Tiempo de lectura: 8 min.

Tzvetan Todorov (Sofía, 1939 – París, 2017).  Una de las principales figuras de la filosofía y los estudios literarios del siglo XX. Dirigió organismos como el Centre de recherches sur les arts et le langage y el Centre national de la recherche scientifique. Recibió galardones como el Princesa de Asturias, el premio La Bruyère de la Academia Francesa y el de la Crítica de la Academia Francesa. Entre sus obras destacan El hombre desplazado, Memoria del mal y El jardín imperfecto.


Avance

Con mucha frecuencia, las críticas al exaltado Rousseau son asimismo exaltadas. ¿Es posible hacer de él y su producción un emblema de la moderación? Todorov sostiene que sí en este libro y lo primero que hace para conseguirlo es sumergirse en las propias obras sin interpretaciones, sin intermediaros. Empieza combatiendo algunos lugares comunes levantado alrededor de su figura, como el mito del buen salvaje y la edad de oro. Rousseau lo plantea como mera hipótesis de trabajo: sabe que nunca existió. Y sabe más aún: en caso de que hubiera existido, no es recuperable.

Tzvetan Todorov: «Frágil felicidad. Un ensayo sobre Rousseau». Gedisa, 2024

De lleno en la vida en común se abren dos maneras de transitar por ahí: la del ciudadano y la del individuo. A cada forma corresponde una educación distinta: cívica o doméstica, pública o privada. Rousseau describe cómo son ambas, pero no se adscribe a la primera como algunas interpretaciones sugieren, un malentendido que surge al obviar el gran detalle que todo lo trastocó y que recuerda el autor: los seres «comenzaron a pensar como individuos provistos de voluntad, como sujetos, como entidades de pleno derecho y no solo como fracciones de la entidad más amplia que es la comunidad».

La segunda manera de transitar por la vida en común es rechazándola. Una opción explorada por Rousseau en carne propia. ¿Le sirvió para encontrar la felicidad? No lo parece, aunque Rousseau lanzara mensajes muy efusivos en su favor. Todorov no se fía de sus textos autobiográficos —un género del que se le considera padre, con permiso de Montaigne— y dice que «la repeti­ción del mensaje, lejos de legitimarlo, lo hace du­doso».

¿Qué hacer si un camino conduce al todo social y otra al individualismo exacerbado? Rousseau le dará respuesta a esta cuestión en Emilio, o De la educación. En la primera fase de la vida se ha de educar el juicio propio hasta la autodeterminación racional. A partir de los quince años se conocerán las relaciones sociales hasta ir adquiriendo las virtudes sociales. Solo de ahí puede nacer la «buena socialidad», que es la que hace al individuo moral: «No conduce automáticamente a la felici­dad […], pero tal vez sea todo lo que es accesible a los seres humanos».


Artículo

Todorov hace en este libro, un ensayo sobre Rousseau y su recepción, una lectura de riesgo, una especie de Rousseau como-nunca-te-lo-habían-contado. Defiende, como indica Daniel Gamper en el prólogo, un Rousseau como emblema de la moderación. Se trata, pues, de una interpretación a contrapelo, pues las críticas al exaltado Rousseau han sido asimismo exaltadas. Y Gamper concluye que esto hace bueno «el aserto según el cual quien recibe críticas desde extremos opuestos se halla de algún modo en la verdad».

El autor confiesa, para empezar, cierta reticencia hacia el pensador, hacia su conciencia extremista. Pero decidió ir a los propios textos para comprender que «lo que tomaba por el extremismo de un pensamiento solo era, en realidad, su intensidad. Rousseau piensa de un modo tan intenso que al instante percibe las premisas lejanas y las últimas consecuencias de cada afirmación y nos las comunica. Pero esto no quiere decir que él asuma todo lo que dice». Para desgranar el significado de lo que Rousseau escribe, Todorov se apoya en una lectura total del autor, en una inmersión en su sistema.

