2000) es uno de los más importantes dramaturgos españoles, ganador del Premio Lope de Vega en 1949 y del Premio Cervantes en 1986. En enero de 2025, la Academia Sueca liberó la lista de nominados al Premio Nobel de Literatura correspondiente al año 1974. Buero Vallejo había sido propuesto para el galardón.
Avance
Buero Vallejo, que debutó en el teatro hace 75 años, es nuestro contemporáneo, sostiene el autor de este artículo. Ya su debut –Historia de una escalera, vuelta a representar en los primeros meses de 2025– mostraba su querencia por la tragedia, género, al decir de algunos, ajeno a la idiosincrasia española. Pero Buero, lector de Unamuno y joven espectador de algunos estrenos de Lorca, sigue una tradición española iniciada por Fernando de Rojas o Calderón.
Encarcelado tras la guerra civil, al salir en libertad condicional Buero no eligió el exilio. La decisión, sobre ser elocuente con respecto a su voluntad de compartir el destino de sus compatriotas y seguir dirigiéndose a ellos, ilumina también una característica esencial de su trayectoria: lo que se llamaría, dentro de una polémica hoy poco recordada, el posibilismo, es decir, el empeño por estrenar y llegar al público a pesar de todas las trabas. Y hablarle, dice Javier Huerta, no con «la vana palabrería del cantor épico, sino [con] el desgarro de quien ha estado muy cerca de la muerte y ha visto el horror de los hunos y los hotros».
Su trayectoria alternó, siguiendo a Calderón, lo colectivo o coral (Las palabras en la arena, Las cartas boca abajo, Hoy es fiesta, El tragaluz…) con lo existencial o individual (En la ardiente oscuridad, Madrugada, El concierto de San Ovidio, Llegada de los dioses…). Además, el mito, la leyenda, la historia, también nutren su teatro, como muestran La tejedora de sueños o Un soñador para un pueblo.
Su temprana y abandonada vocación de pintor también se deja sentir en su teatro, que «no quiso anclarse en un realismo de corto vuelo y se aventuró en otros ámbitos del existir: el prodigio, la maravilla, el misterio».
El modo en que practicó la tragedia, «su más original y trascendente aportación», incluía una visión optimista y esperanzada, cercana a Camus: la vida podrá ser absurda, pero merece la pena ser vivida. Concluye al autor del artículo afirmando que, «frente a los usos espurios de la memoria, que tan frívolamente atizan quienes no vivieron la guerra», hay «una voluntad admirable de cerrar heridas y contemplar aquella tragedia bajo el signo de la paz, la piedad y el perdón» en el teatro de quien dijera: «Creo y espero en el hombre, como espero y creo en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad».
Artículo
¡«Buero!, ¡Buero!», eran las voces que se oían desde el paraíso del Teatro Español, tras caer el telón, en el estreno de Las Meninas, un 9 de diciembre de 1960. Lo recordaba así uno de aquellos espectadores entusiastas, el novelista Luis Mateo Díez, al presentar las Obras completas de Antonio Buero Vallejo -editadas por la Biblioteca Castro‒ en una sala del Español contigua a la principal, donde por esos días se representaba Historia de una escalera, la obra que, en 1949, reveló a nuestro más grande dramaturgo de la segunda mitad del siglo XX y que vino a remover el anodino panorama teatral de la inmediata posguerra.
