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Daniel Gascón es escritor, guionista, traductor y editor de la edición española de la revista Letras Libres. Ha traducido a autores como Saul Bellow, George Steiner o V. S. Naipaul.


Avance

Las discusiones de los últimos años sobre la crisis de la socialdemocracia han dado paso a otras sobre el derrotero de la derecha. Una cuestión importante para el futuro de los partidos conservadores es su relación con la extrema derecha, en auge en toda Europa. Por lo que respecta a España, el Partido Popular se ve atrapado en el dilema de que su único socio posible para pactos que puedan dar mayorías de gobierno es Vox, pero Vox es la excusa para que el PP no pueda pactar con ningún otro partido.

Por encima de esa cuestión de práctica política de corto plazo, el contexto más amplio está determinado por la doble revolución señalada por Mark Lilla: económica en sentido antiestatalista y de liberación de las costumbres. Si la segunda ha ido siendo aceptada gradualmente por la derecha, superando rechazos y reticencias iniciales, la primera, pese a encajar más claramente en sus principios no ha dejado de plantear nuevos problemas: destacadamente, el estallido del sistema financiero en 2008. Esa gran crisis ha llevado a políticas más proteccionistas, incluso a cuestionar parcialmente una globalización que carece de alternativa. La consecuencia es una visión más nacionalista, tanto en política como en economía, mientras que la no cuestionada revolución de las costumbres ha desembocado en una crisis de la autoridad de varias facetas.

A lo anterior se añade un doble horizonte problemático, marcado por el cambio climático y el envejecimiento demográfico con su correlato de la inmigración como supuesta solución. Ni el primero debe preocupar solo, como parece, a la izquierda, ni el segundo divide tanto como se cree a las dos grandes familias ideológicas; cada vez hay más acuerdo entre ellas a la hora de ver a la inmigración como problema.

En ese complejo panorama, y por lo que respecta a España, la derecha debe dejar claro su proyecto, más allá de señalar los errores del Gobierno actual. No faltan asuntos en los que centrarse: el paro juvenil, la carga de las pensiones, la colonización institucional (a la que la propia derecha no es ajena), el problema territorial y el espejismo de la España diversa, la dificultad del acceso a la vivienda… Además de superar complejos clásicos, como la falta de convicción que le resta capacidad para colocar marcos, algo en lo que la izquierda es más hábil.


Artículo

Durante mucho tiempo se publicaban artículos sobre la crisis de la socialdemocracia. Había muchos factores, como la transformación del mundo del trabajo y la ruptura de la coalición de obreros y profesionales liberales. También estaba el éxito: en Europa prácticamente todo el mundo había aceptado los principios socialdemócratas, así que era difícil diferenciarse. Como sucede a menudo, el debate era un poco ilusorio: cuando un partido socialdemócrata llegaba al poder esas angustias se mitigaban.

Ahora se habla menos de esa crisis —en buena medida, por la descomposición o debilidad de muchas formaciones socialdemócratas, así que algo de cierto habría—, pero se discute más de la crisis de la derecha moderada. No suele ser una discusión ideológica. Hay una tendencia en la derecha, bastante clara en la española, a evitar esos debates: no es exactamente un desprecio ni una actitud antiintelectual, sino más una disposición conservadora que parece asumir que, si te tomas las ideas demasiado en serio, pueden ser un lastre para la acción y la gestión, provocarán divisiones y en general te meterán en líos.

En la pregunta sobre hacia dónde va la derecha hay elementos compartidos y otros que son más locales. Suele ir acompañada por la preocupación ante la fuerza de la extrema derecha. También sabemos que lo que evita el ascenso de la extrema derecha es una derecha moderada sólida. Tácticamente, a la izquierda puede venirle bien debilitar el centroderecha a base de dar protagonismo a la ultraderecha, como mostró François Mitterrand en los años ochenta y como muestra recurrentemente Pedro Sánchez. Y la derecha clásica a veces queda atrapada: o se le acusa de imitar a la izquierda y adoptar el consenso progresista (y la derecha más extrema puede reivindicar su autenticidad y oposición al establishment, aunque a veces sea solo una postura reactiva) o de adoptar las «posiciones de la ultraderecha» (que sea cierto o no carece de mucha relevancia).