Un estado natural… que nunca existió

Así, una de las ideas habituales que acompañan las exposiciones de este autor tiene que ver con el mito de la edad de oro, el estado natural y las teorías del buen salvaje: un ser primitivo inocente, bondadoso y virtuoso que se volvió lo contrario al contacto con las instituciones que modelan la civilización. Rousseau escribe eso, pero también «se niega a identificar el estado natural con la edad de oro». «Insensible a los estúpidos hombres de los primeros tiempos, fuera de la memoria de los hombres ilustrados de los tiempos posteriores, la vida feliz de la edad de oro fue siempre un estado ajeno a la raza humana, ya por haberlo desconocido cuando podía gozar de él, ya por haberlo perdido cuando hubiera podido conocerlo». (Contrat social, primera versión, I, 2, III, 283).

Rousseau hace del estado natural una hipótesis de trabajo que a él le permite reflexionar y elaborar su discurso. A veces usa el condicional para seguir avanzando: en caso de que hubiera existido, no es recuperable. «Rousseau siempre fue categórico en este aspecto», apunta Todorov, que ofrece otra cita, porque, eso sí, todo el libro está salpicado por frases que apoyan y sostienen el argumentario. En esta ocasión, dos: «Nunca se ha visto a un pueblo, una vez corrompido, volver a la virtud» y «La naturaleza humana no retrocede». Quienes han leído en Rousseau a un autor nostálgico que anhela volver a un pasado idealizado o no lo han leído bien o no lo han leído por completo.

El ciudadano vs el individuo

De lleno en un estado social, en la vida en común si se quiere, se abren dos maneras de transitar por ahí: la del ciudadano y la del individuo. A cada forma corresponde una forma de educación: educación cívica o doméstica, pública o privada. La operación de Rousseau consiste en considerar el todo social como una entidad individual, de manera que «si la educación se ha llevado a cabo, los alum­nos habrán aprendido a querer lo que quiere la so­ciedad». A cargo de este tipo de educación uniforme y uniformizadora se encuentra el Estado, ya que «es normal, pues, que el be­neficiario sea quien organice su desenvolvimiento. Será una de las primeras tareas de un gobierno sa­gaz», escribe Todorov en modo explicativo. Y Rousseau: «La ley debe regular la materia, el orden y la forma de sus estudios» (Considérations sur le gou­vernement de Pologne, IV, III, 966).

Pero ¿es esto lo que quiere Rousseau? Más bien al contrario, Rousseau, exaltado defensor de la libertad individual y de la libre determinación del sujeto, como recuerda Todorov, «no preconiza la educación cívica a sus contemporáneos. Su explicación sobre eso adquiere más bien la forma de un “si…, entonces”». Su posición se acerca a las líneas que escribe en Émile: «La institución pública no existe y ya no puede existir, porque donde ya no hay patria no puede haber ya ciudadanos. Ambas palabras, patria y ciudadano, se deben borrar de las lenguas modernas». Rousseau no ha olvidado, y Todorov lo recuerda a continuación, el hecho decisivo: «Los hombres comenzaron a pensar como individuos provistos de voluntad, como sujetos, como entidades de pleno derecho y no solo como fracciones de la entidad más amplia que es la comunidad». Ese pequeño detalle lo cambia (y lo cambió) todo. Incluida la biografía del propio Rousseau.

El ser solitario (tampoco es feliz)

Si el estado de naturaleza nunca existió, si el ciudadano como miembro alineado sin fisuras con una comunidad tampoco es ahora posible, ¿qué opciones quedan? Rousseau se predispone a explorar la vía del individuo solitario. Y la encarnó. En parte elegida y en parte forzada, la vida en orgullosa y dolorosa soledad protagonizó muchas de sus reflexiones y de sus páginas: no en vano Rousseau figura hoy (con el antecedente de Montaigne) como el padre de la autobiografía.

Pero a la felicidad de estar solo le pasa lo mismo que al estado natural, que tampoco existe. Muy hábilmente Todorov nos pone en guardia ante las efusiones y repeticiones de Rousseau. Enumera algunas y después de una de ellas («Soy cien veces más feliz en mi soledad que lo que podría ser viviendo con ellos»), apunta: «La repeti­ción del mensaje, lejos de legitimarlo, lo hace du­doso: cada nuevo caso de la frase revela que la ante­rior no decía por completo la verdad».