A pesar de sus setentaicinco años de vida, este último montaje ha mostrado al público de 2025 el encanto y la frescura de un clásico que, venciendo el paso del tiempo, es ya nuestro contemporáneo. Buena parte del mérito se debe a su directora, Helena Pimenta, quien, frente a las miradas autosuficientes y hasta airadas de tantos colegas suyos, cuando se las ven ante una obra de aquellos tiempos oscuros, bien que nada yermos artísticamente, ha sabido imbuir de un tono poético muy de agradecer su propuesta escénica. Un tono poético acorde, por otro lado, con el relato que parece haber inspirado a Buero: Las nubes, donde Azorín reescribe el desenlace de La Celestina: Calixto y Melibea no han muerto, sino que han alcanzado la madurez felizmente casados y padres de una hija, Alisa, que ve, al final del cuento, cómo un joven irrumpe en el huerto de su casa persiguiendo un halcón. Una delicada versión del mito del «eterno retorno», similar a la historia de Carmina y Fernando, novios que nunca llegaron a casarse y que contemplan emocionados cómo Carmina, hija, y Fernando, hijo, se prometen amor para siempre en la última escena, de igual modo a como hicieron cada uno de sus padres al término del primer acto.
Como las nubes, pasan por Historia de una escalera las vidas de unas «pobres gentes», los «humillados y ofendidos», por decirlo con Dostoyevski, uno de los autores favoritos de Buero. Por su ambiente –una casa de vecindad–, la obra se nos antoja un sainete, pero en realidad el autor nos ofrece una tragedia. En la malherida España del 49 ‒«cerrado y sacristía»‒, Buero vindicó un género como el trágico, que los preceptistas juzgaban extraño a nuestra idiosincrasia: en palabras de Ramón J. Sender, a propósito de Valle-Inclán, esa secular «dificultad para la tragedia» del teatro español. Mas ya en los años 30 Buero había conformado un sentido trágico del mundo de la mano de Unamuno, otra de sus más permanentes devociones. Algunos estrenos a los que pudo asistir entonces, entre ellos Bodas de sangre y Yerma, lo ratificaron en ese sentir y en la convicción, conforme a García Lorca, de que nuestros clásicos ‒de Fernando de Rojas a Calderón‒ habían escrito no pocas y hermosas tragedias, acaso impuras y heterodoxas, pero tragedias a la postre.
No más canónicas que las de Buero fueron las estrenadas en todo el mundo durante los años 40, en verdad una década prodigiosa para el género: Madre Coraje y sus hijos, Antígona, A puerta cerrada, Calígula, Llama un inspector, El zoo de cristal, Muerte de un viajante… Al igual que Brecht, Anouilh, Sartre, Camus, Priestley, Williams o Miller, Buero pensaba que, en un tiempo de destrucción, como el que se acababa de vivir, tras una guerra civil y otra mundial de dimensiones apocalípticas, a un dramaturgo solo le era moralmente permisible escribir tragedias. En su caso, además, había poderosos argumentos de carácter personal para ello: el asesinato de su padre, militar, en Paracuellos del Jarama, a los pocos meses de estallar la contienda; el hecho de combatir al lado de quienes lo habían ejecutado; su activismo en la clandestinidad tras la victoria de Franco; la consiguiente condena a muerte que finalmente le sería conmutada; la estancia en prisión durante casi siete años…
Un autor comprometido
En febrero de 1946 Buero obtiene la libertad provisional e inicia una segunda vida. El aprendiz de pintor trueca los pinceles por la pluma. Con una condena aún pendiente, no puede, pero tampoco lo querrá después, emprender la aventura del exilio. Su compromiso intelectual con sus paisanos es tan firme como honesto: «Frente a quienes dicen que, en circunstancias adversas al progreso social, el escritor debe callarse o emigrar para no falsificar su obra, pensamos otros que todo verdadero escritor debe, pese a todo, intentar hablar para su pueblo y permanecer a su lado mientras pueda». Todo lo ocurrido desde 1936 ha generado en él una honda catarsis. Sin abdicar de sus ideales de libertad y justicia social, Buero dejará numerosos testimonios en su teatro de la reciente carnicería entre españoles. Nunca encontraremos en él, sin embargo, la vana palabrería del cantor épico, sino el desgarro de quien ha estado muy cerca de la muerte y ha visto el horror de los hunos y los hotros; el valeroso convencimiento, en fin, de quien ha sido víctima, pero bien pudo haber sido verdugo.
