Jordi Sevilla. Economista. Presidente del Consejo Social de UNIR. Ha sido ministro de Administraciones Públicas. Autor de varios libros de economía y política, también ha hecho su incursión en la novela negra.
Avance
La Constitución dejó clara la base doctrinal del diseño territorial del Estado al indicar que existe el derecho a la autonomía de «las nacionalidades y regiones», bajo la «indisoluble unidad de la nación española»; y que las diferencias reconocidas en los estatutos autonómicos no podrán dar lugar a «privilegios». La materialización del Estado de las autonomías supuso un proceso de descentralización voluntaria del poder, con la correspondiente financiación, sin paragón en la historia. A pesar de ciertas disfunciones, el balance del desarrollo del Estado autonómico es muy positivo, si bien quedan pendientes reformas institucionales para completarlo, que requieren un amplio consenso de los partidos políticos.
El autor propone, en concreto, la reforma del Senado para que se convierta en una verdadera cámara de asuntos territoriales. Fue una de las principales sugerencias que hizo el Consejo de Estado en 2005 para cerrar el proceso autonómico. También aboga por fijar las competencias exclusivas del Estado central en un Estatuto de Autonomía, que establezca las tareas de supervisión y alta inspección sobre determinadas materias que la Constitución le atribuye y que no siempre ha ejercido.
Artículo
La Constitución dice, en su artículo 2, que existe el derecho a la autonomía de «las nacionalidades y regiones» que integran España, bajo la «indisoluble unidad de la nación española». Es decir, admitir la posible independencia de una parte de España exigiría cambiar la Constitución. En segundo lugar, la Constitución establece una diferencia clara entre «autonomías» y «regiones». Además, en el debate parlamentario de la Constitución quedó entendido que el viejo «derecho de autodeterminación» se equiparaba al nuevo «derecho a la autonomía» y que por «nacionalidades» se definían «naciones sin Estado», cosas olvidadas hoy. La Constitución dice también, en los artículos 138 y 139, que las diferencias reconocidas en los estatutos autonómicos no podrán dar lugar a «privilegios». Por tanto, pueden existir «asimetrías» entre los estatutos autonómicos (de hecho, existen), siempre que no generen «privilegios», es decir, que lo acepten todas las demás comunidades autónomas o, en su caso, lo determine el Tribunal Constitucional.
La primera oleada de estatutos de autonomía permitió hacer algo único en el mundo: pasar, en muy poco tiempo, de ser un Estado con una administración a ser un Estado con diecisiete administraciones autonómicas, más dos ciudades autónomas, más la administración central. Fue un proceso de descentralización voluntaria del poder (los parlamentos autonómicos deciden sobre sus competencias propias), con la correspondiente financiación, sin paragón en la historia. Como recuerda el reciente informe del Foro Económico de Galicia, «España acredita hoy el mayor grado de descentralización tributaria a escala regional entre la UE».
Para echar a rodar un proceso del que se desconocía el final —cuántas comunidades habría y cuáles serían—, se abrían dos caminos de acceso diferentes y se desconocían elementos importantes, como la valoración del coste de los servicios transferidos y las variables (dinámicas) que incidían sobre la evolución del mismo, porque el Estado que transfería también los desconocía. La cosa salió bastante bien, gracias a que se mantuvo el pacto constitucional, a lo largo del camino, entre las dos fuerzas políticas llamadas a gobernar en cualquiera de las partes del Estado y aquellas que lo hacían en Cataluña y País Vasco. Empezando en 1981, a partir del Informe de García de Enterría, con el Primer Pacto Autonómico tras el intento de golpe de estado, hasta el Segundo, en 1992, que acuerda transferir la sanidad a todas las comunidades.
Con un modelo abierto de competencias, la financiación también ha experimentado varias etapas desde la aprobación en 1980 de la LOFCA (Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas). Había dos objetivos, suficiencia financiera y creciente corresponsabilidad fiscal, y una cosa clara: la Constitución establece dos modelos de financiación, el del concierto vasco y navarro, por un lado, y el régimen común, incluyendo la singularidad canaria establecida ya en el franquismo, por otro. De la misma manera, la Constitución establece que la garantía de la igualdad de acceso a los servicios públicos de todos los españoles, vivan donde vivan, es competencia del Estado central mediante las oportunas transferencias de compensación.