En la variante española, donde el PP fue el partido más votado en las últimas elecciones generales y los grandes acuerdos entre los dos partidos que representaron dos tercios del electorado en 2023 se consideran imposibles, un cordón sanitario a Vox es en la práctica un cordón sanitario al Partido Popular: el PP solo puede pactar con Vox y Vox es la excusa para que no pueda pactar con ningún otro. En otros lugares hemos visto una deriva real, extremista o autodestructiva. Es el caso del Partido Conservador británico y por supuesto del Partido Republicano en Estados Unidos, cuya deriva se confirma, y abre perspectivas inéditas, con el reciente triunfo de Donald Trump. Otro ejemplo, en este caso doméstico, de aventura locoide es el de la antigua Convergencia con el procés.

La doble revolución

En su artículo A Tale of Two Revolutions, Mark Lilla hablaba de dos cambios que se habrían producido en la segunda mitad del siglo XX: una revolución de la moral individual, de la liberación de las costumbres y en particular de los hábitos sexuales, primero; una revolución económica que reducía el poder de los Estados, después. En el fondo, eran dos cambios individualistas que reducían el control de la comunidad y del Estado sobre los individuos.

Había contradicciones —el discurso de sostener al pequeño empresario y las políticas que favorecían las grandes corporaciones internacionales; hablar de tenderos y autónomos, pero contribuir a una economía cada vez más incomprensible y financiarizada; ser conservador, pero apoyar sin muchas restricciones un modelo vital y económico que transformaba decisivamente la sociedad que se idealizaba—, no obstante, ese doble movimiento era muy atractivo y parecía triunfal. Todavía más con la caída del bloque soviético. Como ha dicho Mariano Gistaín, el modelo capitalista entró en crisis por falta de competencia, justo como predice la teoría del modelo capitalista. Por una parte, con aventuras imperiales que pretendían extender la democracia y sirvieron para reducir su credibilidad; por otra, con la competencia de otros países que podían producir de manera más barata. Y, finalmente, con un estallido interior de un sistema financiero que, según algunos, había aprendido a controlar los sobresaltos.

El componente económico de esa doble revolución empezó a ser parcialmente cuestionado tras la crisis de 2008. Los cambios sobre la moral sexual no son tan discutidos en Europa, pero sí son batalla política en Estados Unidos. En el caso español, el PP, con distintos grados de entusiasmo y reticencia inicial, ha aceptado esos cambios. Tampoco Vox los rechaza por completo, por muchos aspavientos que hagan: España se ha secularizado de manera muy rápida.

Económicamente, vivimos en un momento más proteccionista, con matices y cautelas ante algunos aspectos de la globalización, aunque sabemos que es irrenunciable y que las noticias de su muerte son exageradas. Además, han surgido corrientes en la derecha que son críticas con las grandes corporaciones y el capitalismo. Es el argumento de Tyranny, Inc, de Sohrab Ahmari, que sostiene que el «poder corporativo aplastó la libertad estadounidense». En algunos casos, el desengaño ha tenido que ver con lo woke: las grandes empresas adoptaron rápidamente los gestos de la política identitaria para disgusto de conservadores que durante mucho tiempo celebraban que el dinero no tuviera ideología. También hace diez años leíamos que las redes sociales eran un instrumento para combatir a los dictadores y ahora las vemos como espacios que degradan la democracia y nos vuelven imbéciles.

Dos de las consecuencias son una visión más nacionalista, tanto en política como en economía, y una crisis de la autoridad que se observa en muchas direcciones.

La atmósfera pesimista no acaba ahí. La izquierda y la derecha operan con miedo y cada una tiene su apocalipsis: el climático para la izquierda, el demográfico para la derecha. No son perspectivas muy ilusionantes, aunque los temores sean fundados (y no deberían ser preocupaciones de una sola ideología). Hay tradiciones conservacionistas en la derecha, que ha asumido y defendido muchas medidas, y su labor o su posición puede contribuir a que los perdedores de la transición ecológica sean más escuchados y compensados.