Entre octubre de 1949 y diciembre de 1950, Buero estrena, además de Historia de una escalera, dos obras más: Las palabras en la arena y En la ardiente oscuridad. Tragedias las tres, aun cuando de distinta hechura. El ámbito popular de la primera, con su protesta social incluida, contrasta con el problema existencialista que plantea En la ardiente oscuridad, ambientada en una residencia para ciegos a donde recala uno, indomable y rebelde hasta el suicidio, un asunto tabú para el sistema. Son los dos caminos que transitará en lo sucesivo, valiéndose de su amado Calderón como guía: el colectivo o más coral de El alcalde de Zalamea y el existencial o individualizado de La vida es sueño. Al primer modo responden títulos como Las cartas boca abajo, Hoy es fiesta, El tragaluz… Al segundo, Madrugada, El concierto de San Ovidio, Llegada de los dioses, La Fundación…
Por su parte, Las palabras en la arena es característica de un tercer modo de su dramaturgia, inclinada al mito, la leyenda, la historia… Dramatiza en ella un tan enigmático como sugerente pasaje del Evangelio de Juan. Pese a no aparecer en escena, Cristo es el verdadero protagonista de la acción. Paradójicamente, entre tanto drama santurrón como promovió el nacionalcatolicismo, es un agnóstico quien pone sobre las tablas la mejor obra de teatro religioso de la posguerra. Al poco es Homero quien le sugiere La tejedora de sueños, donde dibuja una Penélope precursora de la liberación de la mujer. Y en 1958, otro soñador, el marqués de Esquilache, le depara un éxito grande: Un soñador para un pueblo, dedicada «a la luminosa memoria de don Antonio Machado, que soñó una España joven».
Los sueños de Antonio Buero Vallejo iban cumpliéndose en medio de una hosca circunstancia teatral condicionada por la censura. ¿Cómo un autor con sus antecedentes podía seguir estrenando, con mayores o menores dificultades, aunque de forma regular, obras tan socialmente avanzadas, tan distantes de la corrección política de entonces? ¿Dónde radicaba su secreto para burlar a la siniestra institución? Pero no había secreto; si acaso, ingenio o industria, como hubiera dicho el personaje cervantino; el ingenio que aconsejaba Lope de Vega a los jóvenes poetas: «En la parte satírica no sea / claro ni descubierto, pues que sabe / que por ley se vedaron las comedias / por esta causa en Grecia y en Italia». «Oblicua» gustaba llamar Buero a esta mirada sobre la realidad. Hay quien la consideró en exceso pusilánime, insuficiente, casi cómplice con el aparato del régimen. Fue el caso de Alfonso Sastre, quien, desde un izquierdismo algo infantil y un mucho sectario, atizó la llamada polémica del «posibilismo». El «posibilista» era Buero, que seguía mirándose en el espejo de la tradición; en un Larra, por ejemplo, al cual hace decir en La detonación sus propias palabras: «Mil caminos hay; si el más ancho, si el más recto no está expedito, ¿para qué es el talento? Tome los rodeos, y cumpla con su alta misión». Por lo demás, es falso que Buero gozara del favor de la censura. Uno de sus dramas de contenido más político, Aventura en lo gris, fue rechazado en primera instancia. La doble historia del doctor Valmy, alrededor de la tortura policial, no pudo estrenarse hasta 1976.