La sospecha deja de ser eso, mera sospecha y encuentra sus argumentos porque el frenético escribir de Rousseau siempre está destinado a los otros, quiere ser leído, tenido en cuenta (y quiere que lo quieran, como expondrá Todorov en el siguiente capítulo). Eso sí, no soporta la corporeidad de los demás; de ahí el filtro de la escritura y la imaginación, de ahí la despersonalización, por no decir humillación —que también— de su compañera Teresa, de ahí el rechazo de todos sus hijos entregados uno tras otro a entidades de beneficencia, de ahí su fascinación por la naturaleza como justo lo opuesto a lo humano. Señala Todorov esta cita sobre su pasión natural: «Cuando descubre un rincón de bosque silvestre, lo que lo regocija es que “ningún tercero importuno venga a interponerse entre la naturaleza y yo”». ¿Encuentra en este estado, en esta vía exploratoria, Rousseau su ideal? No… y lo sabe. «El individuo solitario, al abandonar toda referencia a los demás, renuncia de ese modo incluso a toda virtud, ya sea “cívica” o “humanitaria”», afirma Todorov antes de pasar a la parte final de su ensayo donde Rousseau, habiendo dejado atrás los tanteos teóricos y personales del ciudadano y el individuo solitario, se centra en el sujeto moral. Y así como cada uno de estos estadios encontró en la producción de Rousseau un género literario, a saber, «el tratado sistemático se revelaba como la forma adecuada para describir el camino del ciudadano, y la autobiografía, la del individuo solitario», una obra híbrida, un trabajo mixto de ficción y de reflexión, alumbrará la forma óptima de relación entre el sujeto y la sociedad: Emilio, o De la educación.   

La tercera vía: un Rousseau moderado

Escribe Todorov explicando este tercer movimiento de Rousseau: «El primer camino del hombre lo conducía a un “todo social” (así como se habla del “todo eléctrico”); es el camino de “socialismo”, podríamos decir, entendiendo la palabra en el sentido literal. El segundo trataba de encerrarlo en el “todo individual”; era el del “individualismo”. El tercer camino no tiene un nombre especial en Rousseau; en homenaje a Montesquieu, de quien Rousseau está curiosamente próximo, se lo podría llamar “camino de la moderación”». A través de su reflexión y de su aislamiento voluntario, Rousseau ha llegado a la misma conclusión que Aristóteles: somos seres sociales, «una parte del yo se encuentra en los demás. Nuestra felicidad es, pues, la de un hombre social; e incluso desde un punto de vista egoísta, el otro nos es indispensable. La sociedad no es un remedio para salir del paso, un “suplemento”; es generadora de cualidades que no existen sin ella, y la comunicación es, en sí misma, virtud», resume Todorov.

La manera en que Rousseau supera estas fases se consigue gracias a la educación. Se trata de un proceso casi dialéctico y progresivo. Primero, hasta los quince años, se trata de hacer surgir, hasta afianzar, el juicio. Es el momento de la educación del individuo, de la autodeterminación racional, y dará paso, a continuación, a la educación social. «Durante la primera fase, Emilio aprenderá “todo lo que se relaciona consigo mismo”; durante la segunda, conocerá las “relaciones” e irá adquiriendo las “virtudes sociales”», escribe Todorov parafraseando a Rousseau. Y avisa: esta segunda fase no acaba nunca.

De la «buena socialidad» a la frágil felicidad

Respecto a la manera de conducirse en sociedad, ese individuo moral no es «indiferente a las instituciones del país en el que vive, pero tampoco les pide que sean perfectas: no busca lo ideal en lugar de lo real. No espera que lo hagan libre; a él mismo le toca conquistar su libertad. Sin embargo, exige de ellas un mínimo: que lo protejan y lo resguarden contra las violencias particulares». Ese individuo moral consciente, que busca su camino entre las posibilidades reales que se le ofrecen, que plantea exigencias y sabe que ha de cumplir su parte, es el que practica la «buena socialidad». De ella afirma Todorov, explicando una vez más a Rousseau, que «no conduce automáticamente a la felici­dad; y cuando lo hace, esa felicidad no tiene nada de certeza absoluta, de descanso definitivo […] pero tal vez sea todo lo que es accesible a los seres humanos». A los imperfectos seres humanos solo les corresponde una felicidad imperfecta, frágil, que es la que el autor lleva al título de este singular ensayo.


La imagen que ilustra esta reseña es de David Dibert para Pexels y se puede consultar aquí.

Periodista cultural