Eduardo Torres-Dulce. Licenciado en Derecho, fiscal de sala, exfiscal general del Estado (2011-2014), profesor de Derecho Penal. Una de las figuras más reconocidas de la crítica de cine en España. Colaborador habitual sobre cine en radio y televisión.
O
rson Welles solía afirmar que en el cine se podía representar todo salvo dos situaciones: rezar y hacer el amor. De lo segundo ya se ha encargado el cine moderno para demostrar, mejor, para mostrar, que no hay barrera para ello, aunque uno dude que la filmación de ese acto tan íntimo —últimamente minuciosamente vigilado y coreografiado por expertos para que nada «dañe» la intimidad de los actores y actrices que intervienen— no rezume notable artificiosidad.
Lo de rezar es ya otra cuestión, y no porque no haya habido en la historia del cine numerosas —hay de todo como en botica— películas de signo religioso o antirreligioso; pero ese momento de recogimiento, silencioso, en el que el ser humano entra en contacto con Dios, ciertamente que no es fácil de filmar.

La razón es que, como suele decir el maestro José Luis Garci, el buen cine es una mentira sincera. Me explico. El cine, como cualquier forma de arte, es ficción, les guste o no a los acérrimos defensores del realismo puro y duro y a los documentalistas de una supuesta realidad. El arte, en su mejor expresión y alcance, elabora siempre la realidad, o lo que nosotros designamos como realidad, pura y simplemente porque el arte se basa en el concepto de representación en algunos casos, y en otros, de reproducción. Walter Benjamin, uno de los más preclaros investigadores de ideas, lo dejó plasmado en algunos de los ensayos, breves pero enjundiosos, que dedicó a lo visual, a la fotografía y al cine.
No sé bien, y lo digo como elogio, si Pablo Alzola ha escrito con El silencio de Dios en el cine, que ahora le prologo, un extraordinario, y hondo, tratado de cine —y subrayo lo de tratado— o, usando el hilo conductor, el viaje del cine, del que habla en su introducción, nos sumerge en el terreno de la filosofía de las ideas y aún más allá, en el de la teología. Da lo mismo, porque su libro —amén de original, en su enfoque, en su lenguaje racional, en la elección de sus películas, contemporáneas las más de ellas; me permito decir que echo de menos en esa elección un título como Sacrificio (Offret, 1986) de Andréi Tarkovski— provoca en el lector lo mejor que puede provocar un libro, esto es, un debate, un diálogo, y en los lectores aficionados al cine, el deseo de ver algunas películas que no se hayan visto, o revisitarlas, a la luz del provocativo texto de Alzola.
De la amplia nómina de películas que revisa el libro de Pablo Alzola —que disecciona con brillantez, en argumento, tesis y puesta en escena— me acercan extraordinariamente a su reflexión las de El gran silencio (Die Große Stille, 2005) y Silencio (Silence, 2016). Nada casual que en ambos títulos nos golpee los ojos y la mente la palabra silencio. En la primera, su director, Philip Gröning, se adentra en el día a día de una Cartuja. Imagen y silencio ocupan todo el metraje, pero uno y otro componen un relato poético, en el sentido más aristotélico del término, y también en el más vulgar. Los seres humanos, en nuestra evolución como especie, somos lenguaje y comunicación; pero cabe interrogarse, interrogarnos, si conocido el lenguaje, podemos, queremos, desprendernos de él para hablar desde el silencio.
Como si desde el apartamiento del tráfago del mundo pudiéramos introducirnos en un cierto camino, inquieto, incierto, que nos llevara allí donde el silencio de Dios alcanza su sentido más iniciador, Silencio, la película jesuítica de Martin Scorsese, efectúa el viaje inverso. Los misioneros jesuitas en el Japón no callan: hablan, predican, instruyen sobre la Palabra de Dios hecho hombre como ellos. Scorsese, un cineasta, en mi opinión, más sincero, más torturado, más tambaleante que Paul Schrader —que colaboró con aquel en alguna película, y al que el libro de Alzola dedica, y con razón, mucha atención—, se adentra en el misterio, esa noche oscura del alma en la que el hombre llama a Dios, le interroga, se queja, y, aparentemente, no recibe respuestas. O quizás esas respuestas lleguen como resumen de una vida llena, como todas, de meandros, de recovecos.
En An Affair to Remember (Tú y yo, 1957), un poderoso melodrama cristiano, Nick Ferrante (Cary Grant), un frívolo playboy, mira asombrado el recogimiento de Terry McKay (Deborah Kerr), su nueva amiga, la amante mantenida de un millonario, que reza, en silencio, ante la imagen de la Virgen María en una pequeña capilla particular.
En Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1954) un matrimonio inglés al borde de la ruptura y sin ninguna connotación religiosa presencia en Nápoles, en medio de una procesión llena de gente enfervorecida, la proclamación de un milagro. La pareja se ve arrastrada, física y emocionalmente, por la multitud, pero también por el suceso, por la proclamación de la extrañeza del milagro. El silencio de lo trascendente en medio de la algarabía humana.
Como Jesús de Nazaret cuando apretujado por la multitud siente, sabe, que alguien le ha tocado, que alguien ha confiado en Él, que alguien le está hablando desde su necesidad; una mujer enferma que suplica, con fe y en silencio, su perdón tanto como su curación.
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?
Como el ciervo huyste
haviéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ydo.
Pablo Alzola introduce su profundo y espléndido libro El silencio de Dios en el cine con una cita de Góngora; permítanme que cierre este prólogo con parte de uno de sus poemas del Alma, de su Cántico, que san Juan de la Cruz compuso en la cárcel toledana, una noche oscura del alma, adonde sus palabras y sus silencios le llevaron por aquellos que ignoran el hilo que une la vida de las creaturas con su Amado.
Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.
El texto corresponde al prólogo escrito por Eduardo Torres-Dulce para el libro El silencio de Dios en el cine, de Pablo Alzola (Ediciones Cristiandad, 2022). Lo reproducimos en Nueva Revista con la autorización de la editorial.
La imagen de cabecera es un fotograma de la película Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1954), de Roberto Rossellini, protagonizada por George Sanders e Ingrid Bergman. El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.