Más allá del realismo
Insidias y malevolencias al margen, Buero supo ganarse el aplauso del público componiendo un teatro que a su excelencia literaria sumaba la intuición plástica del pintor que fue. Estéticamente, no quiso anclarse en un realismo de corto vuelo y se aventuró en otros ámbitos del existir: el prodigio, la maravilla, el misterio… Para conciliar ambas dimensiones ‒la real y la fantasmagórica‒ tuvo como maestros a Velázquez e Ibsen. Y lejos de conformarse con aplicar una sola manera formal, experimentó una y otra vez sin descanso. Las lecturas adolescentes de Wells lo acercaron a la ciencia-ficción, como denotan El tragaluz y Mito, un libreto inédito para ópera. Se sirvió alguna vez de la teoría brechtiana del distanciamiento, pero infundiéndole calor y emoción. Una de sus más celebradas aportaciones al arte escénico contemporáneo fueron los llamados «efectos de inmersión», con los cuales conseguía que los espectadores, apagadas las luces de la sala, sintieran por un instante la oscuridad en que vivían los ciegos, o no pudieran escuchar lo que hablaban los personajes delante del Goya sordo en El sueño de la razón, una de sus obras más representadas dentro y fuera de España. En La Fundación, basada en sus vivencias carcelarias, presenta el espacio escénico no como lo es en la realidad, una sórdida celda, sino tal cual lo ve su quijotesco protagonista.
Añádase a todo ello su más original y trascendente aportación: su concepto y práctica de la tragedia. Contra quienes han levantado su acta de defunción en el siglo XX, Buero creyó firmemente en la vitalidad de la tragedia, en su capacidad purificadora, en su lección optimista y esperanzada. Sus ideas al respecto sintonizan con las de Albert Camus, a quien admiró: la vida podrá ser absurda, pero merece la pena ser vivida. Los héroes buerianos son como el Sísifo del autor francés, tenaces en la rebeldía, indomables. Frente al nihilismo y la deshumanización que propician ciertas prácticas de la comedia, en la tragedia la persona se reconoce y se reencuentra en su más auténtica y honda dimensión. Su lema fue la máxima beethoveniana: Durch Leiden zur Freude, «A la alegría por el dolor». Con esa certeza llegó a declarar que su deseo sería escribir algún día una «tragedia feliz».
Durante sus últimos veinticinco años Buero ralentizó aún más su ya lento ritmo creativo. A pesar de que el público le siguió siendo fiel (Diálogo secreto, de 1984, rompió todos los récords de permanencia en cartel), ciertos críticos quisieron desacreditarlo e, incluso, empañar su ejecutoria tan exitosa como intachable durante el franquismo. Alguien llegó a decir que, sin la censura, su teatro había perdido energía e interés. Él, sin embargo, siguió leal a su credo poético, poniéndolo al servicio de la realidad cambiante del país. En Jueces en la noche expuso los problemas de la Transición en sus inicios, los atentados terroristas, las amenazas involucionistas, es decir, el clima previo al golpe de Estado de 1981.
Por último, en octubre de 1999, a los cincuenta años de Historia de una escalera, Buero Vallejo estrenó Misión al pueblo desierto, una remembranza de las primeras semanas de la guerra civil, cuando prestó servicio en la Junta del Tesoro Artístico. Un canto al poder del arte sobre la violencia, en el que no falta la siempre ecuánime visión del autor, que advierte aquí las contradicciones de un gobierno como el republicano que, si por un lado cumplía la tan encomiable misión de preservar el patrimonio, por otro, permitía el incendio y saqueo de iglesias y conventos. Frente a los usos espurios de la memoria, que tan frívolamente atizan quienes no vivieron la guerra,late en el teatro de Buero una voluntad admirable de cerrar heridas y contemplar aquella tragedia bajo el signo de la paz, la piedad y el perdón.
Con una rara mezcla de dicha y melancolía salían del Español muchos espectadores al acabar la función de Historia de una escalera, a la que aludíamos al principio de estas líneas. A esta contradictoria sensación contribuían las palabras de Buero Vallejo que la directora encomendaba recitar al pequeño actor que hacía de Manolín: «Creo y espero en el hombre, como espero y creo en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad».
La fotografía que encabeza el artículo está tomada en una representación de «Historia de una escalera» en el Teatro Español. Su autor es Javier Naval, forma parte del material de prensa distribuido por el Teatro Español y puede consultarse aquí.