Envejecimiento y migración

En el caso del envejecimiento demográfico, nadie sabe bien cómo solucionarlo. Pone en peligro la viabilidad económica del país. La migración no es solución suficiente (los inmigrantes, naturalmente, también consumen recursos del Estado de bienestar) y a la vez genera desajustes sociales. Uno de los cambios de estos años es que ahora se ve prácticamente solo como problema. En la campaña de las últimas elecciones europeas, Ivan Krastev escribía que la migración no sería una de las causas del voto a la extrema derecha, porque más o menos todos estaban de acuerdo. Pero parece que el objetivo es, en el mejor de los casos, administrar una decadencia. Hay cosas peores. Pero si tu mejor defensa es la gestión, pero tu gestión es solo la de un final, no es sencillo resultar atractivo. Esto afecta a las dos grandes familias ideológicas.

Hay una paradoja: la sociedad española, en los últimos tiempos, adopta posiciones algo más conservadoras, pero no siempre queda claro cuál es el proyecto de la derecha. No puede ser solo corregir lo que se consideran errores del Gobierno actual. Hay buenos datos de crecimiento y empleo, pero también otros preocupantes: España tiene las cifras más altas de paro juvenil en Europa, los jubilados son el grupo que lidera el consumo, los empleados públicos ganan un 25% más que los del sector privado, las pensiones son una carga cada vez mayor y el país pierde puestos en PIB per cápita. Las crisis recientes, del Covid a las inundaciones, y otras más cotidianas, muestran dificultades de coordinación de los niveles administrativos.

Otras dificultades son el círculo vicioso de polarización y colonización institucional (al que también ha contribuido la derecha), y la debilidad de la sociedad civil: casi todo en España lo capturan los partidos y sus sucursales mediáticas. Otro problema para la derecha es una combinación de torpeza y miedo que le resta capacidad de convicción. La izquierda tiene más potencia monsergadora, es más hábil colocando marcos. En algunos asuntos el PP parece un poco fuera de tono: como si presentaras a tu padre a los amigos del instituto y temieras que metiese la pata. Desde luego, buena parte de la prensa de derechas reacciona con esa hipersensibilidad adolescente. Y quizá por eso el partido a veces sucumbe al síntoma del «hay que hacer algo», aunque ese algo sea ineficaz y a la larga contraproducente.

Manuel Arias Maldonado ha defendido el federalismo como apuesta útil para el centroderecha: entre otras cosas, es un antídoto frente al modelo confederal que defienden los nacionalistas periféricos y sus aliados. Un elemento del simulacro de discusión que tenemos en nuestro país es la idea propagandística de la España diversa: al parecer, es una combinación de unas élites madrileñas socialistas con unas oligarquías nacionalistas locales. El PP, el partido más votado en las últimas elecciones generales, gobierna en 11 comunidades autónomas, con dirigentes y electorados bastante distintos. Eso también es la España diversa. Además, su poder territorial le brinda la oportunidad de testar políticas. También le ofrece la posibilidad de combatir la colonización institucional que critica en el gobierno central: eso daría credibilidad a sus reproches.

Un problema decisivo y complicadísimo, que tiene que ver con la realidad y las expectativas, son las dificultades para el acceso a la vivienda, para la emancipación de los jóvenes, para tener una vida adulta y formar una familia si lo desean. Es el miedo a un desclasamiento, con una clase media que creció muy rápido y es muy frágil, con mucha gente que depende de una herencia para evitar el descenso social y con un ascensor social claramente averiado. Es la clase (y la esperanza) que sostienen las democracias y son también fundamentales para un partido de centroderecha.


La foto de cabecera, de Javier Pérez Montes, se puede encontrar en Wikimedia Commons.

Traductor, escritor y editor. Columnista de "El País", y director de la edición española de "Letras Libres".