En marzo de 2005, el Gobierno del que formé parte solicitó al Consejo de Estado un informe sobre cuatro reformas constitucionales, entre las que figuraba mencionar en el texto constitucional el nombre de las comunidades autónomas y la reforma del Senado para convertirlo en auténtica cámara de representación territorial. Aunque el dictamen fue favorable y estaba lleno de argumentos y sugerencias, las reformas quedaron varadas ante la negativa del primer partido de la oposición a sentarse siquiera a estudiarlas. Y, sin embargo, creo que las dos, más alguna otra, siguen siendo necesarias hoy en día si queremos que el modelo actual de comunidades autónomas funcione mejor y equiparemos el entramado institucional a la realidad creada de estado autonómico.
Nuevas reformas institucionales
Superado el periodo inicial de diseño del modelo mediante la consiguiente pelea por el reparto de competencias, personal y financiación entre el Estado central y las nuevas entidades constitucionales surgidas, toca cerrar dicho modelo. Las recientes reformas estatutarias han definido mejor las competencias autonómicas, las compartidas y las concurrentes. Para completar el modelo, mejorando y equilibrando su funcionamiento, hace falta un conjunto de nuevas reformas institucionales, algunas de las cuales afectan a la Constitución, por lo que es necesario un amplio acuerdo transversal.
Entre las principales reformas pendientes, podemos citar, sin orden de preferencia, las siguientes:
— Recuperar la propuesta de 2005 y las sugerencias del Consejo de Estado para cerrar el proceso autonómico, fijando en la Constitución las comunidades existentes y eliminando parcialmente el Titulo VIII de la Carta Magna [sobre la organización territorial del Estado]. Esto no significa que, mediante nuevas reformas estatutarias, no se pueda seguir perfilando el reparto de competencias entre las diferentes partes constitutivas del Estado.
— Abordar la reforma del Senado, que debe dejar de ser cámara de segunda lectura, como ahora, para constituirse en verdadera cámara de asuntos territoriales. Esto quiere decir, por ejemplo, que en determinados asuntos que afecten directamente a las comunidades, sería quien tuviera la última palabra frente al Congreso y que habría muchas leyes para las que solo sería necesaria la aprobación por el Congreso.
— Fijar las competencias exclusivas del Estado central en un Estatuto de Autonomía propio, que establezca las tareas de supervisión y alta inspección sobre determinadas materias que la Carta Magna le atribuye y no siempre ha ejercido. Nuestra Constitución dejó el asunto de las competencias y su reparto demasiado abierto, para favorecer la puesta en marcha de un amplio proceso de transferencia de poderes a las nuevas instituciones autonómicas, ya que se pretendía ir más allá de una mera descentralización de funciones. De tal manera, que el recurso al Tribunal Constitucional ha sido la vía más frecuente para delimitar los múltiples conflictos que han ido surgiendo. Los recientes estatutos de segunda generación deben verse acompañados, ahora que ya hay doctrina establecida, por esta definición no residual de las tareas y competencias del Estado central, algo básico en cualquier modelo federal.
Es ya fundamental institucionalizar la gestión de lo común, lo de todos, y de aquellos asuntos que, como la inmigración, competen a todas las partes del Estado, pasando así del actual funcionamiento indefinido a un marco claro y estable. Para ello, hace falta lo siguiente:
— Regular reglamentariamente la Conferencia de Presidentes, como el órgano de máximo nivel político de cooperación entre el Gobierno de España y los gobiernos autonómicos. Tuve el honor de ser el ministro encargado de organizar la primera reunión de este órgano, celebrada en octubre de 2004. Desde entonces, su funcionamiento ha sido irregular y dependiente de la voluntad del presidente del Gobierno, que es quien convoca, sin que esté establecido ni el número de reuniones anuales —al menos dos, en mi opinión—, ni el procedimiento para establecer el orden del día y la convocatoria de reuniones extraordinarias por petición de un numero de presidentes autonómicos. Un órgano como este, en un país con gobiernos multinivel como el nuestro, debería estar citado en la Constitución, y sus competencias y funcionamiento tendrían que estar regulados por ley, dado que es la máxima instancia de cooperación entre las distintas partes constitutivas del Estado.
— En el mismo sentido, hay que ajustar el funcionamiento de los dos órganos principales, hasta la fecha, de coordinación interterritorial: el Consejo de Política Fiscal y Financiera y el Consejo Interterritorial de Salud, incrementando sus competencias, actualizando el procedimiento de votación y regulando sus convocatorias de manera previsible.
— De forma similar, es preciso dotar de regularidad al funcionamiento del resto de órganos de coordinación existentes y, en concreto, a las conferencias sectoriales, siguiendo lo establecido en la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público, que las define como los órganos de cooperación multilateral relativos a un sector concreto de actividad pública.
— Nuestra pertenencia a la Unión Europea implica una transferencia de competencias a los organismos comunitarios que, en determinadas materias, interfieren con competencias transferidas a nivel interno a las comunidades autónomas. Por ello, es preciso regular de manera estable la participación de estas en la toma de decisiones sobre las políticas comunitarias que les afecten directamente.
— En paralelo, habría que dar un impulso al establecimiento y desarrollo de consorcios, definidos como entidades de derecho público, creadas por varias administraciones públicas para el desarrollo de actividades de interés común, dentro del ámbito de sus competencias. En esa dirección, habría que constituir un consorcio entre la Agencia Tributaria del Estado central y las diferentes agencias tributarias creadas por las comunidades, para centralizar en un único organismo las labores de inspección, gestión y recaudación de todos los impuestos que recaen sobre los ciudadanos.
— Un modelo estable de financiación autonómica es otra de las evoluciones necesarias para que lo existente funcione mejor. Partiendo de los principios constitucionales de suficiencia financiera, autonomía y solidaridad, mediante los diversos instrumentos en que se concretan, el sistema debe garantizar una financiación per cápita de los servicios comunes similar en todo el territorio español, algo de lo que estamos muy lejos hoy en día. A partir de ahí, se deben financiar nuevas competencias o servicios adicionales con impuestos propios por cada comunidad.
— Reforzar los mecanismos de cooperación bilateral entre Estado central y comunidades, así como de estas entre sí. La bilateralidad es tan consustancial a nuestro modelo autonómico como la multilateralidad. Pero debe también desarrollarse la posibilidad de cooperación horizontal entre comunidades.
— La reforma de las administraciones públicas con los procesos de digitalización en marcha abre nuevas posibilidades de cooperación entre administraciones, de manera que mediante una ventanilla electrónica única se presenten, ante el ciudadano, como una sola entidad que facilita todas sus gestiones y trámites.
— Junto a ello, es necesario impulsar programas conjuntos de simplificación, reducción del coste administrativo sobre las empresas y armonización normativa para garantizar el correcto y eficiente funcionamiento del mercado único interior.
— Por último, es preciso ajustar la regulación básica del régimen local para reforzar su autonomía y el principio de subsidiariedad.
El balance que se debe hacer del desarrollo de nuestro Estado autonómico es altamente positivo, a pesar de algunas disfunciones durante el proceso y del estadio inconcluso en el que nos hemos quedado bloqueados. Cualquier avance y perfeccionamiento de lo existente exige reformas legales que solo pueden abordarse desde un amplio consenso, algo que la actual polarización bloquea, esperemos que de forma temporal. De lo contrario, el malestar que se puede generar por los problemas reales del actual funcionamiento imperfecto del sistema seguirá abonando las dos tesis extremas, que ya estamos viendo: quienes añoran las supuestas ventajas de un régimen mucho más centralizado y aquellos que expresan sus deseos de independizarse de España incluso en el mejor momento histórico del autogobierno de sus nacionalidades.
El inmovilismo no es, pues, una opción sensata. Sobre todo, en un mundo que vive un cambio disruptivo en el orden mundial, con el desarrollo de la Inteligencia Artificial por un lado, y la amenaza de nuevas potencias autocráticas en auge y de las consecuencias del cambio climático, por otro. Si nada es como antes, nada puede seguir gestionándose como antes. Actualizar nuestra Constitución y, dentro de ella, el modelo autonómico que nos hemos dotado para gobernar un país diverso, pero unido, es una exigencia urgente que viene a sumarse a tantas otras reformas que siguen pendientes por falta de voluntad de acuerdo entre las fuerzas políticas en asuntos que son de todos, de aquellos que antes llamábamos de Estado.
El coste que los españoles estamos pagando como consecuencia del populismo y de la polarización política es ya inasumible. Por eso es ya una verdadera necesidad abrir la puerta de nuevo al diálogo, al contraste de propuestas alternativas con el objetivo de buscar acuerdos sobre lo básico que afecta a nuestra convivencia como sociedad democrática. También en lo relativo a la gestión compleja de un Estado integrado en la Unión Europea y articulado en diecisiete administraciones autonómicas, más la central, más dos ciudades autónomas.
Imagen de cabecera: Banderas de las comunidades autónomas en la fachada del Senado. Se puede ver CC Wikimedia Commons.